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Bailando vengo, bailando soy: danzas de América del Sur

La mixtura de antiguas tradiciones dio vida en nuestro continente a un sincretismo religioso, musical, gastronómico, arquitectónico e idiomático parecido nada más que a sí mismo. Raíces africanas, europeas y de pueblos precolombinos se plasman hoy en fiestas, celebraciones y rituales con un denominador en común: el baile. La tierra mestiza, que también se expresa danzando
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01 de enero de 2016 a las 05:00

Por Pablo Donadio

El crujido de hojas secas irrumpe en la leve fritura del documental. El plano picado acompaña unos pies descalzos y curtidos, hasta que la imagen se detiene. La cámara asciende lentamente y muestra un sacerdote de piel cobriza repleto de plumas y collares. El hombre sostiene un puñado de brotes de coca, que va soltando sobre un niño pálido del susto, mientras entona cánticos indescifrables y zapatea. En su altar hay una virgen morena, crucifijos y lo que fue una gallina. Es un bautismo en el centro de la Amazonia peruana, una celebración de la religiosidad popular a la que una veintena de indios asiste en ronda, sabiéndose filmados. La Cruz del Sur (Patricio Guzmán, 1992, Quasar Films y TVE), acaso la más completa película sobre el sincretismo religioso en América, es apenas un botón de muestra de una región mestiza hasta los huesos, donde la danza es una de las formas culturales de legitimarse, de ser.

Desde adentro

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A diferencia de lo que sucede con una pintura impresionista, la realidad del continente se percibe de cerca, vivenciando los momentos, no tomando distancia. Si en el filme de Guzmán el hilo conductor es la religiosidad popular y la fusión de los mitos precolombinos hasta la llegada del hombre blanco, otro territorio también sagrado donde millones buscan refugio se configura en la danza. "Eu posso falar mil palavras, mas a energia do carnaval se vive dançando. É a expressão original dos corpos", dice la carioca Viviana Araujo. Esa manifestación de los cuerpos (en gran parte animal) de la que habla la bailarina lleva para muchos historiadores la mística de las raíces africanas que llegaron al continente a fuerza de hierro, y en menor medida de tradiciones europeas y pueblos precolombinos. De esa ancestral necesidad de expresión, surgieron formas folclóricas que, como la religión, han ido mutando hacia nuevos estilos, usos y costumbres. En todos ellos, sin embargo, coexisten piezas indisolubles: la seducción, el goce y la incontenible matriz liberadora.

Tango, huella, merengue, chacarera, sanjuanito, cumbia, polca, marinera, candomblé, salsa, cachimbo, carnavalito, pericón, joropo, gato, capoeira... La lista es infinita y cada nombre lleva consigo un paisaje, una vestimenta, una singularidad que a la vez es parte de un todo mayor. "Cuando se repasa la infancia, uno se da cuenta de que las reuniones familiares, el mate y la guitarreada han sido pretextos para estar con el otro. Todo eso nos ha marcado en la vida. Y así ha crecido naturalmente la pasión por el baile, la necesidad de tocar y bailar una chacarera, el alimento del alma para un santiagueño. Recuerdo imágenes de mi esposa con mis hijos, bailando en la cocina bien temprano. Después los changos se escapaban por la ventana a jugar al fútbol, y cuando volvían estudiaban un rato y bailaban un tramo más con ella y cantaban conmigo. Todo era un juego inocente, pero formativo", recuerda Horacio Banegas, un emblema del folclore argentino. Del monte santiagueño al Louvre parisino, y de los patios de tierra a teatros célebres de Nueva York, Tokio o Bagdad, otra voz autorizada es el bailarín Juan Saavedra, integrante de una familia que resignificó el zapateo y la danza del norte argentino. "La emoción me une con la danza. Sin ella, mi hermano, las fiestas son grises. Pero cuando escuchas una chacarera es como si la sangre se encendiese, y esa energía te pide bailar. Lo ves en los abuelos y en changuitos, porque es como nuestra savia", afirma el "bailarín de los montes", que compartió escenario con artistas como Maximiliano Guerra y el Ballet del Mercosur, y viajó por el mundo con el Cirque du Soleil, cuando creó el número de boleadoras que la compañía aún hoy realiza. "De África me ha asombrado la vitalidad y el apego a la tierra, a las creencias que llevan dentro. Y de la India las bailarinas del mudra, que a sus movimientos suman onomatopeyas respondidas con zapateos de una belleza inexplicable. Esos ojos, esos gestos, me han contado historias. Luego de tanto viaje he regresado y visto a algunos zapateadores de nuestro continente que me han hecho llorar. Ahí he entendido todo: de ese mundo extenso y maravilloso hemos heredado cosas". Como afirma Saavedra, América del Sur sigue siendo un hervidero infinito de ritmos y estilos, y su masa humana continúa moviéndose, adaptándose, evolucionando. Basta pensar lo que decía Eduardo Galeano sobre el tango, este ritmo nacido del reino del cuchillo y la tristeza. Ese origen hostil, sin embargo, le interesaba al escritor para elevar la naturaleza de una danza que parecía, en su catarsis, la salvación de la tristeza. El tango profundizó la relación emocional de las personas a través del propio cuerpo: tuvo un abrazo que implicó cercanía, y en ella el diálogo profundo entre los cuerpos. Música y baile han pasado del plano lineal de Julio Sosa o Carlos Gardel, al fuelle insurrecto de Astor Piazzolla y, de allí, a los tiempos de Bajofondo Tango Club (unión de tango y milonga con electrónica y candombe) o Escalandrum (la rama más jazzera del género), y no por ello ha dejado de llamarse tango, de ser esa catarsis que Galeano mencionaba. "Es que mi tango ocurre hoy, aquí, ahora", como bien decía Rubén Juárez.

A bailar

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En la costa del Caribe colombiano no solo se baila cumbia. A una hora de Cartagena, entre montañas y ciénagas, un lugar sigue intacto como hace siglos, guiándose por costumbres, tradiciones y ritos africanos. Sus habitantes prefieren llamar a la comunidad San Basilio de Palenque y no Palenque de San Basilio, argumentando que el pueblo no es del santo sino el santo del pueblo. Famoso por sus palenqueras (mujeres de piel oscura y vestidos multicolores que menean sus caderas balanceando en la cabeza palanganas llenas de frutas), es considerado el primer pueblo de esclavos libres de la región, una suerte de república independiente de África en pleno país cafetero. Allá viven los músicos del Sexteto Tabalá, descendientes directos del continente negro. "El son ya se acabó en el mundo entero, aunque dicen que queda en Cuba. Pero el único que toca el son antiguo, con los instrumentos originales, es el Sexteto Tabalá", asegura Rafael Cassiani Cassiani, líder de la agrupación. Esos fuegos ancestrales que don Rafael menciona se conjugaron no muy lejos de allí para dar vida también a la zamacueca peruana, tomada a su vez por la zamba argentina y la cueca chilena tradicional. Ciudad y puerto fueron protagonistas centrales en ese sentido, y forjadores de algún modo del tango y también de la cueca brava chilena. "No se trata solo de una colección de bailes de museo para ser recordados en las fiestas patrias: existe una revitalización de las danzas y su música, insertas en la modernidad y transformadas por la globalización", explica la periodista mendocina Malena Higashi en su investigación sobre danzas del continente. Así, por ejemplo, la capoeira en Brasil, el tinku en Bolivia y la cueca en Chile son mucho más que meros movimientos corográficos. En su relato corporal se traslucen luchas populares y búsquedas de sentido bajo un ritmo permitido por los entonces opresores. Higashi cita a Daniel Muñoz, actor chileno y cantante del grupo cuequero 3×7 Veintiuno, para confirmar la idea: "Esta danza interpreta al roto chileno y es reflejo de su guerra constante contra las injusticias". La búsqueda de libertad se percibe también al bailar la cumbia colombiana. Aunque este país tiene innumerables ritmos, su cumbia (originaria del afrocaribe) es representativa del gran conjunto de la sociedad, y algunos movimientos contemporáneos han derivado en una corriente que hoy se llama neocumbia, agitada con sonidos de electrónica, drum and bass, dub, reggae y "lo que usted quiera, brother", según dice Dj Timbe, uno de los artífices más activos de esta expresión. Su baile, por supuesto, ha sufrido iguales vaivenes.

A la hora del coqueteo, hay danzas que pican en punta. La zamba argentina es una de ellas, y el sanjuanito, su equivalente ecuatoriano. En la primera, el pañuelo es la herramienta clave para la conquista, y la mirada entre el hombre y la mujer, un solo suspiro. En el segundo el ritmo se acelera como en el carnavalito, pero a diferencia de este "la galantería y el correteo no son para nada un juego, todo lo contrario: si se baila se quiere en serio", agrega Douglas Toscano, guía del colegio La Salle de Quito. Otras danzas tradicionales se resisten más al cambio. Un buen ejemplo es el pericón, compartido por Argentina y Uruguay, o la danza de las tijeras, Patrimonio Cultural de Perú desde 1995. Ese mismo país celebra cada enero en la ciudad de Trujillo el Festival Nacional de la Marinera, donde más de 300 parejas y miles de personas, colman el colosal estadio levantado solo para tal fin. "La marinera se entrena a diario en las casas, y cuando la bailas te enamoras... Es una de las danzas más bellas, después de la chacarera, claro", replica Saavedra, tirando siempre para el pago.

Cuando la vida es carnaval

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El baile no solo es danza, y bien lo saben murguistas y carnavaleros. Preparar el atuendo, el maquillaje y las carrozas para la ocasión suele ser tan importante como el momento del desfile. Cientos de agrupaciones uruguayas y argentinas hacen escuela en ese sentido. Factor común del continente, el carnaval se ha situado a ambas faldas del río Uruguay "en las fronteras entre el arte y la vida", como bien señalaba Mijaíl Bajtín. Para el teórico y filósofo del lenguaje ruso, su celebración desde tiempos remotos era parte del acontecer cotidiano, exacerbada "con los elementos característicos del juego, pues así ignora toda distinción entre actores y espectadores", decía. Y agregaba: "También ignora la escena, incluso en su forma embrionaria, ya que una escena destruiría el carnaval". Su importancia radicaba desde sus inicios en el contacto y las relaciones humanas permitidas, con la ruptura de estructuras jerárquicas de esas propias sociedades. Así el carnaval tendría una doble lectura: alejaría la noción de clases y extractos sociales con una especie de igualación de derechos ejecutables en el contexto de su celebración; pero no sería un cambio ni sustancial ni permanente, sino apenas un impasse a las relaciones de fuerza de toda sociedad. Dicho de manera brutal, sería un "piedra libre" para que la cortesana soltara la chancleta con algún plebeyo, o para que el pueblo brindara por un rato en la mesa de los reyes. Pero, como ocurre con la religión, algunos pueblos se han apropiado de modo auténtico de aquel viejo drenaje surgido en el medioevo, cuando Momo, dios de la burla y la locura en la mitología griega, divertía a los dioses del Olimpo con agudas críticas y mímicas grotescas. Parodistas, murgas, humoristas, revistas y lubolos; los carros alegóricos, cabezudos y las reinas dan fe de esa pertenencia uruguaya solo viendo niños y adultos desfilar, o vibrar con el latido de tambores en llamadas y comparsas. Como el triunfo del Maracaná, el carnaval es una huella digital de la identidad cultural uruguaya, y el transe que se vive en su danza, la forma de sublimar todo aquello.

Al otro lado del charco, el litoral argentino lleva rasgos de esa piel. Corrientes y Misiones, pero sobre todo Entre Ríos viven también como un reto cada verano. En Concordia, Gualeguay, Concepción del Uruguay y en particular Gualeguaychú (y su corsódromo para 35 mil espectadores), la cosa va en serio. "Es una rueda indetenible, porque al otro día del desfile ya se comienza a pensar en la presentación del año siguiente", dice Karime Assi, una joven carrocera entrerriana del movimiento estudiantil que acaba de cumplir 19 años. Esa fiesta de música, colores y comparsas se completa con el otro elemento sustancial: "Si no se baila, no hay carnaval", dice. Regidos por la competencia entre comparsas, la fastuosidad de los carroceros y la sensualidad de las bailarinas, estos carnavales se diferencian enormemente de los del noroeste argentino, centrados en los entierros y desentierros del diablo, garante y álter ego de buenas y malas cosechas. Allí hay que embeberse en la chicha de maní, y bañarse en harina y albahaca, para que el diablito carnavalero no reconozca a nadie. Es, sin duda, un triunfo de los pueblos originarios el ligar su presencia a los tiempos de la tierra, y sus danzas, generalmente recitadas en quechua y con las cañas del siku, bailadas en ronda. En Buenos Aires, el carnaval comenzó a celebrarse en el 1600, mixturando el legado español con el candombe de los esclavos negros. Iniciado en casas particulares, se trasladó a los clubes barriales y posteriormente se instalaron los corsos callejeros, hasta que en 1900 se mezcló con las murgas, sumando características más grotescas y picarescas. Desde ese entonces, y sin tanta espiritualidad aparente, la práctica invita a divertirse, jugar con agua y espuma, y, claro, bailar.

¿Será entonces que en el cuerpo baila el alma? Y si es así, ¿bailan en ella las de quienes habitan nuestra sangre? Vale pensar entonces en la danza como tiempo ritual, tendiendo un puente invisible entre culturas y generaciones. Sudamérica baila entonces la vida de su pueblo, en el borde de la pena o del éxtasis, del desafío y del deseo, entre sus historias y sus dioses. Baila, baila para ser.


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