Ángel Ruocco

Ángel Ruocco

La Fonda del Ángel

Los tabúes alimentarios son un misterio

Los tabúes, las costumbres peculiares y las manías en el campo de la alimentación imperan en todo el mundo y muchas veces tienen tanto de misterio como de irracionalidad.
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23 de noviembre de 2012 a las 00:00

Los hindúes, por ejemplo, consideran tan sagradas a las vacas que la Constitución federal india contiene una expresa prohibición de sacrificar vacas, terneras y otros animales de ordeño y tiro y, por ende, consumir su carne. De hecho sólo se puede utilizar su leche.

De ahí que la India tenga la mayor población vacuna del mundo, calculada en más de 200 millones de cabezas (sin contar otras decenas de millones de búfalos) que se pasan a menudo vagando sin ser molestados por campos, carreteras y calles. Lo paradójico es que en ese país de más de mil millones de habitantes mucha gente tiene una necesidad urgente de proteínas, calorías, vitaminas y minerales, que se podría satisfacer con el consumo de carne vacuna.

A los judíos y musulmanes sus respectivas religiones les impiden comer carne de cerdo, mientras que otros pueblos no conciben incluir carne de caballo en su dieta. Los uruguayos decimos que “a caballo se hizo la patria” y no aceptamos comer la carne del emblemático animal (aunque sí la exportamos).

A los uruguayos también nos repugna la idea de consumir carne de perro, que es una exquisitez para chinos y coreanos, o la de comer insectos, como es habitual en muchos países del mundo, incluyendo México, o reptiles o monos o ratas o gusanos o alimañas varias. Son pocos nuestros compatriotas que se animan a comer caracoles, que tanto le gustan a los franceses.

Asimismo, muchos europeos se estremecen de asco cuando se enteran de qué son en realidad los chinchulines (alguno, ingenuo, pregunta de qué están rellenos). Pero los criollos los consideramos una delicia. Lo mismo que los romanos, a los que les encanta la paiata, que no es otra cosa que chinchulines en una salsa para los rigatoni, un clásico en las trattorie del Testaccio.

No son pocos los uruguayos del interior profundo que ni por broma comen mariscos. Y unos cuantos montevideanos no se animan a comer ubre, y menos criadillas, a la parrilla.

Lo que para algunos pueblos es una delikatessen para otros es el colmo de lo repugnante.

¿Por qué ocurre esto? Las razones del rechazo o de la prohibición de consumo -ya sea por presuntas o reales motivaciones religiosas, sanitarias, culturales, orgánicas, consuetudinarias, comerciales o sociológicas- de algunos alimentos por parte de numerosos seres humanos son a menudo enigmáticas y aparentemente injustificables.
Desde el punto de vista científico los seres humanos son omnívoros, o sea criaturas que comen alimentos de origen vegetal y animal y que satisfacen sus necesidades de nutrición mediante el consumo de una gran variedad de sustancias. Estas pueden incluir hasta secreciones rancias de glándulas mamarias (léase queso), hongos (por ejemplo champiñones) o rocas (como la sal).

Sólo hay unos pocos productos que son biológicamente inadecuados para que la especie humana los consuma. Por ejemplo, el intestino humano no puede asimilar grandes dosis de celulosa y de ahí que desechamos muchos tipos de hierbas, de hojas de árboles o de maderas. Entre las escasas excepciones están algunos brotes o cogollos, como tallos de palma y de bambú.

También está el caso de que muchos asiáticos y africanos no pueden consumir productos lácteos a causa de una insuficiencia congénita de lactasa, una enzima que permite digerir la lactosa.
Pero todos pueden comer de (casi) todo, según el reputado antropólogo estadounidense Marvin Harris. La definición de lo que es bueno o malo para comer no puede basarse en la fisiología de la digestión (con las excepciones antedichas) sino sobre todo en las tradiciones gastronómicas de cada pueblo y de su cultura alimentaria, concluye Harris.

Es que “sobre gustos no hay nada escrito” como decían los antiguos romanos, que no podían vivir sin el garum, una salsa de pescado putrefacto…

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