Obstinados mortales

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30 de diciembre de 2020 a las 05:03

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El Vesubio reina majestuoso sobre Nápoles. Ni locales ni viajeros osarían hoy desafiar su poder. Los moldes de los cuerpos calcinados en Pompeya, obtenidos de los esqueletos sepultados tras su erupción, a principios de la era cristiana, son un recordatorio estremecedor. El volcán había comenzado a dar señales unos días antes, pero algunos pompeyanos no abandonaron la ciudad, o lo intentaron cuando ya era demasiado tarde. Murieron abrazados por una nube volcánica, cuya temperatura se estima entre los 300ºC y 600ºC.

Un nuevo virus, para el que no estamos inmunizados, presenta algunas similitudes con fenómenos naturales de esta magnitud. Resulta curioso que sin embargo ofrezcamos tanta resistencia a asumir los riesgos que representa y los sacrificios que nos exige como sociedad. Algo que, por supuesto no cuestionaríamos ante otros eventos, como un huracán, un tsunami, o tan siquiera ante guerras; estas últimas creaciones puramente humanas, y que tantas desgracias han acarreado a la humanidad.

El desarrollo del conocimiento nos permite hoy predecir fenómenos naturales de gran impacto con algo de antelación y evitar así algunas catástrofes. Tal es el caso de la erupción de los volcanes, o la formación de huracanes. Otros acontecimientos, como los terremotos nos siguen atacando por sorpresa. En el caso de un nuevo virus, estimada su velocidad de contagio en distintas circunstancias, y a medida que las tasas de mortalidad se van definiendo, los especialistas modelizan su posible evolución, ajustando por distintas variables.

Un virus sin barrera inmunitaria deja poco margen a escapar a otras zonas. Las fronteras se cierran porque quien escapa es un posible portador. Nuestra cercanía física se vuelve una fuente de propagación y por lo tanto debemos evitarla. Un golpe muy duro a nuestra especie.

Es precisamente ese carácter de fenómeno global y no localizado, lo que impulsa la coordinación de esfuerzos para buscar soluciones. La historia demuestra que la ciencia ha logrado, mediante vacunas y/o tratamientos, controlar los efectos devastadores de un gran porcentaje de virus. En el caso del Covid-19, se han desarrollado vacunas en tiempo récord.

¿Por qué nos cuesta tanto rendirnos a las evidencias de una pandemia y nos comportamos, por momentos como aquellos habitantes de Pompeya que se negaron a abandonar la ciudad?

En primer lugar, porque nos hemos hecho adictos al crecimiento económico. Por supuesto que la prosperidad y el desarrollo de las sociedades son un objetivo primordial. Pero en una pandemia, el foco está en evitar el derrumbe de los servicios sanitarios. La conducción económica de esta situación no debe pasar por insistir en un peligrosísimo statu quo de las actividades desconociendo la epidemia. Se debe centrar en impedir el descalabro en la cadena de pagos, el empleo, el consumo y en ayudar a muchos sectores a una reconversión que les permita seguir funcionando.

En segundo lugar, porque sentimos que nuestras libertades están siendo coartadas, algo que vivimos con inquietud. Es difícil escapar a la angustia de no poder reunirnos con nuestros afectos, de no poder abrazarlos, de no poder realizar las actividades que queremos, como queremos. Para quienes nos ha tocado estar confinados muchos meses del año, la sensación es durísima.  Es sano que vivamos estas restricciones como una pérdida y que en ningún caso las naturalicemos. Es también irresponsable no asumir que son necesarias.

Mirando únicamente las cifras de fallecidos, se nos olvida pensar en otra muy importante: la de vidas salvadas. Se estima que dejando al virus circular libremente y con el consiguiente colapso del sistema sanitario, habrían fallecido 500.000 personas en Reino Unido y 2.100.000 en Estados Unidos. No son cifras difíciles de imaginar. Aun habiendo reducido entre un 30% y 70% las actividades que implican contactos cercanos o suprimiendo muchas de ellas, fallecieron ya más de 70.000 personas en Reino Unido y casi 340.000 en Estados Unidos.

Empezamos a ver la luz al final del túnel, pero queda todavía un buen trecho por recorrer. Atravesamos una pandemia. Un suceso de gran impacto, como algunos fenómenos naturales u otros causados por nosotros. Nuestras actitudes individuales, nuestros hechos y hasta nuestras palabras, pueden tener efectos demoledores en nuestro entorno.

Transcurridos casi ya 2000 años es inevitable sentir una enorme pena por aquellos pompeyanos obstinados, a los que alcanzó una muerte tan terrible, abrasados por las emanaciones, a más de 300ºC de un Vesubio enfurecido. Pero más duele todavía, pensar en quienes no tuvieron poder de elección y fueron víctimas de las malas decisiones de los primeros.

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