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5 de enero 2019 - 5:00hs

[Por José Apoj]

El fantástico viaje por Transilvania y los montes Cárpatos empieza por Bucarest un fin de semana templado de setiembre, cuando los días regalan un sol vigoroso y las noches apenas exigen un abrigo liviano. Bucarest es ocasionalmente bonita, pero la opinión generalizada es que no merece una visita per se. Ni muy grande, ni muy chica, ni demasiado pintoresca, ni tan sucia, es una de las más notorias capitales ni ni de Europa: comida decente y a buen precio (los euros rinden muy bien con el cambio del accesible leu rumano), algunas bonitas peatonales, el insólito parlamento, las compras de siempre, pero nada que rompa los ojos o enloquezca al paladar. La capital de Rumania ganó popularidad por sus buenos precios, la seguridad, y un accesible combo de actividades off the record que la convierten —también— en uno de los destinos de moda para despedidas de solteros de varones europeos, israelíes y del mundo árabe cristiano. Una oferta nocturna jugosa, drogas al alcance de la mano, un espeso catálogo de acompañantes femeninas y la fuerza de los casinos se conjuran para traer de a miles a los veinteañeros que van por su última aventura en la soltería.

Hay que hacerle caso a las guías y ver y caminar por los puntos más destacados de Bucarest: la Calea Victoriei (avenida de la Victoria) y el casco antiguo, la hermosa avenida Kiseleff con su propio Arco del Triunfo, el parque Herăstrău —un enorme, coqueto y superrecomendable bosque con lagos, senderos, monumentos y hasta pequeños museos— y, por supuesto, el demencial Palacio del Parlamento Rumano, segundo edificio administrativo más grande del planeta, después del Pentágono, y mayor emblema de la tristemente célebre dictadura de Nicolae Ceaușescu. En los comienzos de 1980, el excéntrico dictador y su esposa ordenaron la construcción de un edificio implacable, monumental, que representara la grandeza de su figura —aunque, por supuesto, en teoría sería la “Casa del Pueblo”. Cuando en 1989 Ceaușescu cayó, ya era muy tarde para cancelar una obra desmedida y billonaria, que recién fue terminada en 1997 para albergar al parlamento, algunas organizaciones gubernamentales y solo Dios y el Servicio Rumano de Informaciones saben qué más; son más de 350.000 m2, 1.100 habitaciones, cuatro pisos subterráneos y muchos secretos escondidos. Las visitas al interior del palacio deben ser agendadas y valen la pena.

Transfagarasan, la carretera panorámica de ensueño

Un par de días en Bucarest y saltamos temprano a los asientos de un Seat Toledo negro e incansable. Arrancamos con toda la fuerza y no nos dejamos amedrentar por el pequeño primer-gran accidente: el anticuado GPS se despega del espejo a los cinco kilómetros de partir, así que el chip local cobra más relevancia que nunca para que podamos usar Waze en nuestro camino por la ruta nacional E81 rumbo a Curtea de Argeș, la ciudad en la que se marca el inicio sur de la famosa ruta panorámica Transfagarasan: un imponente coloso serpenteante que desafía la fuerza de los montes Cárpatos por más de 90 kilómetros.

Antes de seguir avanzando en el relato, es imperativo contar brevemente la historia de esta carretera de fama mundial. Tras la recordada invasión soviética a Checoslovaquia en 1968, Ceaușescu consideró oportuno construir un atajo para que sus tropas terrestres se movieran con más facilidad desde Bucarest hacia el norte, en caso de una invasión a su país. Así es que entre 1970 y 1974 la fuerza de miles de hombres (se cree que en la titánica obra murieron más de 40) puso de pie a esta maravillosa ruta que no tiene luz artificial, llega hasta los 2.034 metros de altura, atraviesa lagos, túneles de roca, valles y bosques, y ofrece una de las conducciones más placenteras que un amante del manejo pueda experimentar.

Unos veinte minutos después de salir de Curtea de Argeș, cuando las casas empiezan a desaparecer y las montañas a marcar todo el horizonte, se presenta con la elegancia de los grandes lagos montañosos el lago Vidraru, primer gran atractivo del camino; el aire cambia enseguida, asoma el fresco aunque todavía es verano. Después de las primeras fotos obligatorias, subimos las ventanas y nos dedicamos a disfrutar de un manejo inolvidable. Una curva tras otra, los árboles a dos metros del camino, las montañas allá, las cascadas acá, la adrenalina de pasar de 120 km/h a 40 km/h una y otra vez para poder tomar las curvas de forma responsable.

Cuando cae la tarde encontramos un hotelito de ruta. La habitación para dos con desayuno cuesta 50 euros, una ganga comparada con los precios de alojamientos semejantes en Europa Occidental. Juegan Barcelona y PSV por la Champions League con dos uruguayos en cancha y la extrañísima aparición de otro oriental —el primero en sus 15 años en el puesto, según el encargado nocturno del hotel— provoca la inesperada invitación de una copa de vino de la casa y un queso de oveja local. Tanto este queso —que suele mezclarse con la polenta, uno de los platos de origen italiano más populares en Rumania— como el Cascaval o el Telemea se consiguen en los puestitos que se esparcen por las zonas menos aisladas de la carretera. También se encuentran deliciosas mermeladas y dulces en conserva. Vale la pena viajar con hambre y sin apuro para poder probar de todo.

El camino a Drácula

A las ocho de la mañana ya estamos disfrutando del espléndido sol que rebota en el lago Bâlea, el sitio turístico estrella del camino. Situado en el punto más alto de Transfagarasan (la subida previa es sensacional), Balea y sus alrededores son conocidos por los trekking panorámicos que ofrecen nítidas vistas de las montañas Fagaraș. Allí también existe un famoso hotel de hielo, que abre solo en invierno y al que únicamente se accede por aerosilla.

Después de un trekking liviano, emprendemos el regreso: hacemos los 80 kilómetros de vuelta hacia el sur, para encontrar ahí la salida hacia el noreste, donde esperan Bran, Brasov y Drácula. Volvemos a pasar por Curtea de Argeș y entendemos que para llegar a Bran, la pequeña ciudad que alberga al famoso castillo de Drácula, no tenemos otra opción que empezar el recorrido por una ruta rural. Ahí, la más auténtica Rumania campesina se presenta con toda su honestidad. Insólitos pueblitos tamberos al lado de la ruta, hombres flacos y altos cargando fardos en sus carruajes tirados a caballo, las mujeres con paños en la cabeza, las ovejas cruzando despacio como si no existieran los autos. El camino hasta Bran es hermoso, pero no muy recomendable: como en cualquier carretera semirrural de un país desconocido, los pozos y los baches pueden acarrear una mala jugada si no se maneja con las manos fuertes para aguantar los sacudones y la vista firme para anticipar el siguiente bache. Después tomamos la ruta ES74, que está perfectamente pavimentada y ofrece un nuevo espectáculo de vistas memorables: aparecen una y otra vez los peñascos para pararse y tomar fotos, los pueblitos de estilo bávaro, el pasto verde brillante, más ovejas cruzando la ruta, y resulta imposible no empezar a sentir nostalgia anticipada por este hermoso viaje. Manejamos un rato más y llegamos al famoso Castillo de Bran. Más allá de la foto y el suvenir, no hay nada demasiado particular en la construcción que inspiró al Drácula de Bram Stoker. Hay mucha gente, falta espacio, no se puede tocar nada.

Brasov, la joyita de Transilvania

Ubicada a unos 170 kilómetros de Bucarest (recorribles fácilmente en auto, o en poco más de dos horas y media en tren), Brasov es una de las ciudades más coquetas y concurridas de Rumania. En invierno le provee comida, diversión y alojamiento a los cientos de miles de esquiadores que llegan buscando precios bastante más accesibles que los de los centros de esquí de Francia o Suiza. Medieval, pulcra, elegante, rodeada de montañas, Brasov ofrece museos, bares, compras, parques y plazas: es el lugar perfecto para caminar y perderse, para fluir en el bonito ejercicio de hacer mucho sin en realidad hacer nada. El día cae con atardeceres épicos, que pueden disfrutarse en cualquier bar “paquete” del centro tomando una cerveza que no saldrá más de un euro o uno y medio.

Mauricio Bergstein —uno de los grandes cronistas de viajes de Uruguay— escribió alguna vez que, al final, todos los viajes son el mismo viaje. Las calles de Brasov que recuerdan a Cuzco: antigua, conservada, perfectamente enclavada en un valle; la llegada a Bucarest tan igual a algunas partes de la Costa de Oro en la Interbalnearia, con los puestos de leña al costado, los puentes bajos y los autos tuneados esperando a alguien en las banquinas; las carreteras rumanas veloces, serpenteantes y angostas que recuerdan a La Línea, la ruta que irrumpe en el corazón de los Andes para llegar al Eje Cafetero desde Bogotá.

Se va el viaje y queda una última parada: el Castillo de Peleș. Imponente, majestuoso, Pélesh (así lo llaman en Rumania) fue construido entre 1873 y 1914 para la familia real rumana. Además de un entorno de jardines de cuento de hadas, cuenta con avances tecnológicos inusuales para cualquier castillo de esa época, como la primera calefacción central de Europa y ascensores internos. En 1947 pasó a funcionar como museo. Hoy es el lugar más visitado de Rumania, y queda perfectamente enclavado en la mitad de la ruta entre Brasov y Bucarest.

La vuelta a casa

Siempre quedan ganas de ver más, pero en una semana al volante puede sacarse provecho de esta Rumania verde y curvilínea. Sábado y domingo en Bucarest; lunes, martes y miércoles recorriendo Transfagarasan y alguna otra ruta más improvisada; jueves y viernes el encanto de Brasov; sábado de cierre con el Castillo de Peleș y la vuelta a Bucarest. Quedaron pendientes Cluj, la gran ciudad universitaria; la culta y pintoresca Timisoara, una de las ciudades más importantes del occidente de Rumania y primera en Europa en tener iluminación pública (1884) o alguna de las playas más escondidas en los casi 250 kilómetros de costa sobre el mar Negro.

Lo menos placentero del viaje fueron las repetidas experiencias de flagrante mala onda de los locales, sobre todo en algunas zonas de Transilvania. El servicio en los hoteles y restaurantes de ruta deja bastante que desear. Los primeros días, frente a las primeras recepciones frías y hasta inquisidoras (las preguntas pueden llegar a molestar) tuvimos que preguntarnos si estábamos haciendo algo mal o agarramos al personal en un mal día. “Mucha gente es así”, nos dijo un compatriota que conoce bastante bien esta zona de Transilvania: “Un poco fría, un poco cerrada, bastante antipática, quizá por la mezcla del aislamiento con un pasado reciente que aún se hace sentir en el ambiente”. Los años de Ceaușescu marcaron a fuego a la hermosa y floreciente Rumania. La herida persiste fresca y dolorosa; pero a pesar de eso, vale la pena visitarla.

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