Camilo Dos Santos

Las guerras filológicas y La previa

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06 de diciembre de 2020 a las 06:00

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Querida Magdalena:

Las guerras filológicas

Uno podría pensar que la vida en Oxford -una institución que se re-monta al año 1096- discurre por caminos ajenos a las pasiones del común de la gente. Pero apenas se rasca un poco la superficie, se comprueba que aquí, no menos que en cualquier otra parte, han vivido y trabajado seres humanos con todas sus grandezas y mezquindades, sus amores y sus fobias.

En estos días, he estado investigando la historia de la Metafísica de Aristóteles; su biografía textual, por así decirlo, desde que salió de la mente y del cálamo de su autor, hasta llegar a la edición rústica inglesa de Penguin Classics -ahora también disponible en formato digital. Como tengo un notable esprit de corps, me alegró saber que una parte importante del trabajo de fijación del texto, se realizó precisamente en nuestra Universidad. Y que la versión más confiable, la referencia ineludible, es la que llevó a cabo W. D. Ross, sobre el griego original, en 1924. Los textos, como la gente, pasan por vicisitudes inimaginables, tan apasionantes como las novelas de Stevenson. En el caso de la Metafísica, hurgando en prólogos de diversas ediciones, he descubierto que, a lo largo de los siglos, la tinta y la sangre se mezclaron en lo que graciosamente llamaré las Guerras Filológicas. Es verdad que no faltaron también afectos y reconocimientos, pero lo que más llama la atención son los enojos y protestas de quienes no podían soportar que otros prefirieran escribir οὐθεἱς en vez de οὐδεἱς… Mi contacto con el mundo de los traductores -y especialmente de las traductoras, he de decir- no me había preparado para tales conflictos.

Como usted sabe, así como el platonismo se perpetuó en Occidente a través de grandiosos pensadores como San Agustín, el pobre Aristóteles casi desapareció del mapa durante la Alta Edad Media. Hasta que en el siglo XII sus textos llegaron a Europa, en parte gracias a los árabes. Y ahí empezaron las traducciones (y las Guerras). Le daré algunos ejemplos, todos ellos oxonienses.

El más célebre de los traductores medievales fue quizás Guillermo de Moerbeke, un fraile dominico, oriundo de Lovaina (nadie es perfecto). En Roma se hizo amigo de Tomás de Aquino que, para nuestro bien, le rogó que tradujera a Aristóteles. Guillermo revisó y corrigió gran parte de los códices disponibles y, en el caso de la Metafísica, tradujo por completo el libro K. Lo que se dice un crack. Pues bien, un contemporáneo suyo, el franciscano Roger Bacon, lector de Aristóteles aquí en Oxford y uno de los padres del moderno método científico, dice despectivamente de él: “…iste Wilhelmus Flemingus… Ese flamenco, Guillermo, que ahora está de moda, a pesar de que es sabido por los doctores de París que ignora la lengua griega de la que tanto presume… Estoy convencido que más le habría valido a Aristóteles no ser traducido”. Vaya por Dios. 

Pero no solo los clérigos medievales son pecadores envidiosos. En una muy difundida versión del siglo pasado, el traductor prologa a Aristóteles con inaudita violencia. Todo lo que han hecho los demás le parece nefasto. Vale la pena que lo cite in extenso, pues es como un paradigma del rencor intelectual: “Una aceptable traducción debe cumplir con tres requisitos de los cuales carece por completo la del prof. Z.: debe decir todo lo que dice el original, no decir nada que el original no diga, y expresarlo en un correcto inglés. No digo que sea tarea fácil, pero para Z. la empresa parece haber excedido sus, por otra parte, excelentes capacidades”. Casi parece un accidente.

Vivir inmerso en un medio académico como el de Oxford -un lugar dedicado a mejorar a las personas a través del conocimiento y del compromiso con elevados estándares éticos- me ha parecido siempre un privilegio y una responsabilidad. Pero cuando veo cómo el rencor y la mezquindad pueden florecer aún aquí, en oscuros prólogos que sólo muy pocos están destinados a leer, me invade cierto pesimismo antropológico. 
A veces, en nuestros desayunos literarios de los sábados, mi traductora y yo nos enredamos también en pequeñas pero apasionadas guerras filológicas sobre una u otra palabra. Claro que nunca hemos dejado que las palabras sean mayores que nuestro cariño. Y a las acciones bélicas siguen siempre maravillosos armisticios conyugales. 
 

La previa

Estimado Leslie:
 

Imagino que coincidirá conmigo en que la vida misma es una gran maestra. En lo que a mi respecta, entre las muchas cosas que me ha enseñado, una de las que más aprecio es la de aprender a reconocer las oportunidades que los acontecimientos fortuitos traen consigo en forma generalmente solapada. No es un ejercicio fácil, más que nada porque nuestras “creencias limitantes” nos llevan, inconscientemente, a juzgar las cosas de modo tajante y, así, nuestra actitud frente a lo que nos pasa es habitualmente obtusa y limitante. La humana tendencia a trazar una línea gruesa entre lo bueno y lo malo nos impide apreciar la grisura (no en el sentido de mediocridad o insignificancia, sino de la confluencia de los opuestos) inherente a muchos de los hechos que nos esforzamos por distinguir y rotular de forma categórica. De esta manera, nos quedamos psicológicamente pegoteados al rótulo que le asignamos a lo que nos pasa (especialmente cuando es “malo”) sin poder imaginar qué ventaja o provecho podemos sacar de esas circunstancias. Si Sartre pensó que la libertad es lo que hacemos con lo que nos pasa, la realidad es que, en nuestro fuero más interno, estamos destinados a pelear contra nosotros mismos para no ser esclavos de nuestras creencias no examinadas. Sí, Leslie, las grandes ideas, como la de Sartre, desafían a la realidad para que podamos dar a luz nuestro verdadero potencial.   

Este año 2020 ha puesto a prueba -con una ferocidad inigualable- mi capacidad para el aprendizaje, tanto para las enseñanzas de la vida como de las grandes ideas con las que Filosofía me ha enamorado desde chica. La pandemia global (a la que hubiera rotulado como un episodio más de Black Mirror hace poco menos de un año), me ha paseado por los estados anímicos más dispares: desde la seguridad reconfortante de sentirme contenida en mi casa junto a mi familia, hasta la experiencia de vértigo en la que todos los pisos se me desbarrancaron, en unas alucinaciones de movimiento honestamente espeluznantes. 
Y todo esto viene a cuento porque, a menos de un mes de consumarse este año tan peculiar, he podido reconocer y usufructuar la oportunidad más significativa que este me ha deparado. 

No sé usted, pero yo me siento literalmente abrumada por el mes de diciembre. No se trata, como intentan convencerme algunos, del cansancio acumulado de un año entero de trabajo, para nada. Mi problema es la cantidad de citas y compromisos a los que me veo expuesta, desde despedidas de trabajo, de amigos y de grupos de todo tipo y color, hasta compras de provisiones y regalos (con interminables colas en las tiendas y supermercados) para el “amigo invisible” o el arbolito navideño. Tan acuciante es el agobio que, con el paso de los años, ya lo padezco a priori: a mediados de noviembre comienzo a sentir esa típica sensación angustiosa de lo “que se viene…” Y entonces los festejos, que deberían ser alegres y significativos, pierden todo sentido y disfrute para mí.  Si bien la Navidad es una de mis celebraciones predilectas, la “previa” (como dicen los jóvenes) me resulta realmente engorrosa. Y mi pobre marido (que adora el mes de diciembre en Montevideo) hace años que viene sufriendo mis recurrentes amenazas: “el año que viene me mando mudar el treinta de noviembre a un lugar tranquilo para disfrutar de mi soledad y, libre de presiones y compromisos, escribir, leer y pensar”. Pero este diciembre del año covid-19, con su “segunda ola” de contagios, nos ha liberado a ambos.

Imagino que a esta altura debe de estar pensando que mi carta es cualquier cosa menos una respuesta a la suya. Pero me gustaría que supiera cuánto saboreé su lectura. No porque sea mejor que las otras ciento catorce que me ha escrito hasta ahora. La razón de mi disfrute es que la recibí durante mi tan deseado retiro de soledad de diciembre, y que la leí durante un intervalo en este proyecto apasionante de escribir un libro de Filosofía, al que ahora sí decidí dedicarme con toda mi undivided attention (quizás María encuentre la traducción justa de esta maravillosa expresión del inglés al español). 

Finalmente, le confieso que su carta me dejó pensando sobre la pertinencia de los prólogos y las previas... Porque las previas son solo una señal del destino. Y el pensamiento de Aristóteles vuela muy por encima de las controversias de los prologuistas de su obra.

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