Uno de los días más alucinantes –fulgurantes, sería el adjetivo correcto– en el pleno sentido de la palabra que he vivido, fue a fines de noviembre de 1980, cuando visité la Biblioteca del Congreso en la capital estadounidense, edificio señorial con espacios que hacen un guiño al panoptismo. Fue una de esas primeras veces que jamás perderán su pole position en la memoria.
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