Cuando el paisaje se vuelve perfume y sabor
En ciertos lugares de España, el aceite de oliva no es un producto: es un mojón que nos indica en qué parte del mundo estamos.
Es uno de los motores de la industria española y uno de los manjares que no falta en ninguna mesa. Llegó a España con los griegos y los fenicios, pero se consolido durante el imperio romano. El secreto de su estrellato.
En ciertos lugares de España, el aceite de oliva no es un producto: es un mojón que nos indica en qué parte del mundo estamos.
Basta con respirar profundo y sentir su aroma, abrir una alacena y verlo resplandeciente, mojar pan en un plato hondo o seguir con la vista las ondulaciones de los campos de Jaén o del Bajo Aragón para entender que aquí el oro no se extrae de la tierra, sino que cuelga maduro, del olivo.
El aceite de oliva, y en especial el virgen extra, el célebre AOVE, es la columna vertebral de la gastronomía española, pero también una herencia cultural, un recurso económico vital y una emoción compartida.
Y no es para menos, detrás de cada ¨lágrima¨ de oliva, hay siglos de historia y trabajo compartido.
Y vean si no. Un olivo puede vivir entre 300 y 600 años, pero algunos ejemplares pueden alcanzar hasta 2000 años o más. Su longevidad se debe a su resistencia y capacidad para adaptarse a diferentes condiciones climáticas.
Y aunque un olivo puede vivir muchos siglos, su productividad máxima suele alcanzarse entre los 35 y 150 años. ¡Casi nada!
Y es que no hay otro producto con tanta carga simbólica ni tanta presencia transversal en la vida española: de las cocinas humildes a los restaurantes con estrellas; de la misa al mercado; del desayuno al remedio casero.
Todo cabe en una gota de AOVE.
La relación entre la península ibérica y el aceite de oliva tiene más de 2.500 años.
Llegó de la mano de fenicios y griegos, pero fue con los romanos que Hispania se convirtió en uno de los grandes proveedores de oleum del Imperio.
Desde el puerto de Hispalis, sobre el río Guadalquivir en la actual Sevilla, partían ánforas con el sello “BAETICA” hacia Roma, mientras los mosaicos de Itálica mostraban, orgullosos, ramas de olivo como emblema de riqueza y prestigio.
Hoy, España no solo lidera la producción de aceite: también conserva la diversidad genética más amplia del mundo, con más de 260 variedades de aceituna catalogadas.
Las más conocidas - picual, arbequina, hojiblanca, cornicabra - tienen sus orígenes en regiones con denominaciones de origen protegidas como Priego de Córdoba, Les Garrigues o la Sierra de Segura.
En esos nombres resuena algo más que geografía: resuena identidad y tradición.
Y como todo lo que importa, el aceite tiene sus rituales: la recolección temprana al amanecer, la molienda en frío y el primer chorro verdoso que se recoge como lo que es, una reliquia.
La Fiesta del Primer Aceite, que se celebra entre finales de octubre y noviembre en Jaén, es casi una liturgia, común por otra parte a todas las fiestas españolas: hay música, hay pan recién horneado, hay sabor y aroma, mucho aroma.
El aceite de oliva no solo alimenta: también sostiene. La industria oleica exporta cada año más de 2.800 millones de euros. En el último año, la producción total alcanzó las 850.000 toneladas y no fue de las mejores.
Aunque Andalucía concentra el 80% del aceite español, regiones como Castilla-La Mancha, Extremadura, Aragón o Cataluña mantienen al sector como un actor fundamental para la agricultura sostenible y el equilibrio rural.
El consumo interno ronda los 8 litros per cápita anuales, aunque a decir verdad, se tiende a valorar más la calidad que la cantidad.
El AOVE, en especial el de recolección temprana, se ha convertido en un producto gourmet que ha triunfado en cuanto certámen internacional se ha hecho presente.
Hay cosas que van atadas al carácter más profundo de un país. Son la presencia y esencia de una nación.
¿Alguien puede imaginar Alemania sin cerveza, Japón sin sus pescados y los países rioplatenses sin sus barbacoas humeantes? Pues es imposible imaginar a España sin su fluido más famoso, el aceite de oliva.
Una gota sobre tomate y pan; un hilo verde sobre un pescado al horno; un aliño que transforma una ensalada; una base humilde que arranca el sofrito de cualquier guiso.
En el aceite está la voz de los antepasados y sigue siendo de presencia obligada en las recetas de los chefs más vanguardistas.
Y es que el AOVE no es sólo producto: es emoción. Su sabor depende del momento exacto de la recolección, de la altitud del olivar, del tipo de molienda
Hay aceites que huelen a higuera, a plantas de tomate o a almendra verde. Hay otros que pican, que rascan, y también los que acarician.
En platos tradicionales como el gazpacho, el salmorejo, la pipirrana, el bacalao al pil-pil o la pastelería incluso, el AOVE es protagonista. Pero también lo es en nuevas recetas donde actúa como grasa noble, conservante natural o potenciador de aromas.
No hay cocina que no se eleve con un buen aceite de oliva virgen extra.
Dicen que los olivos susurran. Que si uno se sienta al pie de uno de ellos, con el tiempo y el silencio suficiente, puede escuchar lo que han visto durante siglos de vida.
Nos contarán historias de guerra, de amor, de cosechas abundantes o de años de sequía. Un olivo no se planta: se hereda. Y en esa herencia, el aceite es memoria e historia líquida en estado natural.
Quizás por eso, el aceite de oliva nos conmueve más allá del sabor.
No es solo un alimento. Es relato, paisaje, raíz y símbolo.
Por eso, cuando tenemos en tus manos un buen pan recién horneado, una anchoa cantábrica en salazón y un cuenco con AOVE, no estamos por comer solo un manjar, estamos en uno de esos momentos en que la gastronomía se impregna de poesía.
Relájate, y siente en tu paladar ese texto único e irrepetible. ¡A por ello!