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08 de octubre de 2021 a las 21:34

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La mejora que hubo en la seguridad y la buena imagen pública de la policía son consistentes con la tendencia a la baja de los delitos más importantes. Son muy buenas noticias, por supuesto, pero no recogen un problema persistente que empaña el resultado de la gestión del Ministerio del Interior: la crisis estructural del sistema penitenciario que, a la larga, termina alimentando el círculo delictivo. 

Un estudio de la consultora Cifra, difundido el martes 5, que da cuenta de que hoy es la economía el principal problema de los uruguayos, trae a la memoria de que ese lugar, “en casi toda la década pasada, era ocupado por la inseguridad”. 

Por otra parte, un sondeo de Equipos, conocido el miércoles 6, revela que casi 6 de cada 10 uruguayos confían en la policía, lo que supone uno de los niveles de confianza más altos de la fuerza pública desde que comenzó a realizarse esta encuesta hace 26 años.

Se trata de dos puntos de vista de la opinión pública que reflejan, de algún modo, el efecto que tuvo en la ciudadanía la tendencia a la baja de los delitos desde que se instauró una nueva política de seguridad con el gobierno de Luis Lacalle Pou. 

En el semestre enero-junio de 2021, en comparación con el mismo período del año anterior, según las estadísticas del Ministerio del Interior, por tomar el último dato disponible, hubo una baja de homicidios (26%); de hurtos (10%): de rapiñas (17%); de violencia doméstica (12%) y de abigeato (43%). 

Pero, al mismo tiempo, hay que admitir que, en algún momento, el estado calamitoso del sistema penitenciario puede poner en entredicho la mejora de la seguridad pública. 

El deterioro carcelario irrumpe en la agenda pública solo ante situaciones extremas. En setiembre pasado, todo el mundo reaccionó con indignación a los vejámenes que sufrió un preso del Comcar, por parte de otros internos, sometido por lo menos durante 40 días en una celda, provocándole un cuadro de desnutrición severa y estrés postraumático. 

No es el primer caso ni será el último episodio desgraciado porque, como dijo el comisionado parlamentario para el Sistema Penitenciario, Juan Miguel Petit, en una entrevista en el programa En perspectiva, responde a “un fallo estructural catastrófico” del sistema carcelario. 

Las violaciones a los derechos humanos de los presos, las condiciones paupérrimas de reclusión que violentan el objetivo del castigo y convierten en una ficción la idea de cárceles como centro de rehabilitación y posterior reinserción en la sociedad permanecen ocultas a los ojos de la política y de la sociedad, subestimándose su influencia como fábrica de malhechores.

Un fenómeno de carácter mundial es que cada vez hay más personas privadas de libertad por un auge del “momento punitivo”, como lo define el experto Didier Fassin, que se refleja en un aumento inédito de la población carcelaria. 

A julio pasado, en las cárceles del país había 13 mil presos cuando la capacidad locativa es de 10 mil; según proyecciones, se espera que el número de presos al final del presente periodo se ubique entre 16 mil y 19 mil. Y todo ello bajo un procedimiento deshumanizado por carencias edilicias y falta de recursos humanos idóneos.

La crisis carcelaria es una bomba de relojería cuya reforma es tan urgente como la lucha contra el delito. Y que implica una vergüenza para esa democracia de la cual tanto nos enorgullecemos. 

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