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Lo que conocer a Bernie Madoff me enseñó sobre nuestra incapacidad para juzgar a los demás

Tendemos a suponer –erróneamente– que nuestro radar nos dirá en quién confiar

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10 de octubre de 2019 a las 16:32

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Por Gillian Tett

Hace ocho años, visité a Bernie Madoff en la cárcel para una entrevista. Fue uno de los encuentros más desconcertantes de mi carrera.

Entrar en el vasto complejo federal en Carolina del Norte requirió un viaje lleno de adrenalina, horas de llenar formularios burocráticos y varias interacciones nerviosas con los guardias de la prisión. Pero cuando finalmente nos encontramos cara a cara en la habitación de visitas lo más impactante fue que Madoff parecía una persona completamente normal.

Hablamos durante dos horas. No había nada en su actitud que me dijera que era un estafador, un loco o un psicópata; por el contrario, parecía perfectamente encantador y plausible.

"¡Suena como mi padre!", pensé, reflexionando que, si hubiera conocido a Madoff antes de que estallara el escándalo, yo, como tantos otros, habría asumido que era completamente creíble.

¿Es esto inusual? No si uno le cree al escritor Malcolm Gladwell. Gladwell ganó fama y fortuna produciendo libros como El Punto Clave (2000) que popularizó la psicología humana. En su nuevo estudio, Talking to Strangers (Hablando con extraños), analiza nuestra propensión a interpretar mal a otras personas. Es una pregunta cada vez más apremiante para nuestra era polarizada de noticias falsas.

¿Cómo debemos interpretar las señales que recibimos de los demás? Esto es importante cuando se trata de detectar fraudes, por supuesto. Una razón por la cual personas como Madoff (quien es uno de los estudios de caso de Gladwell) pueden llevar a cabo sus crímenes es precisamente porque tendemos a suponer –de manera completamente errónea– que nuestro radar nos dirá en quién podemos confiar, particularmente si nos encontramos con alguien cara a cara.

"Creemos que podemos ver fácilmente los corazones de los demás en función de las pistas más débiles", señala Gladwell.

Esto afecta otras áreas. Hoy más que nunca, todos sufrimos si interpretamos mal las señales que recibimos de diferentes grupos sociales. Es parte de la naturaleza humana asumir que nuestra propia cultura es la definición de "normal", y usar ese punto de vista cuando intentamos entender a los demás.

No obstante, incluso los rasgos que suponemos que son "universales", como las expresiones faciales, pueden variar enormemente entre culturas; y, por supuesto, dentro de sociedades que hablan el mismo idioma.

Gladwell describe, por ejemplo, cómo las interacciones sociales entre las comunidades de raza negra y las de raza blanca en EEUU se ven empañadas regularmente por malentendidos, con trágicas consecuencias. "Esto es lo que sucede cuando una sociedad no sabe hablar con extraños", concluye.

Gladwell no ofrece soluciones fáciles; de hecho, admite que tales malentendidos son tan omnipresentes que "no hay una parte feliz y alentador" en su tomo. Sin embargo, encontré una perspectiva más edificante en otro libro reciente, The Human Swarm (Enjambre humano), de Mark Moffett.

El libro aborda el tema poco probable (y, a primera vista, no relacionado) de las hormigas. Moffett es un reconocido experto en estas criaturas, y comienza proporcionando descripciones fascinantes de cómo crean sistemas que compiten con las sociedades humanas en su complejidad.

También explica en detalle cómo, a medida que chocan diferentes especies, las hormigas (como parte de la raza humana) están en guerra permanente bajo el suelo. Nunca volveré a mirar a una hormiga de la misma manera.

Moffett luego presenta dos puntos más amplios. Primero, argumenta que los humanos (como las hormigas) necesitan un sentido de identidad y pertenencia tribales, con especializaciones claramente definidas; pero, en segundo lugar, insiste en que la forma en que los humanos desarrollan esta identidad tribal es crucialmente diferente a otros animales.

Entre algunas especies, como los chimpancés, la confianza sólo surge a través del contacto cara a cara entre individuos en pequeños grupos; en otras especies, las criaturas sólo cooperan si pueden identificarse instantáneamente como provenientes de la misma especie. Las hormigas matan todo lo que huele diferente.

Pero lo sorprendente de los humanos –aunque rara vez se celebra– es cómo generalmente toleramos a los extraños sin necesidad de matarlos instantáneamente.

“La capacidad de poder interactuar cómodamente con miembros desconocidos de nuestra sociedad le dio a los humanos ventajas desde el primer momento e hizo posible la creación de naciones”, escribe Moffett. “Los chimpancés necesitan conocer a todos para tolerarlos. Las hormigas no necesitan conocer a nadie. Los humanos sólo necesitan conocer a alguien para que la sociedad funcione”.

Este logro merece mucha más atención, ya que sólo funciona bajo dos condiciones. Primero, los humanos deben sentirse seguros en su propio grupo (a través de símbolos y rituales); segundo, los "extraños" sólo pueden ser absorbidos sin problemas si todos aprenden a entender los distintos símbolos también.

La razón por la que somos mejores que las hormigas es precisamente porque ambos podemos celebrar nuestra propia identidad cultural, pero a menudo también aceptamos otras identidades, sin reaccionar de inmediato con agresión.

Quizás esa sea la respuesta al "enigma" que presenta Gladwell: necesitamos sentirnos orgullosos de nuestra propia identidad cultural (y rechazar el concepto de que todos podemos ser una mezcla libre de cultura), pero también debemos reconocer que la forma en que nos vemos en el mundo no es universal.

Si queremos "hablar con extraños", debemos enseñarles a nuestros hijos (y a nosotros mismos) a tratar de ver el mundo a través de los ojos de extraños, aunque también debemos reconocer que nunca lo lograremos del todo.

Ahí radica el desafío permanente para un periodista (sin mencionar a un antropólogo). Y para la sociedad moderna en su conjunto.

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