En cada piso hay historias de vida y, siempre, alguna sorpresa. Cuando se abre el ascensor en el segundo, la vista no puede evitar un cartel luminoso que marca la entrada a la Casa del Billar, un escondite para los conocedores del juego. Desde 1986 tiene su lugar en el Salvo, un edificio que el administrador de este particular club, Ruben Suárez, describe como un espejo de la realidad. La Casa del Billar tiene algo más de 100 socios, aunque también van visitantes a jugar por $ 100 la hora.
Un rincón pintado de rojo hace de cantina donde los clientes se acercan a consumir tragos o cafés y, mientras algunos juegan, otros esperan su turno en mesas que apenas pueden sostener vasos. Van jóvenes, mujeres, hombres, aunque predominan lo veteranos experimentados, con guantes especiales para practicar el deporte y mirada concentrada en la siguiente estrategia. Suárez se jacta de tener los mejores billares del país y una mesa llena de trofeos confirma el nivel de sus jugadores. Agradece que su negocio está escondido, si no, dice, "sería un loquero". En el Salvo abundan los secretos que pronto pierden esa condición, porque alguien los cuenta; siempre hay alguien que descubre el Club del Billar, entra y se queda a jugar.