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El obispo que se hizo cura entre el temor de la dictadura y el amor por los más pobres

Es uruguayo pero vivió la mayor parte de su vida en Argentina, se formó como sacerdote en medio de la dictadura militar y desarrolló su vocación y servicio en la periferia porteña
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30 de diciembre de 2018 a las 05:04

La década de los setenta llegaba a su fin y daba paso a los ochenta en Argentina. El miedo que la dictadura generaba le quitaba el sueño a muchos. Fernando Gil, mientras, estudiaba sobre la paz, la esperanza y el amor, porque quería ser cura. El número de desaparecidos aumentaba y entre ellos se encontraban compañeros y amigos suyos que habían optado por embanderarse con el peronismo radical y por la lucha por las armas. Él, en cambio, había decidido que sus armas fueran espirituales.

“Decidí buscar en medio de la confusión un camino religioso, un sendero trascendente. Por gracia de Dios tomé esa decisión”, dice ahora, a tres meses de haber sido nombrado por el papa Francisco como el nuevo obispo de Salto.

La Facultad de Teología, donde Gil estudió seis años para convertirse en sacerdote, estaba amenazada y de noche trancaban las puertas porque tenían miedo a un posible allanamiento de militares. “No teníamos nada para esconder, pero en dictadura cualquiera era sospechoso”, recuerda.

Años después, la opresión de la dictadura se apagó y el amor se expandió en las barriadas humildes del gran Buenos Aires. Quien hoy es obispo, vivía en una capilla pequeña y recorría en bicicleta los entornos de la diócesis de Merlo-Moreno consumidos por la droga y la violencia, hablando del Evangelio y las buenas nuevas de Jesús.

“Yo ayudaba a un cura. Los curas habían dejado las iglesias céntricas y acompañaban en las barriadas. Nuestro trabajo se da en el día a día, estás ahí, vas acompañando lo que va surgiendo”, cuenta sentado en un sillón del obispado de Salto. Al mismo tiempo tenía actividad académica, era docente de Teología en la Universidad Católica de Argentina.

La relación de Gil con la academia nació cuando comenzó a estudiar Ingeniería a los 18 años –carrera que continúo hasta los 23 años- y luego tomó un rumbo más metafísico al estudiar Filosofía y Teología. Cursó un doctorado en Roma y volvió a Argentina para ser docente de Teología y finalmente convertirse en vicedecano de esa facultad en la Universidad Católica Argentina.

Fue desde ese último rol que conoció al papa Francisco cuando éste era el arzobispo de Buenos Aires y gran canciller de la Universidad Católica. “Como vicedecano fui a verlo una o dos veces para presentarle algún informe o contarle los problemas que había en la facultad”, dice.

Asegura que tiene “muy poca relación con el Santo Padre” a pesar del “mito” que se propagó de que eran amigos. “Para explicar por qué estando en Argentina me mandaron a hacer obispo en Salto, la gente dice: ‘ah, es amigo del papa Francisco’”, explica. “El papa solo sabía quién era yo, que era uruguayo y conocía a mi tío Daniel”, agrega haciendo referencia a su tío, Daniel Gil, un exobispo de Salto.

El flamante obispo nació en Montevideo hace 65 años. Su infancia fue muy nómada porque su padre trabajaba en una compañía multinacional que le obligaba a cambiar de destino continuamente. “Cada dos o tres años íbamos a un país distinto”, recuerda.

A los 16 años llegó a Argentina para no volver a Uruguay en 49 años, sin contar los veranos que siempre los pasaba junto a tíos y primos que habían quedado viviendo al oriente del Río Uruguay. La relación siempre se mantuvo.

Nombramiento como obispo

Gil estaba dictando un curso religioso en Colombia y tenía su celular apagado mientras lo llamaban desde la nunciatura –el puesto diplomático de Roma- en Argentina. Recién una semana después, de vuelta a su país de residencia, se percató de todas las llamadas perdidas que tenía. Al comunicarse finalmente con el nuncio le dijeron que querían verlo.

“El Santo Padre lo ha nombrado como obispo de Salto, ¿acepta?”, le preguntaron. “¿Qué? Miren que allá fue obispo mi tío, van a decir que es acomodo”, respondió Gil.

La respuesta fue contundente: “No se preocupe, el Santo Padre sabe lo que hace”.

Ahora, meses después, admite que está feliz con el cambio: “No me costó nada volver a las raíces”.

Ya pasaron tres meses desde que Gil es obispo y los ha dedicado a recorrer las parroquias de la diócesis que abarca los departamentos de Artigas, Salto, Paysandú y Río Negro. “Me quedaba tres o cuatro días en cada parroquia con el cura y salíamos a recorrer para conocer la realidad religiosa, social y educativa de las parroquias”, cuenta.

La diócesis –que es la que posee más departamentos a su cargo- tiene una superficie de 49 mil kilómetros cuadrados, con una población católica aproximada de unos 292 mil habitantes. Cuenta con 16 parroquias, 231 iglesias y capillas, 36 sacerdotes, 8 diáconos permanentes y 34 instituciones educativas.

Por ahora, las impresiones del obispo son positivas: “Voy percibiendo que hay muchas comunidades vivas”, dice. Sin embargo, le preocupa la migración de jóvenes que se van a estudiar a Montevideo y no vuelven. “El joven no tiene perspectivas dentro de Salto, Artigas, Paysandú. El joven dentro de una sociedad es lo que renueva, lo que da vida. Tendrían que surgir más oportunidades para los jóvenes acá”, asegura.

En su corto trabajo como obispo en Salto ya le ha tocado revivir algunas situaciones que supo enfrentar en Argentina como el impacto de la dictadura y la consecuencia de las drogas en los contextos más críticos.

“Hace poco vino a visitarme un excura de origen francés que fue obrero en la zona de Bella Unión y fue torturado por los militares”, cuenta. El hombre viajó a Salto porque consiguió la dirección del coronel retirado que lo había torturado hace más de treinta años. Tocó el timbre para saludarlo y reconciliarse. Luego fue hasta el obispado para saludar a Gil y rezar juntos. Rezaron un Padre Nuestro. “A partir de ahora puedo rezar mejor el Padre Nuestro. Ahora puedo repetir como nunca la frase que dice ‘así como nosotros perdonamos a los que nos ofenden’”, cuenta que le dijo. Era una herida que hasta ese momento no había podido cerrar.

Las situaciones de violencia, robos, pandillas y drogas marcaron su trabajo en Argentina. Comenta que en Uruguay ocurren situaciones similares. “Un chiquilín de 13, 14 años, termina el colegio y se queda en la plaza y lo primero que va a hacer es fumarse un porro, después le ofrecen cocaína y comienza un camino sin retorno”, dice. Pero asegura que desde la religión se pueden encontrar soluciones: “Si están contenidos eso no pasa, se puede prevenir eso”.

Gil, sin embargo, dice que como cura tiene que serlo en servicio a todos. De los marginados y de los que no. Heriberto Bodeant, el actual obispo de Melo y exobispo auxiliar de Salto de la época en que el obispo era Daniel Gil, dice que el actual obispo siempre “mantuvo una amplitud en su vocación” porque conjugaba “su servicio en la parroquia marginal” con “clases en la facultad de Teología”.

Bodeant cuenta que fue una sorpresa el nombramiento de Gil como nuevo obispo pero el paso del tiempo fue dando muestra de sus condiciones. “Es una persona muy criteriosa, muy ponderada, con un sentido de la misión de la iglesia que va más allá de lo interno sino con una relación con el entorno, inclusiva, de busca de diálogo y acercamiento”, opina.

Nochebuena con los que están solos

Es 24 de diciembre y el calor, como de costumbre, se apodera de la noche salteña. Cuanto más el sol deja paso a la luna, menos gente hay en la calle. Las luces navideñas y los árboles decorados generan un ambiente festivo. Las familias se reúnen, la alegría reina, es Nochebuena en Salto.

Al mismo tiempo muchos sufren la soledad como ningún otro día. Sienten las carcajadas grupales que provienen de hogares cercanos pero en su casa el silencio es desolador. No hay familia, no hay regalos, no hay amigos.

Se acercan las diez de la noche y la misa de la catedral presidida por el obispo Fernando Gil está a punto de terminar. Lo que está pronto a comenzar es la cena que dará la bienvenida a Navidad. El nuevo obispo decidió no pasarla solo. Además del párroco y del exobispo Pablo Galimberti, la mesa la completa mucha “gente que estaba sola y con vidas un poco complicadas”.

El nuevo obispo de Salto, el que se formó en dictadura y dedicó buena parte de su vida para servir a los más pobres, recuerda esa noche y explica su decisión: “es disfrutar la Navidad con más sentido”.

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