Ídolos con los pelos de punta

Para elevar la autoestima, hoy en día un peluquero es más importante que un psicólogo

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27 de junio de 2021 a las 05:00

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Durante los últimos días, Luis Fernando Gonçalves ha sido el peluquero más famoso del mundo. Le gusta ser fotografiado con un pulgar hacia arriba; puede ser el de la mano derecha o el de la izquierda, ya que a ambos les dio protagonismo. Al hacerlo entrar de incógnito a la concentración de la selección chilena en Brasil para que les cortara el pelo, algunos futbolistas trasandinos violaron el protocolo sanitario impuesto en la Copa América. Se expusieron para jugar luego en un estadio vacío. Quien entienda nuestra época, que la explique. Gonçalves exhibió la felicidad propia de un niño cuando el ídolo le acaba de regalar una camiseta autografiada. El sonriente peluquero dijo sin pelos en la lengua tras haber sido atrapado in fraganti: “Me encantó la experiencia de cortarles el pelo. Yo le suelo cortar a Rafael Gava, jugador de Cuiabá, y él le pasó mi contacto a Eduardo Vargas”. El coiffeur brasileño impuso su imagen en el escenario de las evidencias de Instagram, al fotografiarse con Arturo Vidal, a cuya cabellera –por llamarla de alguna manera– le dio los retoques necesarios para que mantuviera sus características mohicanas, y con Gary Medel, cuyo estilo capilar recuerda en mucho al de un estudiante liceal de la década de 1960, cuando la sobriedad era uno de los objetivos de la apariencia, sobre todo tras haber pasado por el sillón giratorio del peluquero.

Nunca entendí por completo, ni en un 30 por ciento, la importancia que el ser humano le otorga a los cortes de pelo. Y con esto no digo que los peluqueros sean inútiles. Tienen todo el derecho a ganarse la vida de manera honesta. Además, su actividad responde a un hecho insoslayable: la estética capilar tiene un papel extraordinario en la realidad contemporánea. Alguien sin nada en la cabeza –cabellera, quiero decir, no ideas– difícilmente vaya a ser electo presidente de un país democrático. El frenteamplista, política y anatómicamente, Daniel Martínez perdió por un pelo –lo que sería una cabeza en la jerga hípica– y bastante antes que él, un político estadounidense de larga trayectoria, con ideas brillantes y aguda inteligencia, el demócrata Adlai Stevenson (1900-1965), fracasó en los tres intentos por ser presidente de su país. La maldición del pelado lo acompañó hasta el final, evidenciando que un candidato calvo tiene mínimas posibilidades de ganar. Sin pelo, un político es como Sansón luego de haber sufrido la poda nocturna de Dalila. No obstante, en la meca del cine, la historia es otra. Los dos actores mejor pagados de Hollywood en estos días, Vin Diesel y Dwayne Johnson, no tienen pelo, tampoco un pelo de tontos. Son genios a la hora de abultar su cuenta bancaria vendiendo la imagen higiénica que los caracteriza a partir de un estilo al rape reconocible ya por décadas. Si fueran futbolistas chilenos, Gonçalves no los hubiera tenido de clientes ni se habría violado el protocolo sanitario. 

A los chilenos, al menos a algunos de los que juegan al fútbol en la selección, algo tan sin mayor importancia como un corte de pelo es capaz de hacerlos sentir bien. De eso da cuenta el peluquero brasileño: “Estaban muy animados, fue divertido”. La historia presenta raras simetrías en este aspecto, y no me refiero al hecho de que Elvis Presley, cuyo arreglo capilar fue por muchos años el más reconocible de Estados Unidos, haya nacido en la ciudad de Tupelo, sino a un aspecto que marcó a fuego a nuestra era. La cabellera tiene un simbolismo cultural que no fue traído de los pelos. Una persona suele ser juzgada de acuerdo con su aspecto. Esta impone presiones. De niño, una vida atrás, me sentía mal cada vez que me llevaban a cortar el pelo. El peluquero tenía en su salón dos grandes retratos, uno de Carlos Gardel y otro de Julio Sosa, en los que la virilidad estaba representada por dos cabelleras fuertemente engominadas. La masculinidad dependía de la brillantina. Por consiguiente, cada vez que iba obligado a ese lugar salía como justamente temía iba a salir: con la cabeza engrasada con Glostora. Hoy ningún futbolista usa gomina aunque, dada la volubilidad de las modas en la época actual, no resulta imposible que la práctica vuelva a ponerse en boga dentro de poco. 

El paso del tiempo puede observarse documentado en las formas de ordenar y podar las cabelleras humanas. La parte menor de las cualidades exteriores dotó al porvenir de presente. Una década entera y dramática quedó simbolizada por el pelo: la de 1960. Cuando The Beatles llegó a la fama, todo el mundo se dejó crecer la cabellera. Aumentó el estrés y desempleo entre los peluqueros. Nadie quería ser Sansón, pero sí John Lennon o Paul McCartney. La juventud encontró en la melena una de las formas de expresar su modernidad y empatía con los acelerados tiempos que hicieron sentir a muchos como leones, aunque el de la Metro estaba allí desde antes y nadie le había prestado atención. Las cabelleras del rey de la selva no llegaban al metro (entre las lianas no había subways), pero empezaron a medir más de 10 centímetros, como 20 y 30, casi tanto como eso. La melena fue un éxito inmediato y resultó tanto o más atractiva que el jopo de Elvis Presley, el cual tenía un dejo de estilo liceal y de década de mucho antes. Con la primera invasión del rock inglés, la sociedad sin separación entre Oriente y Occidente se uniformizó y cientos de buenos peluqueros fueron a la bancarrota, sobre todo aquellos que no hicieron concesión a la época cuando el pelo empezó a crecer más rápido, ni tampoco a la corta diferencia entre ya y ya no. 

En la década de 1970 hubo un cambio con relación al pasado inmediato. El pelo perdió valor simbólico. Hollywood cambió la percepción de las apariencias. El personaje de Tony Manero en Fiebre del sábado a la noche hizo famoso a John Travolta, y con él surgió una acepción renovada del buen aliño. Como si en el peinado se cumpliera la suerte del mundo de manera indirecta, le tocó el turno a la contracara del mester de peluquería. El ars peinandi reinó en las últimas horas masculinas, donde menos había para decir. Convertido en fetiche capitalista, el pelo largo pasó a representar la calvicie de la ideología. Las greñas se mantuvieron a mitad de camino, ayudadas por champús, acondicionadores y cualquier ungüento malsano que pudiera mantener los rulos en la dirección correcta. Ya no era necesario ser igual a todo el mundo. Esto quedó de manifiesto a fines de esa década, cuando la eclosión del movimiento punk revitalizó la heterodoxia. La cabellera cambió nuevamente de trayectoria. Desde entonces, ha vivido en el zigzag, en la montaña rusa de las transformaciones constantes, desplazándose a la deriva de un lado a otro, sin encontrar el estilo que mejor se ajuste a una época cada vez más impresentable, en la que por un corte de pelo algunos se animan a faltarle el respeto a una pandemia universal. 

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