Leonardo Carreño

Perdón: una palabra desconocida para la clase política uruguaya

Desde Lacalle Pou, hasta Andrade y Sendic, todos evitan reconocer sus errores

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07 de agosto de 2021 a las 05:03

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Los políticos de uno y otro color, de uno y otro bando, siempre se afanan por intentar diferenciar su posición, su propuesta, su punto de vista y su personalidad de la del contrincante de turno. Esa suele ser la regla en la política, sobre todo de cara a períodos electorales, que en estos tiempos parece ser todo el tiempo. Pero hay algo en lo que muchos políticos uruguayos se asemejan, al menos en este último quinquenio -por tomar un período definido-: no se equivocan, creen ellos, y por eso no aceptan errores ni piden perdón. 

Esta semana hubo un nuevo capítulo cuando en Santo y Seña se informó que el senador Oscar Andrade, una de las figuras más reconocidas del Frente Amplio, construyó su casa sin pagar los impuestos correspondientes ni al BPS ni a la intendencia de Canelones. Y que sigue sin pagarlos. Enseguida iremos a la cantidad de “peros” que se esgrimieron tanto para criticar como para justificar la omisión consciente del senador. Pero antes recordemos ejemplos de todos los colores, que es lo reclama la tribuna polarizada (“acordate de…”) cuando se expone un nuevo traspié, más grande o más pequeño, más deliberado, descuidado o inocente.

En Uruguay hubo un vicepresidente que debió renunciar a su cargo por una serie de metidas de pata severas. Raúl Sendic mintió una y otra vez sobre un título profesional que no tenía e hizo gastos injustificables con su tarjeta corporativa. En Uruguay hay un intendente que mantuvo una conversación con una mujer en la que sugería estar dispuesto a ofrecer pasantías en la intendencia de Colonia a cambio de sexo. La Justicia consideró que Carlos Moreira no había cometido un ilícito, pero la conversación existió y las metidas de pata no siempre se juzgan en los tribunales. En Uruguay hay un presidente que en el peor momento de la pandemia, cuando morían muchos uruguayos cada día, fue a un asado de la Asociación Uruguaya de Fútbol en la que había invitados extranjeros. El día anterior había pedido que los uruguayos nos mantuviéramos todos en nuestra burbuja, para evitar más contagios. Es el mismo Uruguay en el que Andrade decidió, según explicó, no pagar impuestos porque su sueldo -del que dona una parte a su fuerza política- no le alcanzaba.

Los cuatro casos, por recordar sólo cuatro, son muy diferentes y suponen diversos grados de gravedad que pueden ser juzgados más o menos negativamente por cada uruguayo, pero tienen algo en común: no fueron reconocidos como errores por sus protagonistas y todos fueron apoyados por sus partidarios de forma rabiosa. En todos los casos se habló de operación o “cama” política, casi siempre culpa de la prensa, que si cobrara tanta coima por opereta de la que se le acusa, seguramente no enfrentaría los problemas económicos que buena parte de los medios efectivamente padece. 

Un político con un cargo público (intendente, senador, vicepresidente, presidente) es un servidor por el que todos los uruguayos aportamos, por lo que buena parte de sus errores nos afectan, aunque no todos de la misma manera ni todos en el bolsillo. Pero además sus conductas inciden en las de otros. Cada vez más a los jerarcas públicos se les exige coherencia entre su accionar y su prédica y al mismo tiempo cada vez recurren a excusas pálidas para justificar lo injustificable. Claro que no es lo mismo el caso de Sendic que el de Lacalle Pou, pero ambos tienen algo en común y es que decidieron con mucha consciencia no admitir su error y no pedir disculpas. El presidente lo hizo al pasar y de forma indirecta durante una entrevista, pero algunas semanas después, cuando la polémica sobre el tema había desaparecido. Sendic, en tanto, admitió su error (o errores) muchos meses después, cuando decidió volver a la política.

Entre los políticos uruguayos “perdón” parece ser una muy mala palabra, a pesar de que la teoría y la práctica han demostrado que bien usado y a tiempo este término puede ser una varita mágica. Todos nos equivocamos todos los días pero no todos aceptamos nuestros errores. Si además tenemos una responsabilidad pública, la obligación es doble. 

Pedir perdón o simplemente admitir un error no rebaja la estatura política de nadie, sobre todo si se hace a tiempo. Es además una movida táctica que, para bien y para mal (porque suele ser manipulada), casi siempre da buenos resultados, sobre todo desde el punto de vista comunicacional. 

Antes de Pascuas el gobierno alemán decidió que cerraría todo el país durante cinco días para evitar que el Covid-19 se siguiera transmitiendo de forma exponencial. Con varios lockdowns en el pasado reciente, la medida levantó la ira de ciudadanos y sobre todo de la oposición. Poco después, la canciller Angela Merkel paró en seco las críticas cuando admitió el error y lo asumió como personal. "El error es solo mío", dijo ante el Bundestag. “Les pido perdón tanto al público como a ustedes, queridos colegas”. Su pedido de disculpas paralizó las movidas negativas de sus contrincantes y hasta generó halagos de parte de ellos. “Es un servicio a la democracia”, declaró enseguida Katrin Göring-Eckardt, una de las líderes del opositor Partido Verde. Merkel, como todo jerarca público, se ha equivocado mucho y no siempre lo ha reconocido. Todo indica que 16 años de experiencia al frente del gobierno le sumaron sabiduría.

John F. Kennedy es recordado como unos de los primeros presidentes estadounidenses en pedir una disculpa pública (algo entreverada, es cierto), en una conferencia de prensa luego del desastroso intento de invasión a Cuba, en Bahía de Cochinos. “Hay un viejo dicho que reza que la victoria tiene 100 padres y la derrota es huérfana”, recordó, para luego señalar que no iba a evitar la responsabilidad porque “soy el oficial responsable de este gobierno”. 

Luego de él casi todos los presidentes de EEUU echaron mano al pedido de disculpa pública, más o menos sincero (algo también subjetivo a la hora de juzgar), desde un Clinton por sus errores al relacionarse sexualmente con una pasante del gobierno hasta un Barack Obama luego de que militares de su país quemaran un ejemplar del Corán. En muchos casos el reconocimiento del error es tan veloz que logra desactivar la crítica y hasta el recuerdo del hecho que provocó la disculpa. En otros se dan tantas vueltas innecesarias y se buscan tantas excusas poco plausibles, que cuando llega la disculpa ya no le sirve ni a quien la pide ni a quien en otras circunstancias la recibiría de buena gana.

"Que los líderes se disculpen públicamente es un movimiento de gran importancia: para ellos mismos, para sus seguidores y para las organizaciones a las que representan. Negarse a disculparse puede ser inteligente o puede ser suicida. Por el contrario, la disposición a disculparse puede verse como un signo de carácter fuerte o como un signo de debilidad. Una disculpa exitosa puede convertir la enemistad en un triunfo personal y organizacional, mientras que una disculpa que es demasiado pequeña, se hace demasiado tarde o es demasiado transparente tácticamente, puede provocar la ruina individual e institucional”, escribió Barbara Kellerman en el Harvard Business Review, en un artículo en el que analiza la evolución de la disculpa pública de líderes. Cita además al autor Nicholas Tavuchis, quien en Mea Culpa: A Sociology of Apology and Reconciliation, escribe que las disculpas hablan de actos que no se pueden deshacer "pero que no pueden pasar desapercibidos sin comprometer la relación actual y futura de las partes".

En los cuatro ejemplos que tomé de este último quinquenio sus protagonistas eligieron negar o ignorar sus errores. Muchos de sus partidarios y en particular sus correligionarios, en tanto optaron por defenderlos a capa y espada sin pedir explicaciones (salvo excepciones), al menos en un primer momento. Si el “error” se convertía en una bola de nieve demasiado imparable y enorme, había cambios. 

En Uruguay habrá que seguir cantando al ritmo de Elton John, con “sorry seems to be the hardest word to say”, al menos en lo que hace a política. Mientras que protestamos por “la grieta” y buscamos parches para achicarla, con escaso éxito, el reconocimiento de los errores de cualquier tipo, color y tamaño sigue siendo un ámbito en el que nuestros jerarcas y políticos no consideran que deben incursionar, aunque -en la mayoría de los casos- no solo sería la movida correcta sino también la más inteligente. 

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