Los Fulanis fueron originariamente un pueblo nómade, el mayor de este tipo en toda África. Su origen no es preciso, incluso se cree que provienen de regiones desérticas de Asia Menor o incluso del Cáucaso. Se asientan en distintos lugares del Sahel, una franja árida que está al sur del desierto del Sahara y al norte de la sabana sudanesa, aunque esa formación geográfica se extiende desde el Atlántico hasta el mar Rojo.
Junto a la etnia Hausa constituyen cerca de 40 millones de personas cuya vida está siempre al límite de no acceder al agua potable y soporta calores extremos en los veranos. Si bien provienen de religiones animistas africanas, los Fulanis, en su grandísima mayoría, profesan la religión musulmana.
Por su característica de ser generaciones de nómades y no haber encontrado apoyos ni de las naciones donde viven ni de los organismos internacionales, los Fulanis están dispersos en una docena de países: Senegal, Malí, Guinea, Guinea Conakry, Camerún, Níger, Burkina Faso, Guinea-Bisáu, Benín y, en número menor, en Ghana, Mauritania, Sierra Leona, Togo y Chad.
Esta etnia se caracteriza por conformarse de mujeres y hombres espigados, delgados, de ojos almendrados y pelo fino, no enrulado como la mayoría de las comunidades que habitan esos países.
Se plantearon muchas hipótesis acerca del origen de esta etnia. Debido a las citadas características físicas, además de las manifestaciones artísticas, se trata de un pueblo eminentemente mestizo. Muchos teorizan que los Fulani proceden de fuera del continente africano.
A las condiciones climáticas extremas, los riesgos de vida de esta comunidad nómade de miles de pequeñas tribus que se desplazan de acuerdo a la posibilidad de conseguir agua, se suman los ataques de militares que, al perseguir a grupos yihadistas, también incluyen a los Fulanis, que son musulmanes.
En marzo pasado, un centenar de soldados y voluntarios civiles encapuchados entraron en el pueblo de Toessin-Foulbè, en Burkina Faso, y ejecutaron a 21 personas por supuesta complicidad con los yihadistas que operan en la región. Casi todos eran de la etnia peul: Fulanis.
Desde 2015, la presencia de grupos radicales musulmanes que chocan con fuerzas militares agregó a la vida de los Fulanis un escenario de terror y, literalmente, de sed. La necesidad de trasladarse con sus cabras –la fuente de alimentación y escaso comercio– los hace chocar también con los agricultores de subsistencia ya que sus animales suelen pastar en sus cultivos cuando no encuentran un valle o un oasis donde proveerse de agua y pasto.
Es en este contexto que los Fulanis de la región senegalesa de Matam deben transcurrir su vida. Matam es considerada actualmente una de las zonas más calurosas del planeta. Y cada vez tiene menos agua accesible para estos nómadas. Al norte limita con el río Senegal y tiene frontera con Mauritania.
El calentamiento global por la emisión de gases de efecto invernadero de los países centrales hace que comunidades que viven en zonas de la periferia resulten las más perjudicadas. Y los Fulanis no cuentan con recursos destinados por los estados que contaminan el planeta.
Un reciente reportaje del diario español El País ilustra con entrevistas a pobladores Fulanis la vida que llevan. Khadijatou Mody Saar se levanta cada mañana sin saber si podrá alimentar a sus hijos. “Si no comen nada, les digo que no estén mucho al sol del mediodía porque no es bueno con el estómago vacío”, dijo al cronista de El País.
Aunque este verano tuvo más lluvias, la zona senegalesa donde vive esta comunidad dejó, en 2022, secos los pocos vertederos de agua donde llevan sus cabras y se proveen ellos mismos. Donde antes hubo ríos, ahora quedan hilos de agua. Donde hubo oasis ahora hay arena y tierra reseca.
La malnutrición infantil aguda que viven los Fulanis en Matam está por encima del umbral de alerta del 15% establecida por Unicef, el órgano de Naciones Unidas para las Infancias. Y se agudiza a medida que avanza el desierto y descienden los niveles de lluvias.
Entre los pocos programas de ayuda, esas comunidades cuentan con el proyecto Yellitaaré. Se trata de una iniciativa fondeada con recursos europeos gestionados por España y Senegal.
Yellitaaré significa en lengua pulaar “desarrollo desde la comunidad”. Este proyecto está asociado al Plan Senegal Emergente (PSE) destinado a sostener la vulnerabilidad de estas comunidades nómades. Abarca a unas 230.000 personas de los departamentos de Podor, Ranérou, Matam y Kanel de Senegal.
Aly Oury es un pueblo de 5.000 habitantes a 39 kilómetros de Matam, cercano al río Senegal. Allí una familia de la comunidad Fulani cuenta con media hectárea donde puede plantar hortalizas. Recibieron las semillas y el abono, pero para regar el terreno recibieron un préstamo, conseguido con tres cabras donadas por el proyecto Yellitaaré como garantía.
Con eso se sostiene una temporada una familia compuesta por un matrimonio y sus siete hijos. Esa media hectárea debe dar nutrición a la familia y a las tres cabras. Esa familia tiene tres niñas en edad escolar que deben recorrer a diario cuatro kilómetros a pie y con el sol a pique.
Otras familias están instaladas, también por períodos, cerca de quienes poseen las tres cabras. Un anciano de la comunidad, Alassane Diallo, advierte que, si las sequías siguen avanzando, deberán recurrir a agua de las napas. Y eso significa instalar un motor, conseguir combustible para poder acceder a un caudal de agua que está a no menos de 200 metros bajo el nivel del suelo.
“El año pasado apenas llovió y eso arruinó la cosecha de mijo. ¿Qué puedo hacer para tener algún ingreso?”, se queja Alassane Mamadou quien nunca escuchó hablar del cambio climático. “Antes sobrevivías sin un oficio, bastaba con plantar, esperar la lluvia y recoger. Ahora no, sólo Dios sabe por qué. A Él le pido que mis hijos puedan encontrar su camino y que no tengan la misma vida que yo”, dice.