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11 de diciembre de 2020 a las 23:03

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Los violentos atracos perpetrados por una banda de adolescentes, que se dieron a conocer la semana pasada, son manifestaciones de comportamientos disfuncionales de una sociedad desintegrada, que cada vez causan menos asombro. Además de los múltiples factores coadyuvantes, sin duda, juega un papel esencial el fracaso categórico del sistema educativo.

Que cuatro o cinco muchachos en edad de estudiar se dediquen a delinquir deliberadamente, armados y a la vista de todos, nos habla de una vida al margen de la ley, una comunidad sin presente ni un futuro del que sentirse orgullosa.

Desde el retorno a la democracia, en 1985, gobiernos de diferentes partidos políticos, por una razón u otra, han fracasado en liderar una reforma exitosa de la educación.

El país ha invertido cifras millonarias en conocer la realidad de la educación. Desde la década de 1990, por lo menos, hay sobrados estudios que demuestran la bajísima calidad de la enseñanza, que las distintas administraciones no han sabido encauzar para concretar una reforma de la que mucho se habla en campaña electoral y muy poco se hace en el ejercicio del poder.

El gobierno de coalición de Luis Lacalle Pou debería incluir la reforma de la educación como un asunto central de la agenda pública del próximo año, un esfuerzo comparable al que está llevando adelante en la adecuación del sistema de seguridad social.

Un reciente análisis de Ceres, del mes de noviembre, abordó justamente la “reforma impostergable” de la educación, un aporte interesante para una discusión sincera del asunto.

En 2019, antes del coronavirus, la tasa de egreso ya era preocupante, advierte este centro de estudios de políticas públicas.

No es para menos, si solo 40% de los alumnos finalizaron la educación media, una tendencia que se refuerza en los sectores “más vulnerables” y en el camino hacia el bachillerato.

La permanencia en las aulas, dice Ceres, “está estrechamente vinculada” a un contenido educativo que “no es funcional” a las necesidades de los estudiantes, en particular de los que provienen de hogares de contexto crítico. Los alumnos abandonan el sistema porque no tienen expectativas de que el estudio signifique mejoras salariales en el futuro y que les vaya a aportar un valor significativo a su vida.

Es una conclusión alarmante porque significa que una porción no despreciable de jóvenes descree de la meritocracia para el ascenso social y del estudio como un camino de oportunidades.

A ello se suma, según los últimos datos disponibles de las evaluaciones de PISA, de 2018, que apenas 40% de los estudiantes alcanzaron niveles mínimos de suficiencia en áreas decisivas, como matemática, ciencias y comprensión lectora. Incluso los mejor calificados se ubicaron en promedio muy por debajo de sus pares de los países avanzados y del Sudeste Asiático.

Es un hallazgo demoledor –mucho más allá de la mejora de la productividad– que “alrededor de la mitad de los alumnos no está en condiciones de cumplir con tareas que requieren tomar decisiones complejas”.

Sin un cambio profundo en el sistema educativo, sin la edificación de un modelo que ofrezca un sentido de pertenencia, no solo se perjudicará el crecimiento económico y la pobreza, sino que tendremos más noticias de bandas criminales integradas por adolescentes, e infantes, incluso. 

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