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Política monetaria no es la solución a la desigualdad

Las reformas estructurales necesarias serán más difíciles de lo que muchos economistas imaginan

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07 de julio de 2021 a las 05:00

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Deberían los bancos centrales hacer algo en cuanto a la desigualdad y, de ser así, qué? Éste se ha convertido en un tema candente, el cual ha persuadido al Banco de Pagos Internacionales (BPI) a centrarse en él en su más reciente informe anual. Sus conclusiones son las que se podrían esperar: la política monetaria no es ni la principal causa de la desigualdad ni la cura. Hablando en términos generales, esto es correcto. Pero en un mundo en el que los banqueros centrales se han convertido en actores tan agresivos, puede que no sea suficiente.

Un sorprendente hecho observado por el BPI es que, desde lo que ha llamado la “Gran Crisis Financiera”, la proporción de discursos de los banqueros centrales que mencionan la desigualdad se ha disparado. Esto refleja, en parte, la creciente preocupación política por la desigualdad. Pero también refleja una crítica específica. Esta es, en palabras del informe, que “los bancos centrales han implementado políticas con tasas de interés excepcionalmente bajas y un uso extensivo de los balances para respaldar la actividad económica y reducir el desempleo.

Tales medidas han alimentado la preocupación de que las acciones de los bancos centrales, al impulsar los precios de los activos, han beneficiado principalmente a los ricos”. Esa crítica es popular entre los conservadores que detestan a los bancos centrales activistas.

Sin embargo, también hay una crítica contraria de las personas que reprenden a los bancos centrales por no ser lo suficientemente activistas. La gente en esta facción argumenta que el fracaso ha sido ser demasiado pasivos, permitiendo que la inflación permanezca demasiado baja y los mercados laborales demasiado débiles. En la actualidad, los bancos centrales, incluso el Banco Central Europeo (BCE), están mucho más cerca de esta posición que de la posición más conservadora. Los bancos centrales, se pudiera afirmar, se han vuelto más que un poco “conscientes” de las injusticias.

Éste es un importante debate, el cual pesa sobre la legitimidad y las consecuencias de lo que están haciendo los bancos centrales, especialmente en esta era de crisis. La visión del BPI en sí es triple. En primer lugar, el aumento de la desigualdad desde 1980 se debe “en gran medida a factores estructurales, muy fuera del alcance de la política monetaria, y la mejor forma de abordarlo es mediante políticas fiscales y estructurales”.

En segundo lugar, al cumplir con sus mandatos monetarios, los bancos centrales pueden reducir el impacto de los choques de más corto plazo en el bienestar económico provocados por la inflación, por las crisis financieras y, sin duda, por los choques reales (como las pandemias).

Por último, los bancos centrales también pueden hacer algo en cuanto a la desigualdad con una buena regulación prudencial, promoviendo el desarrollo y la inclusión financiera, y asegurando pagos seguros y efectivos.

Todo esto es sensato, hasta cierto punto. Está claro, por ejemplo, que la caída de las tasas de interés reales y que las políticas monetarias laxas han tendido a elevar los precios de los activos, en beneficio de los más ricos. Pero, curiosamente, el impacto medido sobre la desigualdad de la riqueza no ha sido tan dramático como se pudiera haber anticipado. Más importante aún, no habría tenido sentido adoptar una política monetaria deliberadamente más restrictiva únicamente para reducir los precios de los activos.

Esto habría reducido la actividad y aumentado el desempleo. Eso es lo peor que podría pasarles a las personas que dependen de su salario para ganarse la vida. Mientras tanto, ¿cómo estaría mejor la mayoría de las personas, que casi no posee activos, si los multimillonarios fueran un poco más pobres? Sería una locura que los bancos centrales causaran caídas para reducir los precios de los activos.

Una preocupación más relevante surge de la demanda contemporánea dominante de “calentar la economía”. Eso plantea dos peligros reales (y posiblemente relacionados): la inflación y la inestabilidad financiera.

Sobre el primero, los defensores de este enfoque argumentan que no se puede saber dónde se encuentra el riesgo de una inflación significativa sin empujar a la economía no sólo hasta el límite, sino más allá de él. Pero eso también pudiera resultar costoso si, como algunos temen, la inflación se dispara y ese rebasamiento resulta muy costoso de revertir.

En cuanto a lo segundo, se tiene la esperanza de que unas regulaciones sofisticadas contengan la inestabilidad financiera, incluso en el entorno monetario más fácil imaginable. Eso pudiera ser cierto, bajo las regulaciones ideales. Pero las regulaciones nunca son ideales. Además, ya es fácil identificar las vulnerabilidades, particularmente en el sector financiero no bancario. Simplemente hay demasiada deuda. Eso puede estar bien si las tasas de interés se mantienen bajas. Pero, ¿seguirán siendo bajas? Centrarse en los resultados, no en los pronósticos, hace que esto sea menos probable.

Donde el BPI está claramente en lo cierto es en que las políticas fiscales y estructurales son la principal vía para abordar la desigualdad. De hecho, algunos países de altos ingresos son bastante eficaces utilizando las anteriores de esta manera. El gran contraste entre EEUU y otros países de altos ingresos en cuanto a la desigualdad de ingresos, por ejemplo, está en la relativa ausencia de redistribución en EEUU. En algunas grandes economías emergentes, hay poca redistribución, especialmente en la China supuestamente socialista.

La política estructural es un tema aún más complejo. Con demasiada frecuencia, esto es sólo un sinónimo de liberalización del mercado. Pero la liberalización financiera sin duda ha aumentado la desigualdad y la inestabilidad financiera. Por lo tanto, es casi seguro que una buena reforma estructural busque restringir las finanzas. De manera similar, en los mercados laborales con significativos monopsonios, la desregulación del mercado laboral bien pudiera ser perjudicial para el empleo y para la desigualdad.

Además, el aumento de la desigualdad representa, casi con certeza, un factor en la creación de la demanda estructuralmente débil que explica la disminución de las tasas de interés reales y el vertiginoso endeudamiento característico de nuestra era de “estancamiento secular”. Por todas estas razones, las reformas estructurales en las que deberíamos pensar son más difíciles de lo que imagina la sabiduría convencional.

El BPI tiene razón en que la política monetaria no puede resolver la desigualdad. Sólo puede apuntar a una amplia estabilidad macroeconómica. Incluso eso es difícil de lograr, dada nuestra dependencia crónica de una política monetaria expansiva. 

En este contexto, el exceso financiero seguramente volverá a surgir, haciendo de la regulación un inútil e interminable juego. El BPI tiene razón al hacer un llamado para la implementación de radicales reformas estructurales. Pero tienen que ser el tipo correcto de reformas estructurales.

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