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La decadencia de Occidente

Una comparación entre la cultura occidental grecocristiana y la cultura occidental moderna
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23 de agosto de 2021 a las 05:03

Para medir la decadencia de nuestra cultura basta comparar las definiciones de la amistad según Aristóteles y según Freud (*1). Según la clásica definición de Aristóteles, la amistad es una unión espiritual: “La amistad es un alma que habita en dos cuerpos; un corazón que habita en dos almas.” Según Freud, en cambio, la amistad es básicamente un amor erótico inhibido en su fin sexual: “Tras alcanzar la elección de objeto heterosexual, las aspiraciones homosexuales no son (…) canceladas ni puestas en suspenso, sino meramente esforzadas a apartarse de la meta sexual y conducidas a nuevas aplicaciones. Se conjugan entonces con sectores de las pulsiones yoicas (…) y gestan así la contribución del erotismo a la amistad, la camaradería, el sentido comunitario y el amor universal por la humanidad. En los vínculos sociales normales entre los seres humanos difícilmente se colegiría la verdadera magnitud de estas contribuciones de fuente erótica con inhibición de la meta sexual.” (*2)

También basta comparar la filosofía política de Santo Tomás de Aquino, centrada en la búsqueda del bien común, con la de Nicolás Maquiavelo, centrada en la búsqueda y la conservación del poder. Parece claro que hoy Maquiavelo tiene más seguidores que el Aquinate.

Comparemos ahora la concepción del fundamento de los derechos humanos del iusnaturalismo medieval, prolongado en la actual doctrina social cristiana, y la del positivismo jurídico de los últimos siglos.

Según la doctrina cristiana, cada persona humana tiene un valor infinito porque es un ser racional creado por Dios a su imagen y semejanza. Todos los seres humanos son ontológicamente iguales porque todos ellos (y sólo ellos, en nuestro universo material) comparten una misma naturaleza racional en virtud de su creación. Dios nos ha dotado a todos de ciertos derechos humanos inalienables, inherentes a nuestra naturaleza humana inmutable. Uno de esos derechos humanos que el Estado no nos puede dar ni quitar es el derecho a la vida.

En cambio el fundamento de los derechos humanos según el positivismo jurídico es un tembladeral: la ley positiva promulgada por el poder estatal, que en las democracias modernas depende de mayorías legislativas variables. ¿Se mantendrá la creencia en la igualdad esencial de todos los seres humanos allí donde se reniega de todas las esencias? ¿Se conservará en aquellos que sólo creen en la fuerza de la lucha por la vida, en pos de la supervivencia del más apto? Si la nada es nuestro origen y nuestro destino, entonces no hay nada que pueda llamarse bueno o malo en un sentido absoluto: en última instancia no habría ningún acto humano bueno ni malo, porque la existencia humana carecería de toda finalidad trascendente. Todo debería juzgarse según los cambiantes deseos, intereses, pensamientos y circunstancias de cada sujeto o cada sociedad. Por esta vía podría regresar a nuestra civilización la esclavitud, por ejemplo. En cierto modo ya ha regresado: considérense por ejemplo la experimentación con embriones humanos, la congelación de embriones humanos y el alquiler de vientres. Los embriones humanos son individuos de la especie humana. Si la democracia liberal puede decidir que hay individuos humanos sin derechos humanos, entonces no se ve por qué, por los mismos medios democráticos, otras minorías no podrían sufrir una discriminación semejante. De hecho, ello ya ocurre mediante la actual tendencia a la legalización de la eutanasia y el suicidio asistido.

Comparemos, finalmente, las motivaciones últimas de los actos humanos según dos grandes cosmovisiones en pugna dentro de nuestra cultura: la cristiana y la atea individualista.

Los cristianos y otros creyentes obramos mal con mayor o menor frecuencia, pero la religión nos hace ver que hemos obrado mal y nos mueve al arrepentimiento. En cambio, en nuestra cultura postmoderna, una legión de psicólogos individualistas que predican el evangelio de la autoestima tratan de hacernos creer que el pecado no existe, que el sentimiento de culpa es algo enfermizo y que debemos dejar de preocuparnos tanto por los demás y buscar primordialmente nuestra propia felicidad. No es extraño que las personas presas de ese egoísmo “racionalizado” apenas puedan convivir pacíficamente entre sí, no digamos ya de un modo armónico y fructuoso. Quien piensa que “el hombre es una pasión absurda” y que “el infierno son los otros” (como el ateo Sartre) se sentirá menos inclinado a una vida de abnegado sacrificio por los demás y más inclinado al suicidio que un cristiano, que considera que la vida está llena de un sentido trascendente y que espera, por la misericordia de Dios, alcanzar la plenitud de la vida eterna más allá de la muerte.

Pese a la decadencia cultural que ha sufrido en los últimos siglos, nuestra civilización occidental aún sigue funcionando, más o menos; pero vive (o sobrevive) por los residuos de la cosmovisión cristiana que providencialmente quedan en ella y que muchos quieren disolver lo antes posible.

Quizás alguno arguya que el panteísmo tiene una noción del ser humano aún más elevada que la noción bíblica: no estaríamos llamados a ser hijos de Dios sino que seríamos el mismo Dios. Empero, el Dios del panteísmo es un dios alienado, contradictorio y degradado, el Uno caído en la multiplicidad por una absurda tragedia primordial. Además, según el panteísmo, el ser humano individual no sería más que una mera apariencia o ilusión, un producto de la alucinación divina de lo múltiple. El mundo y las personas serían un error, un mal, algo que no debería existir. Que el panteísmo haya echado raíces en Occidente es otro síntoma más de nuestra decadencia cultural. l

Otros escritos del autor en: https://danieliglesiasgrezes.wordpress.com.

*1) Debo esta comparación a un amigo jesuita.

*2) Sigmund Freud, Obras Completas. Volumen XII, Amorrortu Editores, Buenos Aires, 1991, p. 57.

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