Agro > HECHO DE LA SEMANA/ MIGUEL ARREGUI

El llano en llamas

La rebelión rural acabó con la autoindulgencia oficialista y puso de manifiesto algunos síntomas fatales
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20 de enero de 2018 a las 05:00
En la primavera de 2003, aún en la bruma de una de las crisis más devastadoras de la historia, el área sembrada de soja en Uruguay aumentó 213%. Fue un renacer asombroso, de un año a otro. Algo similar ocurrió con la producción de carne, leche o madera. A partir de entonces la producción agroindustrial uruguaya experimentó la más violenta modernización y expansión en más de un siglo.

Por el camino quedaron varios mitos: desde la invencibilidad de los partidos tradicionales hasta el presunto estancamiento "estructural" y "cultural" del sector agropecuario. Al fin solo era una cuestión de rentabilidad y de dejar hacer.

Pero las protestas de productores rurales de los últimos días, cuya virulencia sorprendió a propios y extraños, representan el fin de ese ciclo de auge, que en realidad acabó tres o cuatro años atrás, y una interrogante sobre el devenir político y económico nacional.

La movilización fue una gran catarsis, en las rutas y en redes de WhatsApp, entre la furia, la esperanza y el miedo, muy representativa de todos los estratos de productores y de servicios vinculados, en particular de los medianos y más chicos.

Utilizan un lenguaje directo, en las antípodas del discurso correcto dominante, y modismos arcaicos para referirse a lo que creen que es ruinoso: un tipo de cambio bajo que hunde la producción y subsidia al consumo, déficit fiscal grande y tenaz, deuda pública en aumento, negocios financieros más rentables que producir, impuestos, insumos y tarifas absurdas, tratados comerciales exiguos, tráfico de influencias, despilfarro, papeleo inútil, legiones crecientes de funcionarios públicos, rutas y caminos insuficientes o en mal estado, abigeato, contrabando de frutas y verduras, centralismo y macrocefalismo, "los chorros y los vagos", los políticos y los sindicatos, los beneficiarios sin obligaciones de planes del Mides, las ciudades partidas, cultural y económicamente, rodeadas de un cinturón de pobreza y violencia moral y física.

La protesta es una emersión abrupta de una parte significativa del Uruguay real, que dice que no vive en el mejor de los mundos posibles, contradiciendo la letanía oficialista.

Es una sublevación contra la patria del funcionariado: el Estado que el Frente Amplio llenó con sus militantes, en un relevo histórico masivo de la vieja burocracia de los partidos Colorado y Nacional. Casi el 9% de los habitantes del país está a sueldo del Estado, un récord histórico y una tasa muy alta en una comparativa internacional.

La protesta de los productores, siendo política, tiene un soplo antipartidos, aunque muchos de ellos procedan de los partidos tradicionales y detesten a la izquierda. Su fortaleza –y su límite– proviene de ser anárquicos e igualitarios.

No hay por ahora un líder político o gremial capaz de aprovechar ese descontento, que oscila entre propuestas inspiradas en el liberalismo agroindustrial neozelandés y exabruptos reaccionarios que envidiaría Donald Trump.

El Frente Amplio, habitualmente dividido entre socialdemócratas y populistas-estatistas, duda sobre la manera de encarar la ola de descontento, cuya profundidad ignoraba. Algunos creen hallarse ante un nuevo capítulo de un enfrentamiento oligarquía-pueblo, pero resulta que los movilizados se parecen demasiado al pueblo. Y quienes solo ven una revuelta político-partidaria suelen desconocer la empresa y la producción.

Fue curioso observar a antiguos revolucionarios en la defensa del statu quo, llamando al diálogo y a la moderación. Gobernar, como administrar una empresa o un hogar, tiene un profundo efecto civilizatorio. Y los voceros oficialistas que recurrieron a la descalificación, o buscaron dividir a los revoltosos, los encendieron aun más.

Al fin, la aldea está reflejando no solo la vieja dicotomía capital-interior, sino también la antigua tensión entre derechos y obligaciones y el descontento que barre buena parte del mundo occidental.

Hay preocupación en el gobierno y en los rebeldes porque una chispa casual incendie la pradera: un cruce de banderas, un insulto entre huestes. Al fin Uruguay está más partido de lo que parece.

Es probable que la protesta de productores alcance una cima en la reunión de Durazno, el próximo martes, y que derive en más movilizaciones y conflictos. Pero tarde o temprano la marea cederá, porque habrá que seguir trabajando. Tal vez se dividan, tal vez perduren. Pero ya habrán cumplido un papel de importancia histórica: terminar con la autocomplacencia oficialista y poner de manifiesto una serie de síntomas ominosos que –si el gobierno no los enfrenta con resolución– se parecerán demasiado a los que precedieron a las grandes crisis de 1982 y 2002.

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