El artista y escultor Pablo Atchugarry fue entrevistado por el periodista argentino Oscar González Oro en el episodio más reciente del ciclo Posdata. El fundador del Museo MACA habló sobre sus inicios como escultor, disciplina a la que llegó luego de abandonar la pintura, sobre su vínculo con sus obras —incluso aquellas que más le gustan y las que no— y también explicó las motivaciones detrás de la creación del museo, así como las razones por las que se trata de un espacio de acceso gratuito.
Porque creo que la cultura tiene que ser inclusiva, tenemos que incluir. Muchas veces me dicen cómo se sostiene, cómo se puede mantener. Yo digo: eso es harina de otro saco de otro lugar, de otro costal. Pero lo importante es incluir, la familia, los niños, un público que generalmente no iría a un museo de arte, no iría a una galería de arte y que ahí viene. O sea, quiere decir que el público se siente cómodo. Cuando uno llega a su casa, a la propia casa, ¿te piden que pagues la entrada? Entonces, ese es el motivo, esta es la casa de todos y entonces no se podría cobrar entrada y no se cobra.
¿Para ser artista necesario que uno pueda vender o no?
La respuesta es que no, no es necesario vender, no es necesaria la aprobación, el consenso que va a dar la calidad o el lugar que tiene la obra de arte, entonces se habla que Vincent van Gogh vendió una sola obra en su vida. ¿Qué quiere decir eso? Que de repente el artista está muy proyectado en el futuro y en el momento no es reconocido. Si no es reconocido después, obviamente el mercado no lo reconoce como para comprar obras.
¿En que etapa de tu vida termina el pintor y empieza el escultor?
Se fue dando. Tuve la suerte de que mi padre pintaba, pintaba los sábados y los domingos y yo empecé a pintar cuando tenía 8 años, o sea, usaba sus colores. Enchastraba algunos papeles, algunas cartulinas, algunos cartones y empecé a trabajar así sin darme cuenta, como cualquier niño que pinta. Y entonces seguí, seguí, seguí... Recién ahora acabo de traer la primera escultura que hice en arena y portland cuando tenía 17 años. La tenía en Italia y ahora la traje aquí para el museo. Ahí empieza a asomarse el tema de la tridimensionalidad, qué significa la tridimensionalidad, porque un cuadro, un dibujo, son dos dimensiones, ancho y largo. La tercera dimensión significa que el objeto está en el espacio y por lo tanto es como la arquitectura. Entonces el objeto empieza a participar, está flotando en el espacio y eso significa que lo tenés 360 grados para ver el objeto. El espectador se puede ir moviendo alrededor de la obra y esto significa que cada uno de esos ángulos posibles tiene que estar de acuerdo a lo que querés hacer. Es de una gran dificultad, entonces llegó un momento que esa escultura, esa tridimensionalidad empezó a prevalecer sobre las dos dimensiones, me atrajo más y me fue absorbiendo. Absorbiendo, y por un tiempo fueron conviviendo las dos y después prevaleció la escultura.
¿Te cuesta llegar al final de una obra?
Para mí es una liberación, cuando termino una obra, puf. Y sobre todo esas obras de tanto... Como esta de la que hablaba, de 56 mil kilos. Yo tardé 8 años en hacerla, no trabajaba todo el tiempo, pero iba trabajando, iba descubriendo, después paraba, hacía otras cosas y demás, así por ocho años. Imagínate que cuando dije “esta está terminada” es una liberación, fue una convivencia muy estrecha.
¿Cómo decidís una obra, cómo la pensás?
Hay una continuidad ahí, como seguir un camino, que de alguna manera es un camino individual y es un camino donde uno tiene que encontrar su propia identidad en su trabajo. Una vez que lo uno lo encuentra... El final de una obra es el principio de la próxima. Entonces eso significa que lo que no pude decir o lo que me quedé con ganas de hacer en esta, esa carga emocional, la transmito a la próxima.
¿Cuánto tiempo trabajás por día?
Me hago un horario de rutina, que son 12 horas diarias todos los días, sábados, domingos, feriados todo, lo que sea.
¿Y qué ambiente necesitas para hacer esa escultura, silencio, música?
Música lamentablemente no puedo escuchar, porque es de mucha concentración y muy peligroso, es un trabajo muy peligroso, yo trabajo con amoladoras, con discos, ya me he cortado por varias partes y bueno hay que tener toda la atención posible. Como pintor escuchaba música y demás, podía trabajar de noche, las noches largas y silenciosas. Acá no, esto es como una especie de un cuerpo a cuerpo con la materia donde hay polvo, hay ruido, hay riesgo de estas máquinas. En fin, es un gran, gran, esfuerzo.
Terminas una obra, pasan dos días, tres días hasta que la embarquen rumbo a Japón, no importa dónde. La miras y decís, “no me gustó”. ¿Te pasó?
Sí, yo soy muy crítico, autocrítico. No me doy el halago fácilmente, entonces siempre me exijo. Puede pasar y me pasa que a distancia de años veo una obra que no tiene el peso y la importancia que yo quería. Pero la respeto, respeto mucho mi pasado, porque gracias a esa obra —que ahora a distancia la puedo juzgar— puedo hacer las otras que son más completas. O son más importantes como obras, porque ese fue un escalón de esa larga escalera que hablaba antes.
¿Tenés una obra preferida?
Hay muchas que son, llamémosle, icónicas dentro de mi trabajo, una de ellas es La piedad que está expuesta aquí en la fundación. Hay otra que es El abrazo cósmico que es la más grande que he hecho, que era el bloque de 56 toneladas y hay varias otras. La primera escultura en mármol que hice, que hay unas fotos por ahí en las que estoy empujando un carrito, donde llevaba la escultura, bien simbólicamente como un bebé. Son piezas fundamentales, de diferentes periodos de mi vida y estoy tratando de recuperarlas y de ponerlas acá en el en el museo para que sea testigo la obra de lo que fue mi camino.
¿Te podés retirar?
Ah, yo creo que no. Es imposible, es imposible.
Es una adicción, es un vicio.
Es la vida misma entonces es como retirarse de la vida.