RAÚL MARTINEZ / EFE

El PCU de cerca y de lejos

La llama de la fe no alumbra como antes pero sigue encendida

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07 de noviembre de 2020 a las 05:03

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El Partido Comunista de Uruguay (PCU) está celebrando 100 años de su creación. La efeméride propició homenajes y reanimó viejas polémicas. No puedo resistir la tentación de referirme a este tema, entre otras razones mucho más importantes, porque fue el único partido al que alguna vez pertenecí.

Permítanme empezar por el testimonio personal. Aunque provengo de un hogar liberal, en junio de 1983, en el contexto de la creciente movilización por el restablecimiento de la democracia, ingresé a la Unión de las Juventudes Comunistas. Milité en la UJC durante seis años. A mediados de 1989, tomé la decisión de alejarme del PCU y, poco después, de empezar a estudiar en la Licenciatura de Ciencia Política. Me juré a mí mismo revisar sin piedad todas y cada una de las convicciones que había sostenido durante los años anteriores. Así fue como abandoné rápidamente el leninismo y, muy poco después, el marxismo. Encontré refugio en la filosofía uruguaya, en Carlos Vaz Ferreira y José Enrique Rodó. Y como me quemé con leche, veo la vaca y lloro. Nunca más milité políticamente. Nunca más logré abrazar la bandera de un partido.

Terminé la licenciatura en 1996 y, en 2002, obtuve mi Maestría con una tesis sobre la dinámica política de la Comisión de Inversiones y Desarrollo Económico. En ese mismo momento, el Frente Amplio caminaba hacia su primera victoria electoral. José Mujica ya se había convertido en un fenómeno popular extraordinario. Fue allí, entre 2002 y 2004, que comprendí que había llegado el momento de entender más a fondo la curiosa trayectoria del MLN-Tupamaros. Cuando publiqué Donde hubo fuego (Fin de Siglo, 2006) amigos y colegas me alentaron a desplegar un esfuerzo analítico similar para reconstruir la evolución de los comunistas. Fue así que se gestó La política de la fe (Fin de Siglo, 2012). Ambos libros fueron la base de mi tesis de Doctorado.

Puedo decir, por tanto, que conozco bien a los comunistas, de cerca y de lejos, primero como compañeros de sueños y más tarde como objeto de estudio. Son una familia muy especial. La reconocida perseverancia del militante comunista se apoya en una mezcla muy especial de fe y razón. Uno de los primeros en argumentar que el comunismo era una religión política, con su dogma y sus mitos, sus rituales y sus liturgias, sus comunidades intérpretes y sus oficiantes, su tierra prometida y sus mesías, fue Bertrand Russell. El filósofo británico visitó la Unión Soviética en 1920. A su regreso, en Viaje a la revolución, escribió: “La guerra ha dejado por toda Europa un espíritu de desilusión y desesperanza que pide a gritos una nueva religión, como la única fuerza capaz de proporcionar a los hombres la energía para vivir vigorosamente. El bolchevismo ha proporcionado la nueva religión. Promete cosas gloriosas: el final de la injusticia del rico y el pobre, el final de la esclavitud económica, el final de las guerras”.

Pero, en la cosmovisión comunista, la fe no se opone a la razón. Al contrario: los comunistas alimentan su fe en lo que, para ellos, es la quintaesencia del conocimiento científico del mundo (de su pasado, de su presente, de su futuro): el marxismo-leninismo. En el caso del PCU, nadie encarnó tan bien la construcción de la fe desde la razón como Rodney Arismendi.

Una vez que, en 1955, se convirtió en líder del partido, y hasta su muerte en 1989, logró, como nadie, contagiar la fe en la idea comunista. “El mundo –decía todo el tiempo– camina hacia el socialismo” (y de la mano de los comunistas). La experiencia histórica, según él, demostraba que la teoría marxista-leninista era correcta. La inconmovible fidelidad al dogma no impidió que los comunistas pudieran tener capacidad de adaptación a los desafíos del entorno. Como explicara Raymond Aron, los comunistas tienen un estilo de argumentación similar a la escolástica. La jerarquía asignada a la teoría no les impide cambiar. Pero los obliga a un desarrollo teórico muy especial. La teoría debe ser lo suficientemente densa, sofisticada y ambigua como para justificar, cada vez que sea necesario, los cambios de posición.

No hay manera de explicar el ascenso del poder político de los comunistas uruguayos desde mediados de la década del cincuenta hasta fines de la del ochenta sin remitir al liderazgo de Rodney Arismendi. No hay manera de explicar el estruendoso desplome del PCU entre 1990 y 1992 sin mencionar el enorme vacío que dejó su fallecimiento. Pero el derrumbe no hubiera sido tan devastador si la muerte del líder histórico no hubiera coincidido con la crisis del campo socialista y la disgregación de la URSS. La evidencia histórica ya no pudo ser invocada para sostener la fe. Los comunistas, casi de un día para el otro, se quedaron sin mesías y sin tierra prometida. La fe languideció. Los pocos creyentes que se quedaron en el partido lograron, poco a poco, calafatear la embarcación y, en buena medida gracias al arraigo de la tradición comunista en el movimiento sindical, recuperar influencia. Ya no viene de Rusia ni alumbra como antes. Pero la llama de la fe sigue encendida. 

 

Adolfo Garcé es doctor
en Ciencia Política, docente e investigador en el Instituto de Ciencia Política, Facultad
de Ciencias Sociales,
Universidad de la República

adolfogarce@gmail.com

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