En qué momento se jodió Argentina

La debacle sistémica de un país que devaluó su moneda 630.000.000.000.000 veces ante el dólar en el último siglo

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25 de septiembre de 2020 a las 08:08

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Esta semana las pizarras de los cambios ofrecían pagar entre 0 y 0,15 pesos uruguayos por cada peso argentino. El tipo de cambio, en todo caso, era 0,33. Pero nadie desea moneda argentina, ni en Uruguay, ni en el mundo, salvo a precio vil y para revenderla de inmediato.

Hay demasiados pesos argentinos en el mercado. Como ocurre con cualquier bien, la superabundancia derrumba su valor. Argentina tiene un enorme déficit fiscal, que no puede tapar con deuda, porque no tiene crédito, porque no paga sus deudas, o paga tarde y mal. Entonces, en vez de equilibrar sus cuentas, emite ríos de billetes para cerrar la brecha, lo que provoca inflación y huida hacia el dólar.

El índice de inflación depende directamente del crecimiento de la cantidad de dinero.

La inflación es una vieja afición argentina, que viene desde que, en 1822, el Banco de Buenos Aires comenzó a imprimir billetes. Su emisión creció a una media de 100% al año entre 1823 y 1825, sin respaldo alguno. Ya en 1826, las praderas de la región del Río de la Plata, incluida la Provincia Oriental, ardían de inflación.

En el medio siglo transcurrido desde 1970, Argentina ha quitado 13 ceros a su moneda, después de diferentes reformas (1970, 1983, 1985, 1992). El precio del dólar hoy, unos 145 pesos en el mercado libre o blue, equivale a 630.000.000.000.000 pesos de 1920. Tal ha sido el envilecimiento de su moneda.

En el mismo período 1920-2020 el peso uruguayo, una moneda también mediocre aunque no tanto, se devaluó 45.000.000 veces ante el dólar, después de perder tres ceros en 1975 y otros tres en 1993.

Los controles cambiarios, las cuotas, los cepos y los recontra-cepos solo sirven para provocar escasez y estimular el apetito. Los controles de precios, sobre las monedas o cualquier otro bien, son la receta más probada y fracasada de la historia.

Vendrán tiempos peores.

La última debacle se inició en 2018, durante el gobierno de Mauricio Macri, con un nuevo proceso de fuga de capitales y su contracara: la huida del peso argentino. El país corre sin frenos hacia un precipicio. El gobierno de Alberto Fernández, con su heterodoxia típicamente peronista, no cierra el déficit fiscal y tira más papel moneda sobre el incendio.

La crisis argentina es sistémica: cultural, política y económica. El dólar es apenas un barómetro del estado de ánimo de la sociedad, y un medidor de la ruina en el largo plazo.

Es conocida la pregunta del protagonista de la novela Conversación en la catedral, de Mario Vargas Llosa, publicada en 1969: ¿En qué momento se jodió Perú? Y es un lugar común preguntar: ¿En qué momento se jodió Argentina?

Sus deficiencias no son muy diferentes a las de la mayoría de los países de América Latina. Pero no hace mucho, Argentina era el rico del barrio; el país más desarrollado entre los subdesarrollados; el tuerto entre ciegos.

Su caída relativa, en la región y el mundo, es fulgurante, especialmente en lo que va del siglo XXI.

Hasta la década de 1950, la economía de Argentina tenía el mismo tamaño que la de Brasil. Ahora la economía de Brasil, un país no muy distinguido, es cuatro veces mayor. En las últimas décadas, Chile y Uruguay superaron a Argentina en producto per capita.

La debacle argentina se inició tal vez en 1930, con el golpe contra Hipólito Yrigoyen; no porque Yrigoyen fuese gran cosa, pues estaba un poco gagá, sino porque se abrió una interminable etapa despótica y voluntarista.

La Gran Depresión sembró América Latina de gobiernos autoritarios, de difusa inspiración fascista o populista, en procesos casi paralelos: el general José Félix Uriburu en Argentina (1930), Getúlio Vargas en Brasil (1930), Gabriel Terra en Uruguay (1933). Los Estados se volvían más fuertes, centralizadores, paternalistas y nacionalistas.

Pero la experimentación nacionalista y populista más completa se inició en Argentina en 1946, con el primer gobierno del general Juan Domingo Perón.

Como tantos otros líderes de su tipo, Perón creía, o fingía creer, que la economía era muy elástica, que los severos límites macroeconómicos eran mitos, y que la expansión monetaria podía producir riqueza real. La consecuencia fue un derroche de reservas y una devaluación de casi 800% de la moneda entre 1946 y el golpe de1955.

Claro que semejantes prácticas requieren siempre el apoyo de amplios sectores sociales, además de cinismo político. Perón fue ciertamente muy popular, como lo fueron Getúlio Vargas, Hugo Chávez, Fidel Castro y tantos otros caudillos latinoamericanos.

Desde ese primer peronismo, casi todos los gobiernos argentinos, en mayor o menor medida, se habituaron a recurrir al empapelamiento para pagar presupuestos deficitarios, hasta el caos.

El peronismo, una amorfa corriente política que predomina desde hace 75 años, no es, ni por asomo, el único responsable de ese desastre demagógico. Todas las alternativas: desde los militares mesiánicos hasta Raúl Alfonsín, Fernando de la Rúa o Mauricio Macri, pasando por presidentes con base política enclenque, como Arturo Frondizi o Arturo Illia, han fracaso, por una razón u otra.

Argentina, llena de talentos individuales, como sociedad se parece a un laboratorio dirigido por locos y oportunistas: una deriva intelectual solo superada en la región por Venezuela.

Los experimentos ahuyentan la inversión, estimulan el clientelismo, disparan los niveles de pobreza y la fuga de capitales y de talentos.

El problema argentino debe buscarse en los nacionalismos de derecha e izquierda; las tendencias autoritarias; la demagogia y el paternalismo; la credulidad de muchos y la viveza de muchos otros; la corrupción generalizada; la emigración selectiva y la desesperanza general.

El sueño de ser “un país normal”, una obsesión argentina, deberá seguir esperando.

Del otro lado, en Brasil, Bolsonaro gasta tanto como Dilma, muy por encima de las posibilidades, toma crédito y la deuda pública ya llega al 90% del PBI. Terminará mal.

Mientras tanto, Uruguay, si no cierra su propia brecha fiscal, tarde o temprano irá tras los pasos de Argentina, como ocurrió casi siempre, aunque en forma más medida y melancólica, “a la uruguaya”.

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