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"Los dones que tenemos no desaparecen con la maternidad, sino que se fomentan"

"Todos tenemos un destino particular que llama a ser realizado", señala Mardía Herrero
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16 de junio de 2023 a las 05:02

Por Federica Cash

Hace unas semanas publicamos la primera parte de la conversación con Mardía Herrero; madre de cinco niños, española, de tradición sufí, quien, además de escritora y profesora de Literatura, es gran divulgadora de temas trascendentes que, según cuenta, encuentra inmiscuidos en su simple vida de hogar.

Acá va la segunda parte en la que hablamos del ego, del sufismo y de la creatividad, presentes en el camino de una vida virtuosa y con sentido profundo. 

¿Cómo podemos vincularnos con el ego sanamente, para crecer como mamás y personas? ¿Es posible “apagarlo”?

En mi experiencia personal, no. Hay grandes santos y santas que se han acercado mucho, que lo han puesto a su servicio. Todos tenemos un ser humano individual, y nuestro cuerpo individual tiene sus derechos. Entonces, no se trata tanto de matar al ego para vivir disueltos en el océano completamente, sino ser capaces de poner ese ego al servicio de lo más hermoso. Esa es una espiritualidad realmente encarnada, que es la que me interesa. No perfecta, ni ajena a nosotros mismos.

En el sufismo se dice que hay diferentes niveles de ego. Un ego que está identificado totalmente con el cuerpo; otro que tiene que ver con el impulso primario, el instintivo; hay un ego vinculado al alma individual; hay un ego espiritual; y hay un último muy elevado que roza el secreto, el más alto.

Lo que importa es el proceso, ese ascenso que pasa del egoísmo al reconocimiento de que hay una individualidad completamente sagrada dentro de cada uno. Todos tenemos un destino particular que llama a ser realizado. No hay modo más hermoso de despertar el Ser que a través de los dones particulares que cada uno tiene. Poder complementar las dos realidades, la realización particular de la mano de la universal, es un misterio, y quien lo alcanza, logra la plenitud.

Lo alcanzan aquellos que logran hacer lo que hacen con absoluto amor, no importa lo que sea. Porque en el fondo, la llamada particular, realizada radicalmente hasta su raíz y desde el corazón, es también la llamada universal.   

¿Y cómo podemos ir elevando los niveles del ego?

Cada cual va encontrando técnicas que van mejor con su corazón, con su carácter, con su personalidad. Yo creo que la vida misma, si estamos atentos, es la gran maestra. En el mero proceso vital, por las fases que vamos pasando, hay aprendizajes y un desapego necesario. No es lo mismo un joven de 13 años que tiene que decir “aquí estoy yo”, que tiene que desarrollar su ego, a una persona de 70 u 80 años que ha hecho todo lo que necesitaba, ha tenido descendencia, ha aprendido a renunciar a lo que debía y a acoger aquello que pedía.

Sin embargo, necesitamos desarrollar varias cualidades para percibir por dónde nos lleva la vida. Creo que una gran cualidad es la gratitud, darnos cuenta que todo lo que sucede es para que aprendamos algo, para abrir nuestro corazón. Esto se puede cultivar dando las gracias incluso a aquellas cosas que nos duelen, ese ejercicio es esencial, y luego aprender a estar atentos. Esto es muy interesante también porque solo la atención nos permite darnos cuenta de lo que la vida quiere de nosotros. Sin atención es muy difícil. Y así muchas cualidades más que se pueden ir desarrollando.

Pertenecen a la tradición sufí. ¿Cómo es su vínculo con el “afuera”, en una ciudad posmoderna como es Madrid?

Mi vínculo, en lo personal, siempre ha sido complejo, desde que era jovencita. Cuando era adolescente tenía un anhelo difícil de hallar en mis compañeros del Instituto; recién empecé a ver eso que buscaba en la Universidad, cuando había afinado mi vida y empiezas a encontrar personas afines.

Nuestros padres no siguen ninguna tradición y nos movemos con ellos con total naturalidad. Tenemos amigos que tampoco siguen una tradición espiritual, amigos más intelectuales y algunos que siguen caminos diferentes. Nosotros estamos siempre en una situación de frontera porque hemos bebido 15 años del sufismo, pero también nos sentimos muy cercanos al cristianismo; nuestra identidad es amplia y compleja.

¿Qué significó encontrar la tradición sufí para ti?

Yo era cristiana; como casi cualquier familia no practicante del siglo XXI en una ciudad posmoderna. Nací en un contexto más moderno que cristiano. Para mí fue determinante hacer el Camino de Santiago a mis 23 años, fue una experiencia muy profunda. Por aquella época, sentía muchas dudas, pero también mucha sed, y en esa experiencia sentí que había encontrado la Fuente. Una fuente que saciaba las preguntas, las inquietudes, sentí que la vida tenía sentido, que había una Unidad que lo sostenía todo, que era posible poner mi vida al ritmo de esa Unidad. Y poco después encontré a un maestro sufí que me hizo amar la tradición. Me hizo dar cuenta que era posible vivir en la autenticidad, con consciencia, con un servicio constante al mundo, para mí lo más parecido a Jesús que yo había conocido. Mi amor al sufismo apareció cuando vi a esa persona totalmente entregada a los demás.

Y él fue quien dijo que te casaras…

Después del Camino del Santiago me pregunté si tenía vocación a monja y él me quitó las dudas de un plumazo, me dijo que me casara. Y me resonó, tocó el punto justo en el que estaba, y me abrí con una apertura radical. Luego lo entendí, comprendí que mi vida pasaba por el matrimonio y la familia. Por la maternidad que a los 23 años ni olía ni imaginaba…

Y además de madre, sos una gran escritora. ¿Cómo es amalgamar tu vida creativa con tantos niños en la vuelta?

Eso ha sido de lo más mágico que me ha sucedido. Yo había escrito un pequeño libro a los 27 años sobre autores que habían tomado sustancias y cómo esas sustancias habían influido en su literatura. Fue mi primer libro.

Cuando me casé, estaba haciendo mi tesis doctoral. Luego quedé embarazada de gemelos; el parto fue muy difícil porque uno de ellos murió; los médicos no sabían si mi otro hijo tendría algún daño cerebral así que el primer año de maternidad fue tan intenso que tuve la sensación de que mi faceta de escritora había acabado. Me volqué completamente a la maternidad con una entrega vocacional.

Durante los embarazos y después de ellos, no estoy clara intelectualmente, me cuesta hasta coordinar las palabras, toda la energía la tengo en otro sitio. Entonces le escribí a mi tutora de tesis para decirle que no la acabaría, que no la iba a poder hacer. Y ella me respondió, “tranquila que eso pasa, te durará unos meses y luego vas a querer terminar.” Cuando el niño cumplió un año me di cuenta de que sí, que quería acabar la tesis. Le volví a escribir para rencausar y quedé embarazada del segundo, pero ya me había comprometido así que la terminé con mucho esfuerzo.

Poco después de nacer el segundo sentí una inspiración de escribir un libro llamado “39 semanas y media”; puede sonar presuntuoso, pero realmente lo sentí así. Me di cuenta que podía llevar un diario. Escribía todos los días entre cinco y diez minutos y al mes siguiente quedé embarazada de un embarazo que duró exactamente 39 semanas y media. Así surgió el libro, a partir de ese pequeño compromiso de escribir todos los días lo mínimo; con la consciencia que los dones que tenemos no desaparecen con la maternidad, sino que se fomentan. De hecho, yo había escrito un montón de libros que no había conseguido publicar por neurosis o por querer hacerlos perfectos y, cuando eres madre, ya no buscas la perfección. Ese libro pude publicarlo fácilmente y poco tiempo después, estando en Barcelona un Viernes Santo visitando a nuestro maestro, escuché una procesión cantando la canción “Nada te turbe”, de Santa Teresa de Ávila. Ahí me vino otra llamada; tenía que escribir sobre ella. Mientras mi tercera hija dormía, yo aprovechaba a escribir ese libro.

Así tuve la oportunidad de que esos dones resurgieran con más fuerza y, a través de estructuras muy sencillas, sin meterme en grandes berenjenales, mis palabras fueron fluyendo otra vez…

 

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