Leonardo Carreño

Ni bonanza ni crisis: el Uruguay de los espejismos

La proximidad de las elecciones alimenta imágenes distorsionadas de la realidad económica. La situación es de estancamiento y los analistas se esfuerzan por evitar la polarización del diagnóstico

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29 de diciembre de 2018 a las 05:03

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La proximidad de las elecciones alienta el espejismo. Y por tratarse de un cuarto año de gobierno, 2018 fue el año de las tres realidades. Para algunos un año de prosperidad, un oasis en el medio del caos regional. Para otros, un año de crisis. Y en el medio, los analistas se empeñan en demostrar que los matices existen y que el estancamiento no es ni crisis ni bonanza, que tiene un costo a nivel social, pero no se compara con episodios como el de 2002.

El año 2018 se caracterizó por un crecimiento mediocre con algunos mínimos preocupantes: el nivel más bajo de inversión en 13 años y el menor nivel de empleo en una década.

La mediana de analistas que contestaron a principios de diciembre la Encuesta de Expectativas Económicas de El Observador, estimaban que este año la economía uruguaya creció 1,6%. Es un crecimiento moderado teniendo en cuenta el promedio de 4,1% de los últimos 10 años e incluso el de 2,7% de los últimos 20, crisis mediante.

No solo es un crecimiento mediocre por su magnitud, también lo es por su composición. Los sectores que más crecen no son intensivos en personal. Como dinamizadores está la refinería de ANCAP –parada el año pasado y en marcha en 2018– y el sector de las telecomunicaciones. Del otro lado, con una caída de la actividad y una reducción de puestos de trabajos, la industria sin refinería, la construcción y el comercio. Crece el agro y es una buena noticia, pero los números muestran que el empleo agrícola sigue en caída, en buena medida debido a la expansión de los procesos de automatización en el medio rural.

En el promedio de 2018 a octubre –últimos datos hasta el momento–, se llevan perdidos respecto al año pasado 10.800 puestos de trabajo. Si se compara el trimestre móvil a octubre con el mismo período de 2014, se llevan acumulados 55.900 empleos destruidos.

Con un mercado laboral que tiene un desempleo de 8,8% en el último trimestre móvil, no se puede hablar de una crisis. Pero es una tasa que viene en aumento. Y en igual período del año pasado era de 7,7%. En un año, son 20.500 los nuevos desocupados, que reclaman oportunidades que antes tenían y ahora no. Hablarles de prosperidad, de bonanza y de la continuación de un período de 16 años consecutivos de crecimiento, es negar una realidad para ellos palpable, que se siente y se padece.

La caída de los niveles de empleo e inversión obedecen a un deterioro de las condiciones de Uruguay para atraer capitales, pero sobre todo, para entusiasmar a quienes están en condiciones de hacerlo a arriesgarse, a apostar por nuevos proyectos.

Por debajo del radar de las autoridades, hay un pesimismo en los círculos empresariales que ha crecido y se manifiesta en los principales indicadores económicos. Un país que tiene escasas perspectivas de crecimiento, con costos de operación crecientes –a nivel tributario, laboral y tarifario– con amenazas crecientes desde la región, y con un discurso a nivel de gobierno confrontativo y negacionista, no genera los incentivos para la acción.

Lejos se está de una crisis, entendida como una caída brusca de la actividad en un período corto de tiempo, con una pérdida masiva de puestos de trabajo y un deterioro del poder de compra de la población. Pero el panorama es de letanía. De un estancamiento que de a poco sigue destruyendo empleos y oportunidades. De salarios que suben, pero solo para disputarle a la inflación la capacidad de compra que se lleva día a día.

Diego Battiste

Es un Uruguay estancado. En una situación mejor que la que tuvo en buena parte de su historia –al menos, de su historia comparable–. Pero al fin y al cabo, estancado. Por debajo de los estándares de vida del mundo desarrollado, que es lo mínimo a lo que la población aspira. Porque luego de haber vivido una larga etapa de crecimiento, llegó a convencerse de que era posible.

El problema de las tres realidades –o mejor dicho, la realidad y sus dos espejismos– es que genera miradas polarizadas y no contribuye a enfocar la acción.

Confundir la situación actual con bonanza lleva a la inacción política que hoy atraviesa el país, impide asumir un rol activo en la recuperación de la confianza, tan necesaria para revertir el círculo vicioso que lleva a los empresarios a descartar proyectos. Por el contrario, refuerza el pesimismo porque impide ver en la política una vía para el cambio.

Por otro lado, confundir la situación actual con una crisis conduce al reaccionismo visceral, a alimentar y hasta exagerar el pesimismo y a no asumir los verdaderos desafíos que tiene por delante el país. A radicalizar la demanda de cambios y presionar al sistema político hacia soluciones que poco tienen que ver con la problemática actual.

Es difícil, a menos de un año de las elecciones, evitar los espejismos. Es difícil, porque cada imagen distorsionada de la realidad económica es servil a los intereses de unos u otros actores en la contienda. Pero se hace necesario separar la realidad de los espejismos y entender los fenómenos económicos independientemente de quién salga beneficiado y a quién perjudique el diagnóstico.

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