De David Bowie a La vida de los otros: historias que se aferraron al muro de Berlín para siempre

Se cumplen 30 años de la caída del muro de Berlín, un símbolo de la polarización del mundo sobre el que el arte pintó varias historias en canciones, libros y películas

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09 de noviembre de 2019 a las 05:04

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Berlín. 1977. Verano. El cielo está gris y Alemania también. David Bowie mira por la ventana de los Hansa Studio y una torreta de vigilancia le devuelve el gesto. Se prende un cigarro detrás del cristal y mientras se toma un descanso de la grabación del disco, siente la necesidad de unos gramos, de un golpe de inspiración instantánea. Pero está en proceso de desintoxicación, así que no, no hay nada de eso para él. En su lugar se sirve un vaso de whisky con hielo. Y vuelve a mirar para afuera. Ahí, en la calle, una porción del muro le aguanta la mirada, expectante. Y durante un rato no sucede nada, pero de golpe dos extraños aparecen y rompen la calma de la tarde. Son dos figuras entreveradas en una especie de abrazo furioso, dos amantes que se trenzan en un raro beso apasionado. Las figuras se enroscan, se refriegan contra los ladrillos que dividen a oriente de occidente, se funden, se esconden bajo la sombra del telón de acero. 
Bowie se queda un rato observando a esos amantes. Al hombre lo conoce; a la mujer también. Posteriormente revelará sus identidades, construirá con ellos el mito de la canción, pero antes se pone a escribir. Y así surgen los versos. Esos versos. 

I can remember
Standing, by the wall
And the guns, shot above our heads
And we kissed, as though nothing could fall
And the shame, was on the other side
Oh, we can beat them, forever and ever
Then we could be heroes, just for one day.

Diez años después, en 1987, se para en un escenario armado a pocos metros del edificio del Reichstag y da uno de sus conciertos más recordados. Cuando el riff de Heroes sobrevuela la masa de gente que canta con él, algo pasa. Y cuando alcanza esas notas agudas que raspan sus cuerdas vocales, cuando repasa las palabras que nacieron al pie del muro una década atrás, ese algo se amplifica. Los mismos que repiten aquella anécdota sobre la creación del icónico tema, repetirán luego la sensación que tuvieron en el recital: que ese día, esa noche más bien, el muro empezó a caer.

En realidad, el muro de Berlín caería dos años más tarde. El 9 de noviembre de 1989, para ser exactos. O sea este sábado, pero hace 30 años. El hecho en sí es mucho más político y social que otra cosa, pero también tuvo un enorme peso cultural. Fue un eje gravitacional que atrajo las mentes de varias generaciones y las encadenó a su historia, transversal a las últimas décadas del siglo XX. Durante años, el muro fue un símbolo que cineastas, poetas, músicos y artistas tomaron para proyectar sus obras, para hablar del sufrimiento o la alegría de una sociedad que, partida al medio, seguía viviendo un día a la vez. El ejemplo de Bowie es solo uno de tantos, quizá un poco más preponderante por el peso que algunos le dan a su interpretación de Heroes en 1987, pero aún así es solo un pequeño martillazo en una demolición que requirió la fuerza de muchos.

Heroes, de todas formas, no fue la única canción que ofició de banda sonora para la caída. Wind of change, de la banda alemana Scorpions, fue otro de los grandes himnos que se escucharon cuando los ladrillos de esa cicatriz caían. Aunque la canción fue compuesta un mes antes y tiene como influencia principal la “energía reunificadora” que la banda sintió del otro lado de la cortina, en Moscú, fue el colofón musical perfecto que introdujo en Europa los definitivos vientos de cambio. 

Ángeles y espías

Como símbolo máximo de la Guerra Fría, el muro de Berlín estuvo presente en el cine desde bien temprano en la segunda mitad del siglo. Ya El espía que vino del frío (1965), de Martin Ritt, plasmaba en celuloide lo que el novelista especializado en historias de espías John le Carré había imaginado en su exitoso libro homónimo: una infiltración en la Alemania roja, una cortina de humo y un Richard Burton de antología entre el blanco y negro berlinés. Pero incluso antes, en 1961, Billy Wilder ya se había animado a filmar la comedia Un, dos, tres, una historia de enredos en medio de la bipolarización europea.

Más tarde vendría Cortina rasgada (1966), de Hitchcock, Funeral en Berlín (1966), de Guy Hamilton y con Michael Caine, y veinte años más tarde, en 1987, el que quizá sea uno de los retratos más poéticos, bellos y recordados de aquella ciudad fraccionada: Alas del deseo, la película que convirtió en ángel a Bruno Ganz y que supuso un nuevo éxito para el por entonces ya reconocido realizador alemán Wim Wenders. Con el guion del reciente ganador del Nobel de literatura Peter Handke, Alas del deseo sigue la existencia de dos ángeles que, sobre el cielo de Berlín, se dedican a velar por ciertos individuos a su cargo. En medio de una sociedad desesperanzada, el ángel de Ganz se enamora de una joven trapecista itinerante y decide renunciar a sus alas e inmortalidad para estar con ella. 

Con la distancia que el siglo XXI les dio a los acontecimientos, desde la propia Alemania empezaron a salir nuevas miradas al muro, y entre las más exitosas se encuentra ¡Adiós a Lenin! (2003). A cargo del director Wolfgang Becker, esta fábula sobre el fin del comunismo puso en el mapa al actor Daniel Brühl y alternó comedia y actualidad en la historia de Alexander, un joven que hace todo lo posible porque su madre, una ferviente comunista que despierta de un coma de varios meses, no se entere de que la pared y su amada RDA ya no existen.

Del lado del drama también apareció, tres años después, La vida de los otros (2006), una película que daba pinceladas de cómo era la vida de los intelectuales y personalidades de la cultura en la Alemania comunista a través de los ojos de un agente tristón de la Stasi, el órgano de inteligencia de la República Democrática Alemana. Dirigida por Florian Henckel von Donnersmarck, La vida de los otros se llevó el Oscar a Mejor película extranjera en 2007 y también el Bafta.

Cold War, del polaco Pawel Pawlikowski, es la última película que se va a mencionar acá. Se estrenó en Uruguay este año y es de lo mejor que nos dio el 2019. Que sea la encargada de cerrar el texto, además, tiene sentido. En su trama el muro no aparece muy seguido, porque los enamorados que protagonizan esta historia de desencuentros en la Europa polarizada viajan mucho, pero sí sigue siendo un elemento preponderante: cuando aparece y los divide –hacia mitad de la película–, la pasión se desdobla y se atomiza. Es un punto de inflexión para una relación volcánica que los domina y los pone contra las cuerdas. El muro los separa, los hace elegir y hasta, sin que lo sepan, los obliga a prometer que volverán a verse.

Para las últimas líneas, una foto. Es del fotógrafo Henri Cartier-Bresson, que la tomó en una serie para la agencia Magnum en 1962, en Berlín Occidental. Tendría que haber sido la foto de esta nota, pero no podemos reproducirla por cuestiones de derechos, así que si quiere vaya a buscarla a Google. Lo que sí podemos es contarla: en ella el muro se estira largo hasta el horizonte. Los edificios se alinean a sus lados y el alambre de púas resalta en su cima, aunque en este tramo la cima es bastante baja. Cuatro niños de edades diferentes juegan en torno a él. Uno está pisando algo en el suelo, otro está en cuclillas, una niña corre a lo lejos y la que parece más grande está trepada a los ladrillos. Es la imagen de la inocencia conviviendo con las barreras, la muestra de que la pared que dividió el mundo, a veces, desaparecía incluso antes de haber caído. Porque como en Heroes, ¡Adiós a Lenin!, Cold War o la foto de Cartier-Bresson, el muro de Berlín fue símbolo de la humanidad partida, pero también un patio de juegos, un anclaje a la realidad de una madre que acaba de despertar del coma o la superficie irregular sobre la que dos amantes, a escondidas, se funden en la oscuridad.
 

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