De Leslie Ford,del Trinity College, para Magdalena Reyes Puig
Querida Magdalena:
De Leslie Ford,del Trinity College, para Magdalena Reyes Puig
Querida Magdalena:
Volvió usted felizmente a recordar a Martin Buber. Yo había leído con sumo placer su obra quizás más conocida, “Yo y Tú”, algo a caballo entre la filosofía y la poesía. Pero desconocía hasta hace poco “Confesiones del Éxtasis” (Ecstatic Confessions), su personal antología de los místicos que han dejado testimonio escrito de sus encuentros con la divinidad. Siendo yo mismo, no un místico, pero sí un converso, tengo cierta inclinación a los textos de quienes han pasado por experiencias de algún modo semejantes. He devorado “Las Confesiones” de
Agustín de Hipona, “Historia de una Familia Judía” de Edith Stein, e incluso “Dios Existe: Yo me lo encontré” de André Frossard. Cuando se han leído estas narraciones, ya no sirven los modelos clásicos de interpretación de la realidad. Y no porque la realidad haya cambiado, sino porque la visión se ha ampliado y ahora se nos enseña lo que antes no podíamos ver. Lo apasionante de estos escritos es que cuentan cómo era el antes y el después. Cómo era estar ciego y ahora ver. La tensión está asegurada.
Por familiaridad geogáfica, déjeme detenerme en dos casos que conozco un poco mejor, porque sucedieron aquí mismo, en la Universidad de Oxford.
El primero es el de John Henry Newman, ilustre ex-alumno de este Trinity College, desde cuyas bibliotecas escribo yo estas cartas.
Su paso de ser un clérigo de la Iglesia de Inglaterra, a un cardenal de la Iglesia Católica, es fascinante. Sus estudios y lecturas, dentro del llamado Movimiento de Oxford, sobre todo durante la década de 1830, lo fueron sacando de su zona de confort. Y esto es lo importante, él siempre aceptó que la verdad tenía derecho a exigirle esa incomodidad. En su apasionante autobiografía, Apologia pro Vita Sua (que puede bajarse gratuitamente desde www.gutemberg.org, sin violar la ley), pueden encontrarse los hechos, pero también las reflexiones que él mismo hace sobre esos hechos.
El paso de Newman al catolicismo supuso rupturas con familiares y amigos, y quedar en el centro de violentas polémicas que desbordaron el ámbito universitario y se hicieron nacionales. Quizás algunas de las críticas que entonces se dirigieron contra él tenían fundamento, y uno puede inclinarse hacia uno u otro lado de la línea. Pero se le ha reconocido universalmente la serenidad con la que, sin jamás quejarse, renunció al prestigio social y a los muchos beneficios económicos de su antiguo credo, para asumir en adelante una vida pobre y austera -sí, incluso como cardenal.
Aproximadamente un siglo después, dos profesores de Oxford, mantuvieron también conversaciones sobre la fe, con un grado de belleza formal, de profundidad, pero también de originalidad, que maravilla.
C.S. Lewis (autor de las Crónicas de Narnia y de las Cartas del diablo a su sobrino) y J.R.R. Tolkien (autor de El Hobbit y El señor de los anillos), se consideraban a sí mismos “amateurs en un mundo de grandes escritores” -claro que para nosotros es difícil entender a qué tipo de amateurismo se referían.
En todo caso, sabemos que durante años, de viva voz y por carta, o a través de escritos formales -¡e incluso de poemas!- discutieron acerca de lo que llamaban “el mito cristiano”. Tolkien era cristiano y pensaba que Lewis también debía serlo. En fin, un domingo de septiembre de 1931, acompañados también por Hugo Dyson (un profesor de Merton College que, entre paréntesis, odiaba a los elfos de Tolkien), salieron a caminar por Addison’s Walk, en los terrenos de Magdalen College. Habían arrancado antes de cenar y continuaron, paseando y hablando hasta las 3 de la mañana. Esa noche, la de la conversión de Lewis, fue una noche inolvidable en la que no sólo Dios susurró, sino también el viento y los árboles. En una carta escrita pocos días después, el mismo C.S. Lewis resume lo sucedido: “Empezamos hablando…interrumpidos por un viento tan súbito y con tal profusión de hojas, que pensamos que estaba lloviendo… Todos retuvimos el aliento… Entonces, Dyson y Tolkien me mostraron que la historia de Cristo es simplemente un mito que opera en nosotros de la misma manera que los demás, pero con esta tremenda diferencia: que realmente sucedió”.
No sé qué opinará usted de este texto: yo creo que no está nada mal, para un escritor aficionado.
En todo caso, sabemos que durante años, de viva voz y por carta, o a través de escritos formales -¡e incluso de poemas!- discutieron acerca de lo que llamaban “el mito cristiano”.
De Magdalena Reyes Puig para Leslie Ford, del Trinity College
Estimado Leslie:
Si la Filosofía nace del asombro para encarnarse en la apasionada búsqueda de la verdad, los mitos son una de las vías regias para conquistar ese propósito. “A través de los mitos los hombres expresan verdades que, de otro modo, quedarían sin ser dichas”, afirmó el mismísimo J.R.R. Tolkien, a quien usted refiere en su epístola. De hecho, este fue el argumento que empleó para convencer de C.S. Lewis acerca de la naturaleza verídica del mito cristiano.
Hay verdad en los mitos, especialmente en aquellos que aluden a aspectos de la condición humana más consustancial. Tolkien la encontró en la Biblia, Freud en el Edipo Rey de Sófocles, y las hermanas Wachowski en la Alegoría de la Caverna de Platón.
Pero también existen posturas contrarias al juicio de Tolkien. Este es el caso del filósofo argentino, Mario Bunge, para quien todo conocimiento debe fundamentarse en la ciencia, donde los hechos reemplazan al mito y la teoría se impone sobre las presunciones de la fantasía. Para Bunge sólo es real aquello que puede ser corroborado por los datos de la experiencia objetiva, y la imaginación no sería un medio válido para acceder a la verdad de las cosas.
Confieso que he leído con interés a Bunge, especialmente 100 ideas y Pseudociencia e Ideología. Sin embargo, pienso que es absurdo negar el inmenso aporte que han hecho la teoría del complejo de Edipo de Freud y la película Matrix de las hermanas Wachowski, a nuestra comprensión de la naturaleza humana y de la realidad en la cual nos encontramos incluidos.
Todo esto remite al clásico dilema acerca de las fronteras que separan y distinguen a la verdad de la mentira o, más precisamente, a la ficción de la realidad. En nuestra cultura, este dilema se traduce en la oposición entre evidencia empírica y fábula imaginativa. A pesar de la máxima de Einstein, “La imaginación es más importante que el conocimiento”, aún persiste el afán generalizado en vincular lo real con aquello que está efectivamente comprobado y consensuado. Así, desestimamos el hecho (que Einstein quiso subrayar a través de su sentencia) de que pensar es siempre imaginar.
En este hecho se basa el argumento de Yuval Noah Harari, autor de los best sellers Sapiens, Homo Deus y 21 lecciones para el siglo XXI (que a mi juicio, y dicho sea de paso, justifican por sí mismos su notoria celebridad). Harari afirma que los seres humanos gobernamos a la naturaleza gracias a nuestra capacidad para cooperar flexiblemente y a gran escala. Esta capacidad es la que posibilita la coexistencia en sociedad que, a su vez, propicia la creación de cultura y conocimiento. Y la razón que explica todos estos logros es, precisamente, el poder para crear y creer en fábulas, historias ficticias forjadas por nuestra imaginación.
Si podemos pensar a Dios, al tiempo, la regla del 3, la nada y los derechos humanos, esto es porque poseemos –y hacemos uso de- la facultad de imaginar. Ninguna de estas nociones se encuentra en el mundo objetivo, accesible tanto a nosotros como al perro, el delfín o el chimpancé. Estas ideas y conceptos subsisten en otra esfera, exclusivamente humana por cierto. Así, concluye Harari que los seres humanos vivimos en una realidad dual: la objetiva que se nos da ya hecha, y la creada por nuestra capacidad para pensar e imaginar.
El argumento de Harari tiene sentido, sin duda. Sin embargo, es posible que con nuestra imaginación podamos no sólo crear fábulas que eventualmente se hacen en realidad, sino también descubrir verdades que nos trascienden, y que permanecen ocultas a la percepción inmediata. ¿Es Dios una gran idea ficticia producto de nuestra imaginación, o una realidad que podemos descubrir gracias a nuestra capacidad para imaginar y pensar lo sobrenatural?
Anthony Flew, oxoniense como usted y uno de los más célebres exponentes de la filosofía atea, se convirtió al deísmo poco después de cumplir 80 años. Esto le significó, como a John Henry Newman, numerosas dificultades, lo cual descarta la posibilidad de haber adherido, sin razón suficiente, a una creencia que refutaba toda su obra anterior, por la que había recibido vasta celebridad. Su conversión fue el resultado de su fidelidad a la exhortación socrática que le sirvió de lema en su vida intelectual: persigue la verdad, donde sea que te lleve. Y si “la lógica te lleva de A a B, la imaginación te lleva a todas partes”.