Tanques soviéticos T-55 frente al muro de Berlín en octubre de 1961
Miguel Arregui

Miguel Arregui

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El torrente que arrasó al dique y unió a Europa

A 30 años del derrumbe de la Alemania comunista y del “socialismo real” (II)
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13 de noviembre de 2019 a las 05:00

A principios de noviembre el partido comunista de Alemania oriental (Partido Socialista Unificado, o SED) resolvió facilitar los viajes a occidente, sin pasaporte ni visado, en procura de suavizar el descontento y las constantes manifestaciones de protesta.

Günter Schabowski, miembro del Politburó del SED, fue interrogado en una conferencia de prensa trasmitida en directo la noche del 9 de noviembre por la televisión oriental:

—¿Cuándo entran en vigor (las nuevas normas)?

—Inmediatamente —respondió un confundido Schabowski, quien no había consultado a las fuerzas armadas ni avisado a los guardias fronterizos.

Sus palabras inflamaron a los berlineses del este. Poco después, entre las 22 y 22:30 horas, ya había una cola de entre 10.000 y 15.000 personas en una zona del muro de Berlín, que citaban lo dicho por Schabowski y querían pasar.

El teniente coronel Harald Jäger, segundo jefe de un puesto de control de pasaportes de uno de los pasos fronterizos en Berlín, quien tenía a su mando decenas de guardias y agentes de la seguridad del Estado, quedó completamente desconcertado cuando oyó a Schabowski en la televisión.

En cierto momento Jäger y sus superiores, a los que consultó por teléfono, resolvieron dejar de pasar a los más agresivos y sellarles el pasaporte, de tal manera que pudieran ser identificados y rechazados si volvían a la RDA. Pero finalmente, sobrepasado por completo, Jäger decidió suprimir los controles y liberar el paso hacia Berlín occidental.

Dos torrentes: uno que provenía de occidente y otro de oriente, se juntaron en torno al muro, o directamente sobre él, en una gigantesca fiesta improvisada. 

Los testimonios posteriores de los gobernantes comunistas de Alemania oriental sugieren que no fueron conscientes del efecto demoledor que provocaría liberar el paso hacia occidente. Luego ya no podrían volver la historia atrás: el torrente se los llevó puestos, como la trompa de una locomotora. Lo mismo ocurriría en los siguientes dos años con la Unión Soviética: un régimen totalitario no pudo tolerar la perestroika o reforma. 

Cuando el sistema germano-oriental comenzó a desplomarse, muchas personas y cuadros políticos comunistas soñaban con un “socialismo reformado”, que conservara parte de los ideales, aunque incorporara las libertades, los derechos y la creatividad imperantes en Occidente. Pero no era posible. Si se quitaba un ladrillo al sistema, todo el sistema caía.

El fin de la “Guerra Fría”

Mientras los países del “socialismo real” sufrían serias crisis políticas y obsolescencias productivas, que finalmente acabarían con el bloque, el occidente liberal se había beneficiado de varias décadas de enorme expansión del comercio y de opulencia.

El canciller alemán federal Helmut Kohl, un demócrata cristiano que gobernaría 16 años, abrió de inmediato los brazos a sus connacionales del este y aprobó un generoso y oportunista plan de unificación. De hecho, las dos Alemania no se unificaron, sino que sencillamente la República Federal absorbió a la RDA. 

“Las cosas sucedieron como sucedieron, porque los acontecimientos así lo dictaban, no porque (el presidente estadounidense George) Bush y yo lo decidiéramos”, comentó años después Mijail Gorbachov, líder de la Unión Soviética cuando aquellos sucesos. “Un intento de frenar la situación hubiera supuesto usar la violencia, y ya sabemos lo que eso significa (…). En Alemania, en Hungría y en Polonia sabían que no íbamos a intervenir contra la elección del pueblo”.

Los principales líderes occidentales dieron su beneplácito a aquella maravilla no tan imprevista, salvo por su rapidez: el presidente de Estados Unidos, George Bush padre (Partido Republicano); la primera ministra británica Margaret Thatcher, y su sucesor, John Major (Partido Conservador); y el francés François Miterrand (Partido Socialista), entre otros.

Egon Krenz, el último líder de la RDA, quien luego pasaría cuatro años en prisión por el asesinato de quienes intentaban huir a occidente, aún cree que Gorbachov y la URSS traicionaron a sus camaradas alemanes, que se habían ensuciado las manos por la causa del comunismo internacional.

Poco después, el 21 de julio de 1990, el inglés Roger Waters celebró uno de los conciertos de rock más memorables y masivos de la historia, muy cerca de la Puerta de Brandeburgo, otrora símbolo de la división de la ciudad. Hizo una emotiva reinterpretación de The Wall (El Muro), el gran disco que grabó en 1979 con su antigua banda, Pink Floyd, que en realidad no había sido una referencia al muro de Berlín.

Por entonces la “Guerra Fría” terminaba, y con ella la pesadilla de una guerra nuclear masiva. La puntada final fue la disolución de la URSS a fines de 1991, aunque aún restaba la horrible guerra civil tras la desintegración de Yugoslavia. 

Estados Unidos quedó como superpotencia solitaria, a la que sólo China Popular es capaz de igualar en el futuro previsible. Pero el mundo no es por ello un lugar mucho más seguro y justo, como demuestra la proliferación de conflictos, con las viejas potencias actuando detrás.

La mayoría de los antiguos países comunistas iniciaron una transición hacia sistemas más o menos democráticos y capitalistas. Casi todos solicitaron su ingreso a la Unión Europa (un proto Estado supranacional, o “Estados Unidos de Europa”), a la que se integraron la antigua RDA, Bulgaria, República Checa, Eslovaquia, Croacia, Eslovenia, Estonia, Letonia, Lituania, Hungría, Polonia y Rumania.

También la OTAN, una alianza militar, también se extendió considerablemente hacia el este, en la medida que muchos países trataron de ponerse a salvo de los rusos bajo el paraguas occidental. 

Hay muchas visiones críticas, sin embargo. Una de ellas es la del historiador británico Timothy Garton Ash. “Lo que hicimos en Occidente fue ganar y dormirnos en los laureles”, sostiene, según un largo análisis publicado por el País de España. “Si se alude a un actor geopolítico, que es lo que queríamos decir entre 1939 y 1989, Occidente ya apenas existe”, sostiene Ash, quien publicó La linterna mágica, unas crónicas sobre aquellos hechos de 1989. “El Occidente geopolítico se mantenía unido por el enemigo común: primero la Alemania nazi, después la Unión Soviética. Una vez que el enemigo común desapareció, era casi inevitable que el Occidente se debilitase”. 

Entre esas “debilidades”, algunos autores señalan las tendencias autoritarias y populistas en el mundo, desde Vladimir Putin a Donald Trump, la partición en Europa entre sur y norte (ya no entre este y oeste), y el resurgimiento de los nacionalismos y la xenofobia. 

Alemania entonces y ahora

La unificación alemana fue más resuelta de lo que muchos preveían, azuzada por el orgullo nacional. Pero no fue tan sencillo como pareció en aquellos días de gloria en la que gente demolió el muro.

Algunas señales sutiles, culturales y materiales, aún diferencian a los wessis, alemanes del oeste, de los ossis del este.

Los ossis más viejos, menos preparados para el mundo moderno, se sienten ciudadanos de segunda. Ni siquiera hablan inglés, como sí casi todos los alemanes del oeste, y no son muy amables con los turistas. Muchos jóvenes del este alemán emigraron hacia regiones del oeste en procura de mejores oportunidades.

Durante tres décadas, el gobierno de la República Federal (que mudó su capital de Bonn a Berlín) ha transferido muchos miles de billones de euros a su territorio oriental, fundamentalmente destinados a modernizar la infraestructura de la era comunista. La inyección de capital aún continúa. 

Muchos de los responsables políticos de la RDA fueron juzgados y algunos condenados. Pero en general se aceptaron los hechos consumados y se tendió al olvido. 

Muchos viejos pobladores del este suelen sentir cierta nostalgia por la RDA, en donde no era necesario tomar demasiadas decisiones y las cosas no cambiaban tan rápido. Entre los que la añoran se incluyen miles de extranjeros comunistas que estuvieron allí cuando jóvenes, para estudiar, adoctrinarse y como refugiados, incluso muchos huidos de Uruguay durante la última dictadura. 

Esa nostalgia contribuye a explicar la relativa fortaleza mostrada por los neocomunistas y la extrema derecha xenófoba en amplias zonas de la antigua Alemania oriental, cuyos pobladores vivieron 57 años bajo regímenes totalitarios: el nazismo primero, el comunismo después.

Las dos mitades debieron superar sus prejuicios. En el este no todos eran delatores de la policía de seguridad, la Stasi, o alcahuetes serviles del partido comunista; en el oeste no todo eran maravillas ni se cabalgaba sobre la miseria de los demás. 

Ahora, 30 años más tarde, quedan vestigios del muro, más que nada para turistas, y para que los propios alemanes no olviden las consecuencias del nazismo. (En el interior del Reichstag, la sede del parlamento federal, se conservan graffiti hechos con carbón por los soldados del Ejército rojo que tomaron la ciudad entre abril y mayo de 1945). 

Pero la mayoría de los jóvenes alemanes, y más aún en el mundo, no saben qué se conmemora el 9 de noviembre. El otrora amenazante “socialismo real” quedó reducido a excentricidades como Cuba, Venezuela y Corea del Norte, y la “Guerra Fría” es una referencia antiquísima y casi olvidada.

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