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Ecopoema para una cucaracha y El fatídico estanque de prospect park

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02 de agosto de 2020 a las 05:00

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Ecopoema para una cucaracha

Querida Magdalena:

La llegada de los días más cálidos y la proximidad del río, han hecho que nuestra casa se viera invadida por las cucarachas en el mes de junio. Puedo decirle que antes de que los eficaces operarios de Advanced Pest Control  nos liberaran, hubo momentos de desagradable convivencia. Como cuando los nazis ocuparon París. Yo sentí esa incomodidad cuando vi asomar los ojos y las antenas de una cucaracha desde el interior de la cazoleta de la pipa Dunhill que solía fumar en los 80’ y que guardo sobre la chimenea.

En la invasión participaron varias especies. Dependiendo de la hora o el lugar, uno se topaba con individuos gigantescos y alargados, de un color tirando a negro, de ruda coraza; con otros más redondeados, rojizos, alados y brillantes; o finalmente, con lo que sospecho eran crías en edad escolar, muy pequeñas, muy numerosas y traslúcidas.

 Felizmente la efectividad del tratamiento aplicado permitió a la familia Ford volver a ser la especie dominante en su casa al noreste de Oxford. Pero hace unos días, hubo un rebrote.

Debe saber que, desde hace ya algunos años, tengo el sueño ligero a medida que se acerca el amanecer. Cuando me despejo, por no hacer ruido y despertar a María, permanezco en la cama. La semana pasada, en medio de ese adormecimiento que ni era sueño profundo, ni era vigilia, sentí como un cosquilleo ligero en los labios. Instintivamente me los toqué con la mano, y me pareció sentir en los dedos cierta resistencia, como si se hubieran posado sobre algo más sólido y firme de lo que cabía esperar. Al límite del miedo y la curiosidad, abrí los ojos.

A la claridad del amanecer que entraba por las persianas, vi que desde la mesita de luz, una cucaracha me miraba fijamente. Desde el montón de libros que siempre hay ahí, me miraba. Con sus ojos compuestos y sus muchas patas, me miraba. No hizo el más mínimo ademán de retirarse o de esconderse.

Era una de esas cucarachas enormes y oscuras que parecen reinar sobre las demás. Pero ahora estaba sola, sobre un ejemplar de los Poemas Franceses de Rilke y sabía que estaba condenada a morir. Había escapado por azar al bombardeo de Advanced Pest Control, pero ya no tenía dónde esconderse. Además, yo la había descubierto, y en el armario había pantuflas y zapatillas muy adecuadas para la tarea que se avecinaba.

Sin embargo, algo en mí admiraba a ese bicho. A ese bicho que, intencionalmente, me había atacado y moriría con las antenas bien levantadas. Y que, al mirarme, parecía decir: “Está bien, has ganado. Pero no pienso moverme. Y si quieres deshacerte de mí, vas a tener que ensuciar tu libro de poemas”. Sentí crecer en mí esa camaradería de trinchera con el enemigo más allá de la no man’s land. Esa chica tenía agallas.

Entonces -llámeme sentimental-, algo me llevó a querer salvarla. Con sumo cuidado, y esperando no despertar ni a Rilke ni a María, tomé los Poemas Franceses y los llevé, con su viviente carga, hasta la ventana de mi escritorio que da al río. Giré la perilla de bronce y abrí los batientes de madera, como quien abre las puertas de la prisión a un condenado a muerte.

Apenas amanecía. Primero entre muchos, escuché el canto del ruiseñor incoando la tremenda sinfonía que las aves dedican siempre a las primeras luces del día -cuánto más ahora que el confinamiento parece ser que ha favorecido sobremanera su reproducción.

Deposité con cuidado a la cucaracha en el dintel y me retiré algunos pasos, caminando hacia atrás. Por el hueco de la ventana entraba una claridad difusa y bella. Y pensé que, después de todo, quizás podríamos vivir juntos otro día más, la cucaracha y yo, en el gran ecosistema compartido.

Entonces, como si viniera de la niebla del río, apareció, en la luz,  aquel ruiseñor. Aleteando con maestría, aterrizó su belleza en la ventana. Luego recuerdo ver desprenderse y saltar por el aire las alas y las patas de mi cucaracha, como despedazadas por el fuego enemigo al comienzo de Rescatando al Soldado Ryan. El ruiseñor, con un movimiento rápido, se tragó de un golpe lo que quedaba de ella, mientras aún estaba viva. Y regresó volando a la luz de donde había surgido.

Se hizo el silencio. Durante un tiempo me quedé inmóvil, mirando por la ventana, con el libro de Rilke en la mano, buscando dentro de mí la trabajosa rima. 

El fatídico estanque de prospect park

Estimado Leslie:

Su capacidad para humanizar a una cucaracha es asombrosa! Más acorde a las fábulas de Jean de La Fontaine o de Esopo de Tracia que a un bibliotecario inglés.

Me provocó mucha gracia imaginarlo en la cama, a medio despertar, cara a cara con la única superviviente del holocausto de cucarachas consumado en su casa. Imagínese si algún exterminador se hubiese visto invadido de pronto, como usted, por un sentimiento de simpatía hacia alguna cucaracha a punto de ejecutarla. El dilema moral del pobre operario no sería nada desdeñable: cumplir con su trabajo y finiquitar a su fortuita camarada, o salvarle la vida so pena de ser amonestado por no realizar su tarea como Dios manda. Presumo que, para liberar a su familia de la desagradable convivencia, fue necesario que los fumigadores de Advanced Pest Control confrontaran a las impertinentes cucarachas, no tanto como seres dignos de simpatía y conmiseración, sino como bichos invasores y concitadores de un entendible malestar.

Créame que puedo comprender su desánimo por la suerte de su “amiga”, Leslie, pero lo cierto es que aquel ruiseñor hizo lo que debía hacer: contribuir, instinto mediante, al equilibrio del gran ecosistema compartido. Al fin y al cabo, el ruiseñor no es solamente un pájaro cantor -que aporta belleza al mundo con su maravillosa sinfonía- sino también un devorador de arañas, gusanos y cucarachas.  Y menudo favor le hacemos al ruiseñor, y al ecosistema todo, si apreciamos solamente la gracia de su canto, desestimando su condición de depredador de escarabajos. 

Cuando era niña, mi abuelo siempre decía que, a los caballos, como al mar, no hay que tenerles miedo sino respeto.  Porque hay que saber disfrutar de una buena cabalgata, pero sin olvidar que los caballos son animales fuertes, nerviosos e hiperactivos. Es fundamental reconocer su naturaleza para tratarlos como es debido.  No sólo para cuidarnos de no caer y ser lastimados sino, también, porque los caballos merecen ser estimados como lo que realmente son. Ni bestias desalmadas que podemos someter a nuestro antojo, ni criaturas mansas y complacientes como Rainbow Dash de Mi Pequeño Pony o Samsón de La Bella Durmiente.

En mayo de 1987, el Prospect Park Zoo de Brooklyn, en Nueva York, fue escenario de una espeluznante tragedia: dos osos polares devoraron a un niño de 11 años que se había aventurado dentro del recinto en el cual se encontraban cautivos. Pocas horas después, los osos fueron ejecutados.

El hecho generó una gran conmoción, suscitando preguntas como: ¿Qué lleva a un niño a meterse dentro de un estanque a nadar con osos polares? ¿Es la inocencia? ¿O, más bien, la ignorancia resultante de una escasa educación? ¿Es posible, acaso, que un niño de 11 años no sea consciente de que los osos polares no son tiernos Teddy Bears como los que compramos en las tiendas y con los cuales dormimos abrazados?

A raíz de este incidente, en un artículo publicado en El País de Madrid, Umberto Eco denunció la tendencia a humanizar a los animales para hacerlos dignos de nuestro respeto, asignándoles virtudes como; sabiduría, prudencia, equidad y bondad. No sé usted, Leslie, pero yo no puedo imaginar a un oso complacido al oir que tiene derecho a vivir porque es cariñoso y apretujable. De la misma forma en que me resulta insultante el argumento de que las mujeres somos acreedoras de deferencias especiales por ser particularmente nobles, justas y amables.  Los osos tienen derecho a ser estimados, ni más ni menos que, por lo que son. Y las mujeres a ser respetadas en y por nuestra condición -humana y femenina-, en la cual coexisten la nobleza y el egoísmo, la vulnerabilidad y la fortaleza, la amabilidad y la belicosidad.

Sin el sostén de un reconocimiento ecuánime y cabal de la naturaleza del “sujeto de derecho” a quien buscamos amparar, la administración de la justicia es una quimera cínica, veleidosa e inútil. Como el destino de los osos polares, finiquitados por reaccionar acorde a sus instintos naturales y no a las “virtudes” que nosotros les forjamos y endosamos. Las mismas que, presiento, animaron al candoroso niño a querer bañarse con los infortunados osos en el fatídico estanque de Prospect Park. 

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