Sería aventurado e injusto suponer que las sesenta mil personas que llenaban el estadio Monumental el sábado son delincuentes delirantes, desenfrenados y cobardes que atacan con pedreas salvajes a sus rivales, como no lo son los millones de hinchas decepcionados que se disponían a seguir por radio o TV el partido más apasionante en la historia del fútbol argentino.
Tal suposición simplista es, empero, funcional y esencial al anonimato de la mafia futbolística. Afirmar que “el argentino es así’ es el formato que más conviene a la impunidad y que más aleja de la búsqueda y sanción de los responsables, y consecuentemente de cualquier solución. Esa generalización ha sido cuidadosamente fomentada por el sistema corrupto sobre el que reinara Julio Grondona que transformó a los clubes en piñatas virtuales que golpean con avaricia los afortunados elegidos como dirigentes.
Los barras son esenciales al fanatismo, que no sólo oculta el saqueo a los clubes, sino que impide notar lo pobre del fútbol local y lo poco que ofrece como espectáculo y entretenimiento. Por eso la oposición encarnizada a la figura de la sociedad anónima, que tiene mucho que ver con la calidad y seguridad de los espectáculos deportivos europeos y americanos. Resalta la obviedad: los dirigentes se oponen a la privatización y al control que conlleva ese tipo de entidades. Arguyen la pasión, que supuestamente es incompatible con un formato de negocio. Salvo que el negocio lo hagan ellos.
En esa epopeya, la justicia propia, en este caso la Conmebol, ha desplazado a la justicia regular, que ni siquiera puede ejercer su acción ineficaz y sospechada, sino que es reemplazada por un ente supranacional y suprasocial que rige desde el infinito toda la cosa futbolística, o la cosa nostra, como tan bien lo puso en evidencia el FBI, gracias al resentimiento americano al ser despojado en su intento de ser sede del Mundial. Aquel empate en 38 votos en la elección de presidente de la AFA, donde votaban 75 miembros, no fue sólo una trampa grosera. Fue un escupitajo en la cara de los hinchas y de la sociedad toda. Pero resume implacablemente el cuadro de situación. Una grieta de hinchismo y fanatismo azuzada con los barrabravas, con connivencia judicial, policial, periodística y política para tapar la corrupción rampante y el pésimo fútbol resultante. Mauricio Macri, que supo ser exitoso como presidente de Boca, pudo aislarse del flagelo, pero como presidente de la Nación parece obcecado en enredarse y enlodarse con la mugre futbolera. Aunque no tanto como lo hizo la viuda de Kirchner –ignorante futbolística, entre otras ignorancias- que estatizó la corrupción del balompié con su Fútbol para todos, un robo a mano armada, bajo el lema “nos secuestran los goles”.
En esa epopeya, la justicia propia, en este caso la Conmebol, ha desplazado a la justicia regular, que ni siquiera puede ejercer su acción ineficaz y sospechada, sino que es reemplazada por un ente supranacional y suprasocial que rige desde el infinito toda la cosa futbolística, o la cosa nostra, como tan bien lo puso en evidencia el FBI, gracias al resentimiento americano al ser despojado en su intento de ser sede del Mundial.
El lector se preguntará a esta altura por qué la columna, dedicada en general a otros tópicos, se explaya sobre un tema grave pero relativamente menor. Adivinó. Porque el triste sainete del sábado es una imágen, un espejo de la realidad sociopolítica de Argentina. Un país sometido y resignado a la corrupción. Que siempre se atribuye sólo a la fuerza rival, que siempre amenaza con destaparse o sancionarse, pero nunca se destapa ni se sanciona, salvo cosméticamente. Donde la pelota va de la policía al Congreso, del Congreso a la Justicia, de la Justicia a los votantes, pero no para hacer goles, sino para que nunca llegue a ningún destino, para que se empate siempre en 38 votos cuando el total de votantes es 75.
Coptado, mareado por las grietas inventadas o exageradas -que sólo son ciertas a nivel de la percepción popular, no en el Olimpo de los partidos políticos ni en sus internas ni en sus negocios multipartidarios– el ciudadano se insulta y descalifica con otros ciudadanos en modo Twitter, justifica cualquier despropósito en nombre del hinchismo o el fanatismo político, cree que la democracia es un sistema de toma de poder absoluto y destrucción del enemigo, sin comprender que está frente a un show montado para adormecerlo, donde Los Corleone brindan en secreto con Los Soprano.
Los barrabrava de esa tragicomedia son los piqueteros, los manifestantes que transforman cualquier reclamo o reivindicación en una intifada subversiva y disolvente, los sindicatos que hacen huelgas y paros en nombre de sus derechos que no tienen o de la defensa de la comunidad a la que desangran, los aborígenes foráneos que se disfrazan de indios, en una trágica comparsa de barrio. Con algunas constantes. La policía que siempre comete los errores u omisiones que hacen posible el caos, o que está paralizada por el discurso de la tolerancia progresista que odia los uniformes. La justicia que no los sanciona. El abolicionismo de jueces y legisladores, además del oportunismo político de cada uno. Y organismos supranacionales desacreditados que juzgan despiadadamente a los pocos sensatos que pretenden reestablecer el orden social perdido.
El mismo aparato intelectual de pensadores y periodistas que se apresura a descalificar este tipo de análisis como antidemocrático, o que defiende la santidad de los partidos y del sistema legal monopólico que los protege, es la que previamente se ha ocupado de torpedear ese orden social, de formar individuos sin temor ni respeto por la ley, por la propiedad, por los bienes ajenos y por la vida.
En esa antiprédica, siempre hay un facción política buena y una mala, en la percepción inducida orwelliana. El Lava Jato, que nunca se corporizó en Argentina, mostró que para la piñata, los partidos suelen tener una política de estado.
Argentina no es un pais de barrabravas, para responder la pregunta del título. Pero cada vez con más frecuencia parece estar secuestrado y conducido por ellos.