El Trump holandés. Así le dicen al político que triunfó en las elecciones legislativas de esta semana en la pacífica, igualitaria y aparentemente justa nación conocida como Países Bajos. Al nuevo presidente argentino, Javie Milei, también se lo ha identificado con el expresidente estadounidense, que ya está armando su campaña para volver a la Casa Blanca. Jair Bolsonaro también tiene sus puntos en común con Trump, que se traducen incluso en relaciones carnales con él y sus asesores, quienes arreglaron darle “asilo” en Miami cuando Lula ganó las últimas elecciones.
Hay más ejemplos que hacen pensar en una inquietante era de políticos y jerarcas crispados, que son además legitimados sin dudas por las urnas. Tienen algunos puntos en común además del populismo: gritan, insultan, ofenden a diversos grupos de personas, e incluso pueden llegar a discriminar lisa y llanamente.
Pero el denominador común que más me interesa abordar en esta columna es el apoyo que consiguen. Se necesita un estado de situación especial, una serie de frustraciones y decepciones profundas, para que millones de personas, no necesariamente identificadas con el populismo, la derecha o la extrema derecha, voten a candidatos agresivos, que raramente dan buen ejemplo aunque puedan llevar adelante gobiernos con algunos buenos resultados. ¿Cómo incide en las democracias, en los sistemas políticos y en los ciudadanos este tipo de político crispado, que se desgañita gritando y acusando y que hace todo lo que uno le enseña a su hijo que no debe hacerse?
Esta semana compitieron unos 26 partidos políticos holandeses por los 150 escaños de la cámara baja del Parlamento. El gran ganador, con 35 posiciones que luego negocian fuerte para elegir al primer ministro, fue el experimentado abogado y legislador Geert Wilders, un hombre que ha sido amenazado de muerte muchas veces por extremistas islámicos, que fue condenado por insultar a los marroquíes y a quien Gran Bretaña una vez le prohibió ingresar al país.
Wilders es ahora el candidato mejor posicionado para convertirse en primer ministro, sucediendo a Rutte, que lideró a cuatro coaliciones durante 13 años. Es un “viejo” conocido de los holandeses y cada vez más a nivel internacional, por su agresivo discurso anti islam. Esta vez decidió centrar su campaña menos en lo que denomina “desislamización” de los Países Bajos y más en temas como la escasez de vivienda, el costo de vida y la atención médica. En su plataforma propone realizar un referéndum para abandonar la Unión Europea, considera que hay que parar con el asilo de inmigrantes y que no deben permitirse “escuelas islámicas, coranes ni mezquitas”.
Javier Milei ganó con enorme comodidad el balotaje argentino, respaldado por la desesperación, la frustración y el descreimiento de millones de compatriotas que están hartos de sucesivos gobiernos que combinaron la ineficacia con la deshonestidad, cuyo resultado más evidente ha sido una crisis profunda, una pobreza que supera el 40% y una falta de esperanza de que algo puede mejorar en un país con un déficit fiscal que supera los 15 puntos del PBI y que los economistas consideran impagable.
El discurso que dio apenas se supo que era el nuevo presidente, distó mucho de lo que había dicho en campaña. Hablo en tono mesurado, dijo muy poco en palabras y sustancia y agradeció mucho. No hubo referencias al “imbécil ese que está en Roma” (el papa Francisco), no se refirió a que la gente debería poder vender sus órganos ni a tirar la ley de aborto ni a las feminazis ni a nada que pudiera resultar polémico. Tampoco sacó la motosierra. Ni le dijo mogólico a nadie, como había hecho en 2019 refiriéndose a un economista liberal: “A ver pedazo de mogólico, imbécil, tarado. La batalla cultural tampoco se puede dar, porque hay algo llamado censura. Te recuerdo que hasta hace poco las reuniones de liberales se hacían en un ascensor, y sobraba espacio”.
Dos días después de ser electo habló amablemente con el papa, quien lo llamó para desearle lo mejor en su gobierno, el mismo papa que Milei definió como “el representante del maligno en la Tierra” o (como le dijo a Tucker Carlson de Fox News), el que “tiene afinidad por los comunistas asesinos” y viola los Diez Mandamientos al defender la “justicia social”.
El que decidió no poner la otra mejilla, a diferencia del papa, fue Lula, quien anunció que no asistirá a la toma de posesión del nuevo presidente argentino, porque está ofendido luego de ser calificado por él de “ladrón” y “comunista furioso”.
¿Será que los crispados se crispan como estrategia de campaña? ¿O sería demasiado peligroso asumir que lo anterior es cierto cuando está en juego la convivencia y la democracia, además del bienestar de grupos de personas que se pueden ver directamente afectados por los gritos y los insultos porque no son solo palabras y porque hay palabras que generan hechos y esos hechos pueden ser de odio?
Los crispados no nacen de un repollo. Nacen de la crispación, de sociedades inestables, de frustraciones recurrentes incluso en países del primer mundo con niveles de bienestar muy diferentes a los de Argentina o incluso Brasil. Lo que tiene la rabia es que no discrimina por estratos sociales; está tan embroncado un holandés que no consigue un trabajo acorde con su formación o expectativas económicas o uno que no puede comprarse un apartamento a pesar de que trabaja para eso, que un argentino que no puede ahorrar ni un mango porque el peso argentino no vale nada o, como dice Milei, “no puede valer ni excremento”.
Ojalá la crispación fuera solo una estrategia de campaña y ojalá todas fueran rosas cuando los crispados asumen el gobierno. Ahora se apunta a que Milei será “frenado” por el expresidente Macri y su grupo de asesores. Si finalmente Wilders logra llegar a ser primer ministro, deberá negociar una coalición que lo obligará a hacer muchas concesiones a sus ideas madre. En cualquier caso, ojalá que ellos y todos los crispados logren hacer buenos gobiernos. Hay demasiada evidencia de que la crispación no lleva a nadie a buen puerto y más si ese alguien tiene poder.