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Algo completamente diferente

El medio siglo del primer capítulo de El circo volador de los Monty Python, el insólito show televisivo inglés que revolucionó el mundo del humor
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22 de septiembre de 2019 a las 05:00

En medio de una época convulsionada y a la vez irreverente como el final de la década de 1960, la aparición hace exactamente cincuenta años de un grupo de humoristas ingleses en televisión parecería algo “natural”. Un mes antes, en agosto de 1969, un grupo de jóvenes había organizado el mayor recital de rock de la historia en una granja cercana al poblado de Woodstock, en el estado de Nueva York, en tres días de amor, paz, música, drogas y la esperanza de un mundo distinto. Apenas unos días antes, a finales de julio, un par de astronautas de los Estados Unidos había puesto su huella, para siempre, en el único satélite natural de la Tierra. El planeta y el espacio recibían los sacudones simbólicos de fuertes mensajes a través del cubo que había tomado el trono de la humanidad: la televisión.

El mundo vivía una revolución social y en Inglaterra, mediante el impulso de varios comediantes (retroalimentados del desfachatado espíritu de Los Beatles), los discursos televisivos viraban de una forma dramáticamente nueva. Varios actores y guionistas entendieron que el estúpido cubo mágico poseía una potencial casi infinito, y que existían diversas maneras de explorar esos gigantescos territorios vírgenes que el humor aún no había roturado. 

En la duramente clasista sociedad británica, dividida en rigurosos estamentos y dominada por una clase alta política y social, los cuatro muchachitos de Liverpool habían dejado su marca en el inicio del resquebrajamiento semiótico, a base de desfachatez, frescura, drogas alucinógenas y, por supuesto, excelentes melodías. Pero esa desfachatez abrevaba en largas tradiciones del teatro de humor inglés, que a principios de los sesenta tenía a Peter Sellers, Dudley Moore, David Frost y una larga estela de nombres menos conocidos para nosotros, que revitalizó la ironía, puso dardos en temas polémicos, se animó a burlarse del poder, de las costumbres sociales más arraigadas, y buscó jugar con la complicidad del público del otro lado de las pantallas. 

Y fue desde la clase universitaria de Oxford y Cambridge, aburrida y culta, de donde provinieron los integrantes del grupo que setiembre de 1969 comenzaría a cambiar las reglas y los estándares del humor masivo en el mundo occidental: el sexteto de los Monty Python.

Compuesto por John Cleese, Graham Chapman, Michael Palin, Terry Jones, Eric Idle y la participación en los guiones del futuro cineasta Terry Gilliam, los seis integrantes de Monty Python habían realizado algunos shows previos en los que se atisbaba una veta delirante, una explosión del ridículo y la libre asociación, la crítica retorcida a los engranajes del sistema y sobre todo un regusto por el surrealismo más demente. La perspicaz cadena pública BBC vio el talento de los seis jóvenes y los contrató para un nuevo show: el Monty Python’s Flying Circus

El primer capítulo sirve de muestra. Se titula Wither Canada (“Canadá marchito, aunque no hay ni una sola referencia al país de Norteamérica). Después de los títulos, comienza una sucesión de sketches intercalados en el delirio: un hombre que sale del agua con la ropa en jirones y muere al llegar a una orilla arenosa. Corte a un hombre que se sienta en una silla y al hacerlo, el se escucha el grito agudo de un cerdo. Una mano tacha un cerdo en un pizarrón. La pantalla cambia a una placa que dice: “¡Es Wolfang Amadeus Mozart!”, y vemos a Cleese disfrazado del compositor austríaco, que habla en una inglés claramente alemanizado y presenta una competencia de “muertes famosas”. Aparece Gengis Khan en una tienda, y cae ante el ruido de un disparo. Enseguida, un grupo de jueces vestidos con trajes formales otorga la puntuación de la “muerte”. El corte devuelve la imagen al piso del show, donde un muchacho anota la puntuación en una tabla de muertos famosos, integrada por el rey Ricardo III, Juana de Arco y Marat, entre otros. 

Luego, se presenta en un salón un profesor de italiano que pretende enseñar el idioma a un grupo de… italianos. Los Monty aparecen más tarde en (lo que luego serán) sus clásicos disfraces de viejitas inglesas, cándidas y protestonas, discutiendo el valor de una marca de manteca, un periodista pretende entrevistar a un cineasta sin poder realizarle siquiera la primera pregunta, una carrera de renombrados ciclistas pintores, y el capítulo culmina con un sketch que se haría famoso: “La broma asesina”, un chiste desconocido que mataba de risa a quien lo escuchara. Basta con volver al capítulo. Medio siglo después podemos preguntarnos si el humor en televisión avanzó, o todavía seguimos tras los pasos de aquellos seis genios. 

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