La novela Diario de la guerra del cerdo de Adolfo Bioy Casares nos cuenta sobre una Buenos Aires tenebrosa, surcada por bandas de jóvenes que se dedican a exterminar a todo anciano que se encuentran en el camino.
En estos días, un virus letal se encarga de diseminar por el mundo esa muerte que, al igual que en el libro, se ensaña con los viejos. Y lo hace en sociedades como la nuestra donde la vejez no está bien vista y la palabra “viejo” suele ser usada como un insulto por parte de jóvenes que, en realidad, se burlan de sí mismos, de ese que, irremediablemente, serán dentro de unos años. La juventud no es ningún mérito, puesto que suele sucederle a casi todo el mundo, pero la imprevista pandemia la está tratando con una benevolencia que no le concede a los más añosos.
Dicho esto, digo que tengo en mi consideración que la selectividad del virus ha condicionado a gobernantes y gobernados. Hemos naturalizado las muertes por covid porque, por lo general, el virus ha derrotado a personas mayores que ya habían vivido buena parte de su vida (como si cada día no valiera la pena para aquel que tiene ganas de vivir).
Es claro que quienes más desconocen las recomendaciones científicas y políticas de quedarse en casa o de permanecer en su “burbuja”, tanto da, son aquellos que aún no han traspasado esa frontera entre la madurez y la vejez que instalaremos, piadosamente, en los 70 años. En cambio, son uruguayos que superan esa edad quienes han tenido que confinarse en sus casas para no ser alcanzados por el covid y, aún así, son ellos lo que, mayormente, mueren a causa de los estragos que la enfermedad provoca en los cuerpos más debilitados por esa peripecia que se llama vivir.
Pero si el virus nos tratara a todos por igual es muy probable que otra fuera la tensión del gobierno en el momento de tomar sus decisiones, y muy distintos los cuidados personales de cada gobernado. Cada vez que el covid se lleva a una persona joven nos lamentamos con especial dedicación porque nos parece más injusta que la muerte de un anciano.
No es difícil imaginar entonces que nuestra percepción de los alcances de la tragedia de esta pandemia cambiaría sustancialmente si en esos fallecimientos diarios –que por estos días en Uruguay andan promediando los 60- se mezclaran por igual veinteañeros o treintañeros con octogenarios. Una pesadilla en la que hijos, padres y nietos fueran derribados con igual saña por el mismo enemigo que hoy suele tumbar abuelos.
Sin embargo, naturalizamos las muertes de los viejos (la muerte es algo natural pero en este escenario de ciencia ficción todo adquiere un tono de extrañeza) hasta que nos toca de cerca. A medida que crece la cantidad de muertos por el virus, se nos va haciendo cierta la posibilidad de que ese viejo sin nombre se convierta en esa abuela o en ese abuelo tan querido. Y entonces sí, le damos a ese hombre o a esa mujer de ochenta años mucho más valor que a cualquier joven desconocido.
Igual que los jóvenes de ficción del Diario de la guerra del cerdo, el coronavirus real anda suelto llevándose a los más añosos. Y muchos de nosotros nos hacemos los ciegos y los sordos porque todavía somos jóvenes; porque no terminamos de asumir que, si la muerte no nos encuentra antes, todos tenemos un viejo que, indefectiblemente, nos está esperando.
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