Lacalle Pou declara la emergencia sanitaria

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Un año de coronavirus: lo que aprendimos y las verdades que quedaron por el camino

El transcurso de la pandemia fue derribando mitos que asomaban en los primeros días
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13 de marzo de 2021 a las 05:00

El ceño fruncido de Luis Lacalle Pou ya decía suficiente. El mundo había cambiado de un día para el otro y en Uruguay cuatro casos de coronavirus acababan con la fantasía de quedar ajeno a todo. Ahora era el turno de escribir, sobre la marcha, las reglas de esa extraña realidad que se nos abalanzó un viernes 13 de marzo de 2020 y que nos forzarían a llamar “nueva normalidad”.

El SARS-CoV-2 –¿coronavirus? ¿nuevo coronavirus? ¿covid-19? ¿cómo había que nombrarlo?– contaminó desde cotonetes hasta el lenguaje. Pasamos a hablar de picos y curvas aplanadas; protocolizamos, encuarentenamos, meseteamos, hisopamos, nos encovichamos; la clandestinidad volvió a formar parte del léxico cotidiano pero ahora para describir fiestas adolescentes; y la palabra viral recobró el viejo sentido que en los últimos tiempos le habían arrebatado las redes sociales y el WhatsApp.

Pero entre tanta jerga y cambio de hábitos, este año que completamos inmersos en la emergencia sanitaria dejó por el camino varias afirmaciones que a priori se presentaban como verdades y que el tiempo se encargó de poner en su lugar

Tapabocas

Solo basta ver la foto de esa conferencia que dio Lacalle Pou en la noche del 13 de marzo de 2020, con más de una decena de jerarcas a sus espaldas y a rostro descubierto. Eran días en los que salir a comprar un tapabocas era poco menos que un acto “egoísta” que privaba de ese insumo al personal de la salud.

La Organización Mundial de la Salud (OMS) decía hasta fines de marzo que no se habían identificado “casos de transmisión aérea” y que por lo tanto no era necesario utilizar mascarilla. El Observador, por ejemplo, publicó una nota el lunes 30 de marzo en la que difundió esa recomendación del organismo, pero para el final de la semana distintos países e institutos científicos ya habían cambiado el criterio.

“¿Llevaremos todos tapabocas pronto?”, comenzaba, proféticamente, otra nota del 6 de abril, titulada Mascarilla sí: autoridades revisan su postura sobre el uso generalizado de tapabocas. 

Pocas semanas después, el gobierno uruguayo establecería la obligatoriedad del uso de barbijo en lugares como supermercados y transporte público. 

De la psicosis al relajamiento

Las horas posteriores a la confirmación de los primeros casos estuvieron marcadas por el pánico

Miles de uruguayos vaciaron las góndolas de supermercados y farmacias, que quedaron momentáneamente sin stock de artículos de primera necesidad y llevaron a que el presidente tuviera que aclarar por la noche que no era necesario –ni muy solidario– hacer acopio de alcohol en gel o papel higiénico. 

Psicosis en el supermercado

Más de un uruguayo habrá pasado esas primeras semanas –o meses– desinfectando bolsas del supermercado, paquetes de galletitas o frutas, ruedas de autos o bicicletas, suelas de zapatos y hasta encomiendas del exterior. Se decía por ese entonces –más bien, lo decía la OMS– que el virus podía permanecer varios días en algunas superficies, y pululaban en las redes animaciones de pestillos e interruptores infectados. 

Con el tiempo, varios estudios desestimaron esos miedos iniciales y concluyeron que la transmisión por medio de superficies era una posibilidad, pero muy menor en comparación a lo que se pensaba. 

De un mismo modo, el paso de los días enseñó que no era un crimen salir al parque a correr o caminar, que era recomendable tomar un poco de aire, y que los abuelos debían cuidarse pero no tenían por qué forrarse en nylon o papel film para darle un abrazo a sus nietos.

Fueron justamente los niños una de las poblaciones más damnificadas por los axiomas que el tiempo demoró en derribar. 

El coronavirus se diagnostica con test

Ya en los primeros días de la pandemia, un cable de la Agencia France Press (AFP), que citaba epidemiólogos y papers aún en proceso de revisión, señalaba que “los niños enferman poco, pero son vectores del coronavirus”. 

El titular se propagó en medios locales e internacionales, y la misma advertencia fue replicada durante semanas por científicos dentro y fuera de Uruguay. Esa afirmación, que según la nota de AFP explicaba “el cierre de las escuelas en varios países”, quedó sin embargo relativizada en estudios posteriores. 

El 21 de mayo, un mes después que el gobierno de Lacalle Pou diera un primer paso con la reapertura de las escuelas rurales y solo horas antes que se anunciara el progresivo regreso a la presencialidad en el resto del sistema educativo, los doctores Rafael Radi, Henry Cohen y Fernando Paganini dieron su primera conferencia como coordinadores del Grupo Asesor Científico Honorario (GACH) y describieron el daño que se estaba causando en los más chicos. 

“Los efectos positivos del cierre de escuelas son, por lo menos, discutibles, pero los efectos negativos son indiscutibles”, sentenció Cohen esa tarde, en la que los científicos también dejaron claro que los contagios más grandes se daban en espacios cerrados y con tiempos de exposición largos, y que no había hasta el momento ningún dato que respaldara la hipótesis de que la costumbre de compartir saliva al tomar mate nos hubiera preparado a los uruguayos para soportar mejor el nuevo virus. 

Por otra parte, aunque no hubo que esperar demasiado para que algunos líderes mundiales se abrazaran a la falsa oposición entre salud y economía, los números un año después confirman que el trade-off entre ambos finalmente no era tan lineal.

Lógicamente, en el panel de perillas en que se convirtió la pandemia, una restricción de la movilidad suponía una mayor facilidad para contener el virus, a costa de una menor actividad comercial. Pero al pasar raya, los países a los que les fue “menos peor” en materia económica no fueron los que dejaron morir más gente, sino los que registraron menos muertes, entre ellos Uruguay. 

El año que pasó desde el 13 de marzo nos dejó varias enseñanzas: que la pandemia no fue culpa de una empresaria de Carrasco; que comprar montañas de papel higiénico no prevenía el contagio –aunque los rollos se podían usar para hacer jueguitos y subirlos a Instagram durante la cuarentena–; que nos podíamos preocupar por el país de origen de una vacuna; que nos convenía desconfiar de pócimas mágicas que prometieran la cura contra el virus; nos enseñó a extrañar el vaho de una multitud en un espacio cerrado; a saludar con el puño –el codo con codo, a pesar de que Jorge Drexler hasta le compuso una canción, no tuvo larga vida– y, por sobre todo, a confiar en la ciencia, sin dejar de convivir también con sus desaciertos, correcciones e incertidumbres.

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