Opinión > OPINIÓN / A. DIEZ DE MEDINA

Mujica y su acoso institucional

Uruguay deberá decidir si derrumbarse o intentar ser un país moderno
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10 de febrero de 2018 a las 05:00
Ya ocurrió otra vez en el país.

En enero de 1880, al presentar renuncia a la Presidencia de la República, el coronel Lorenzo Latorre fue relevado en ese cargo por el doctor Francisco A. Vidal, quien anticipó, ya en 1881, su renuncia habilitando a la Asamblea General a designar un sucesor: el coronel Máximo Santos.

En 1885, el ya teniente coronel Santos irregularmente logró excluir por vía legal su situación personal de la prohibición constitucional a los militares en actividad de comparecer como candidatos. Pero, como la misma Constitución prohibía la reelección presidencial, las cámaras que controlaba crearon ese año y en días el departamento de Flores, como en días más convocaron allí a elecciones legislativas, de las que surgieron los electores que designaron como senador por el nuevo departamento al mismo Santos.

El 1º de marzo de 1886, el Poder Legislativo volvió a designar a Vidal como presidente de la República, en tanto Santos pasó a ocupar, en igual jornada, su banca y la presidencia del Senado, facilitada por la renuncia del senador Javier Laviña, quien declaró: "Ante esta figura tan valiosa para nosotros, yo no puedo permanecer ocupando el alto puesto que ocupo".

Eso fue un viernes: al lunes siguiente, Vidal renunció a la Presidencia de la República, y Santos pasó a ocupar el cargo en su carácter de nuevo presidente del Senado.

No en vano la memoria se retrotrae al tiempo de Santos cuando quiere ubicar al país en un momento de desdoro y depresión republicana: con sus luces y sombras, aquel período incuestionablemente acercó a nuestro país a los círculos más tristes del cesarismo latinoamericano del siglo XIX.

Es apenas natural que, en 2018, idéntico desprecio por los procesos e instituciones se insinúe en el horizonte del país gracias al juego con que, a mitad de camino entre una compadrada y una gracia, el igualmente desdoroso expresidente José Mujica sigue injuriando la vida pública.

Ordenemos la situación.

Mujica goza, a diferencia de Santos, del derecho a ser candidato presidencial, aún cuando lo condicione a la posibilidad de elegir por sí y ante sí su compañero de fórmula (¡vaya novedad!), quien asumiría el cargo en virtud de su renuncia o muerte y, es de esperarse, guardaría con él idéntica pasión servil que la del recordado Laviña.

De hecho, la intempestiva salida de Mujica esta semana es, en el fondo, un involuntario servicio al país, al hacernos ver a todos que, esa ensoberbecida fuerza política gobernante, contando con trece años de dominio eminente del panorama político, enfrascada en una semanal terapia de auto-ayuda en la que se canta loas a sí misma, despegada de toda realidad al extremo de afirmar que todo fracaso es un gran éxito, no logra coincidencia más feliz que la de una vergonzosa figura política como la del expresidente.

Eso es lo que la movida de Mujica deja sobre la mesa: no ya esa admisión expresa a la posibilidad de contar con nuevos liderazgos o ideas, sino el gélido beso de muerte que el Frente Amplio le propone al país con su elenco de abuelos de la nada, de los que finalmente saldrá su portaestandarte.

A lo que Mujica no tiene derecho alguno, en cambio, es a poner en marcha esta nueva incursión en el desprestigio de las instituciones y procesos democráticos, convertidos permanentemente y por su mano en balizas que uno sortea con supuesta picardía y a los solos efectos de que una hinchada crecientemente iletrada, empobrecida y dependiente del capricho oficial aplauda sus gracias.

Los resultados de tamaño desafuero están a la vista y fielmente expuestos en el itinerario personal del mismo Mujica: enormidades de pandillero que apenas lograron sumir al país en honduras de violencia, rencor y división de las que tomará años salir, gobiernos abocados a la destrucción de todo aquello sobre lo que se fundamenta la prosperidad personal y pública (trabajo, orden, higiene de calles y costumbres, respeto, apego a la educación o a la familia), así como a la promoción de vicios y desquicios administrativos de todo color y dimensión, de los que siempre exhala el apetito de dinero fácil de sus protagonistas.

Una candidatura presidencial de Mujica es, convengamos, un imposible lógico, y si hoy hablamos de ella es porque la incontenible vanidad del expresidente naturalmente conduce, con tales salidas, a que hasta con su última exhalación busque marcar al país a fuego con su doctrina de desarreglos, miserias, improvisaciones e incompetencias.

Casi es, por tanto, una lástima que Mujica no arroje su nombre al ruedo. Porque ello no debe impedirnos a los demás ciudadanos entender que las próximas elecciones deben ser y por fuerza serán un plebiscito en torno a su nefasto legado. Para expresarlo con claridad: Uruguay deberá decidir si derrumbarse con esta mediocre plomada colectivista o intentar ser un país moderno. Si seguir los pasos de Venezuela a los que el frenteamplismo nos conduce en fetas, o salvarse de tal abismo.

Los 15 años de retroceso que el Frente Amplio le habrá inflingido al país en 2020 representarán, no se dude, muchos más a la generación en cuyas manos pudiera estar el revertir sus oprobiosos efectos. ¿Habrá alguien que confíe en darle a esa generación su oportunidad, y dársela ya?

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