Sebastián Panzl

Los hijos del río: historias de un pueblo detenido en el tiempo

Basta alejarse unos pocos kilómetros de Montevideo para vivir la experiencia colonial de un pueblo detenido en el tiempo

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15 de febrero de 2020 a las 05:02

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Hacía muchos años que no iba al río Negro, más de veinte. Cuando era chico, mi abuela vivía en Paso de los Toros y la visitábamos para su cumpleaños cada agosto. El viaje se me hacía eterno. Íbamos escuchando música en el pasacasete de alguno de los Fiat que tuvo mi padre en ese entonces. Sonaba mucho José Luis Perales, algo del Puma Rodríguez y otros artistas que estaban de moda a comienzos de los 90. Me aburría la Misa criolla.  

Llegué a Villa Soriano un martes de esos demoledoramente calurosos de la semana pasada. Apenas entré al río y pisé ese fondo de barro que se te mete entre los dedos aparecieron como por arte de magia los recuerdos de aquellas aventuras en la casa de abuela Dora.

Estuve dos noches en la villa. No era que el tiempo pasara lento, era más bien como que se arrastraba. Si hubiera un campeonato mundial del silencio de siesta, Villa Soriano competiría con chapa de candidata. El silencio allí era como de otro tiempo, más bien colonial. 

De tardecita caminaba por esas calles a mitad de camino entre pueblo y campo. Había de todo para ver: construcciones de fines del siglo xviii, un muro de ladrillo de la época de la guerra Grande, un sable que volvió ensangrentado de Masoller y un aljibe que taparon los militares durante la última dictadura porque temían que los tupamaros tuvieran allí armas escondidas. También estaba el terreno donde vivió Artigas. Porque parece ser que José Gervasio arreaba ganado en aquellos tiempos y se enamoró de Isabel Sánchez, una mujer viuda, con quien tuvo cuatro hijos. 

Justo es decir que yo también hice un esfuerzo para que mi estadía en Villa Soriano tuviese aires coloniales. El primer día almorcé galletas de campaña con queso fresco y chorizo seco. Me hospedé en un ranchito rural típico de fines del siglo xix, antes de techo de paja, ahora de chapa. La construcción tenía mucha historia. Allí hubo partos y velorios. En los tiempos en que estuvo en ruinas, dio refugio a los inundados cuando crecía el río Negro. Uno de los niños que durmió en esa vivienda abandonada fue el albañil encargado de restaurarla hace pocos años. Algunas coincidencias solo suceden en Villa Soriano. 

Allí los cuentos están ambientados por un aroma dulzón de agua de río. Escuché hablar de las andanzas de rudos montaraces, que habitaban islas de vegetación impenetrable a comienzos del siglo xx. Pero también conocí el caso de aquel misterioso alemán que llegó a Villa Soriano después de la segunda guerra mundial. Nadie supo qué vino a hacer. Tampoco nadie se lo preguntó. Era un tipo alto, de rasgos arios, que usaba sobretodo. 

Los narradores me desbordaban con sus personajes. Yo les pedía que hablaran despacio, así me daba tiempo a tomar notas en mi teléfono, pero llegó un momento en que me di por vencido. Había allí más historias que las que podía registrar. 

Mi ansiedad trepó a niveles inimaginables. Ellos mismos me decían que disfrutara, que no anotara, que luego me lo contaban de nuevo. Pero no había caso.  Planifiqué artículos, columnas, libros y hasta un documental. Es muy probable que todo eso quede por el camino. 

...

Me di cuenta mientras navegábamos el río Negro. Llegó un punto en que los personajes me interesaban más que sus historias. Me preguntaba quiénes eran esos hijos del río que habían dedicado su mañana de miércoles a ayudarme a cambio de nada. Visité Villa Soriano porque estoy escribiendo un libro que tiene a ese pueblo como escenario y ellos me ayudaron. Necesitaba conocer unas islas de la zona. Me llevaron en su lancha, me contaron  todo lo que sabían y me abrieron las puertas de sus casas. 

Lo que los une es el agua. Están allí, navegando, y no podrían estar en ningún otro sitio. Hablan del río como de ese compañero fiel, de las buenas y de las otras. Crecieron caminando hacia el muelle y ahora ven a sus hijos recorrer el mismo camino. El río es su hogar. 
Eso es muy claro, por ejemplo, en el caso de Emilio Hourcade. Trabaja en una oficina pero apenas termina sus tareas, se zambulle en el pasado. Es un estudioso del río Negro. Conoce sus historias, sus secretos y sus enigmas. Tiene una memoria prodigiosa y cita los documentos de época con la precisión de quien los leyó ayer. Acaba de publicar a puro pulmón un libro sobre un asesinato ocurrido en las islas hace un tiempo que ha despertado un curioso interés en la zona.

También está el caso de Alfonso Quian, un tipo que nació para ser buzo. Lo es profesionalmente desde hace 35 años. Su profesión lo llevó a vivir aventuras increíbles, como bucear las aguas del océano Índico que pertenecen a Mozambique trabajando para una empresa italiana. El país africano sufría una guerra civil y Alfonso vivía en un campamento custodiado por los militares. De ese viaje recuerda el hambre de la gente. Allí conoció a Florindo, un negro alto y musculoso. Una mañana, Alfonso estaba a punto de tirar la yerba, pero Florindo le pidió que no lo hiciera. Él la quería. Al día siguiente le agradeció con los ojos llorosos por la sopa que pudo tomar su familia gracias a los restos del mate uruguayo.

Ha trabajado en la reparación de barcos y muelles, aunque también ha enfrentado tareas duras, como buscar los cuerpos de los ahogados en el río, desde niños a ancianos. Eran, en definitiva, los cadáveres de sus vecinos. Halló los restos de 16 personas. Hubo solo un caso en el que no pudo. Ese día fue más rápida la corriente. 

Patricio Mereles nació en Misiones, Argentina. De su infancia recuerda el verde de la selva, el río Paraná y la pobreza. Le dijeron lo de siempre: que había que recortar gastos. Sin trabajo pero con muchas ganas de respirar un poco de aire fresco, utilizó el dinero del despido para comprar un pasaje a Ushuaia. En 1998 comenzó una nueva vida en aquellas tierras de montañas con verde en el valle, y luego de roca y luego nieve. 
Y así como un día Forrest Gump empezó a correr sin razón aparente, una mañana Patricio salió desde Ushuaia a navegar a bordo de un velero. Conoció lugares increíbles, inexplorados, sin cartografiar. Cuando pasó por los fiordos chilenos, oyó ese momento mágico en el que el hielo cruje y luego cae al mar. Estuvo en el fin del mundo, cara a cara con una versión de la naturaleza que pocos conocen. Durante ese viaje, desembarcó en casi veinte puertos. Paraba unos días y seguía. Hasta que llegó a Villa Soriano. Y se quedó.  

Me impresionaron las destrezas de navegación de Raúl. Conoce tanto las aguas del río Negro que puede recorrerlo de noche sin perderse. Le pregunté si las siluetas de las islas no lucían todas iguales en penumbras, pero él me dijo que no. Que siempre hay alguna referencia para ubicarse. Un árbol más alto, una piedra con una forma extraña. 

Mientras conocía las historias de esos navegantes, de a poco comenzaron a aparecer unos recuerdos de Tacuarembó que creía perdidos. Un día estaba en el agua y de repente empezó a llover fuerte. Todos corrieron hasta dejar al río desolado, pero mi hermano, mi padre y yo nos quedamos. Total, era agua. Las gotas gruesas que golpeaba con violencia los hombros de mi padre. Se había levantado viento y me dio un poco de miedo. Corrí hacia la orilla y mi madre me esperó con una toalla. La frotó bien rápido contra mi piel para que no me enfriara. 

La casa de la abuela Dora era una construcción un poco loca, de tres pisos. El de abajo era la sede de la boutique Los Tres Nietitos: Gabriela, Nicolás y Sebastián si se pretende respetar el orden de llegada al mundo. 

Un día llegamos y ella tenía un vendaje blanco que le cubría gran parte del cuerpo. Se había quemado con caramelo. Y por qué no nos dijiste nada, preguntó mi madre. Y para no preocuparlos, mija. 

No se pongan tristes que esto no es un obituario. Dora está vivita y coleando, pero ahora está en Las Piedras porque su familia se amontonó en el sur. Demoré casi 34 años en entender que mi abuela también es una hija del río, y lo extraña muchísimo. Es por eso que cada vez que puede sale al encuentro de esa ruta que la lleva a Tacuarembó. ¿Será también por herencia familiar que pasé tan bien a orillas del río Negro? Una batalla más ganada a la modorra, la de abandonar por un rato la ciudad e ir en busca de historias y de aventuras. Villa Soriano se sumó a la lista de lugares a los que siempre querré volver. 

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