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Rishikesh y Varanasi: dos caras del río Ganges

En esta crónica hacemos una parada en dos de los puntos más destacados del río Ganges; un río adorado por millones de hindúes. Allí los fieles realizan abluciones, beben, se bañan y lavan ropa entre aguas insalubres donde flotan cadáveres
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17 de mayo de 2018 a las 05:00
[Texto y fotos Pablo Trochon]

Finales de mayo. De madrugada, tras un viaje incomodísimo de diez horas, llego a Rishikesh, la autodenominada capital mundial del yoga, puerta del Himalaya y donde los Beatles pasaron unos meses meditando y creando The White Album.

Cruzo su emblemático puente colgante para llegar a la zona de Lakshman Jhula, que está totalmente desierta, excepto por la colorida figura de Shiva, un par de borrachos y las vacas, habitantes parsimoniosos de todos los rincones en India. Es el alba. Como los hostels están cerrados o sin atención, me tiro a dormir sobre unas alfombras en la zona del bar de la Green Mango House.

Amanecer masivo

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La ciudad de Rishikesh ya está en pleno bullicio: los jeeps que bocinan como locos entre sus angostas calles, los campanazos de los fieles recorriendo los varios pisos de los templos —que alojan decenas de efigies de deidades en compartimentos cerrados con cortinas metálicas como si fueran tiendas—, el griterío de quienes hacen rafting por la fuerte corriente del Ganges, que nace a apenas un día de aquí, en el glaciar Gangotri. Por esa razón, sus aguas, que abandonan sus bríos para iniciar un tranquilo fluir a través de las llanuras de Uttar Pradesh rumbo al océano, son aún bastante limpias.

El condimento lo ponen las vacas que deambulan con tranquilidad entre las multitudes, los ashrams (parecidos a monasterios) donde la gente se recluye a meditar, los cientos de escuelas de yoga, las hash houses, los centros de medicina o comida ayurvédicas, los neohippies y hippie chic, y los pintorescos sadhus, ascetas que se dedican a la meditación, al estudio de textos sagrados y a la mendicidad, ya sea de comida o de dinero, para subsistir.

Es extraña la convivencia del ruido generalizado con el pretendido ambiente espiritual, pero así es la India: mucho, demasiado, invasiva, frenética, ruidosa, olorosa, intensa, encantadora. Curiosamente por ello muchos no la toleran; otros tantos, quedan hipnotizados y pasan una temporada buscándose a sí mismos. En fin...

Otras instantáneas de Rishikesh

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Después de visitar el icónico templo Trayambakeshwar voy a almorzar al Royal Cafe, que tiene una bella vista del Ganges, y pido un thali con un exquisito lassi de mango (bebida tradicional a base de yogur) y de postre el sublime Hello to the Queen, a base de galletas con chocolate, banana, crema y helado. Luego camino hasta el ashram donde estuvieron los cuatro de Liverpool pero me niego a pagar los diez dólares de la entrada. En su lugar, me dirijo a la ancha escalinata (ghat) de Parmarth, donde se celebra una ceremonia (aarti) en honor a la madre Ganga, a partir de las seis de la tarde cada día. El evento, que convoca a decenas de fieles de rasgos variopintos y algunos curiosos, comienza con la caída del sol mientras se canta y se toca música, se realizan diversos rituales echando elementos al fuego para purificación y ofrendas florales de caléndulas y lotos rosa al río en cestitos flotantes.

Adorada como una madre por su carácter dador de vida, hay varios mitos referidos a la diosa Ganga que otorgan nombre al legendario río. Uno de ellos dice que la diosa decidió precipitarse con vehemencia sobre la Tierra, ofendida cuando Brahma le ordenó que fuera al inframundo a purificar las almas de los 60 mil hijos del rey Sagara, asesinados por el sabio Kapila. Alertado, Shiva —el Destructor— puso su cabeza en el camino de las aguas y estas descendieron por sus cabellos en afluentes que por fin liberaron a aquellas almas desafortunadas.

Después de una hermosa caminata por la montaña, pasando por unos miradores y unas cascadas donde me baño un rato, vuelvo realmente extasiado bordeando el río madre. Las extendidas telas coloridas se secan a su vera. Duermo una siestita para descansar del tintineo, los gritos y el calor, y más tarde salgo a cenar un kadai paneer, que es una marmita con trozos de queso cottage frito en una salsa espesa con chile, jengibre, comino, laurel, cúrcuma, pimiento, cilantro y garam masala (mezcla típica de canela, clavo de olor, nuez moscada, pimienta negra y semillas verdes de cardamomo) con dos naan de manteca y un jugo de sandía. Esta inyección de sabores, como cada plato indio, agradable bajo el fresco del Ganges, me lleva a escribir un rato.

Al regazo de una madre

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Días después, sobre mediados de junio. Del calor intenso que cobija los imponentes fuertes y templos de Gwalior, Orchha y Khajuraho desemboco en la ciudad sagrada Varanasi, junto a peregrinos que atraviesan largas distancias para dar su saludo a la madre Ganga.

Como exige la tradición hindú, miles y miles viajan, desde el comienzo de los tiempos y al menos una vez en su vida, para bañarse, esperar la muerte o arrojar las cenizas de sus parientes en las aguas del Ganges. La ciudad tiene el poder de lavar el karma negativo de las almas para romper el infinito ciclo de reencarnaciones y así alcanzar el Nirvana, estado ideal en que el individuo abandona la conciencia, la necesidad, el deseo y el odio para sumergirse en la paz y la quietud.

Si Rishikesh impactaba, Varanasi desborda absolutamente los sentidos. ¿Cómo es que una de las cuatro cabezas de Brahma logró descansar aquí? Ratas, campanitas y letanías, monos sarnosos, el aroma a sándalo y a carne humana, montañas de basura, bellos ancianos de rostros inexpugnables, conductores de rickshaws endemoniados, millones de ojos curiosos, escupitajos rojos del preparado psicoactivo a base de betel que se acostumbra a mascar (paan), niños arrastrando cabritos, leprosos, damas que quitan el aliento, la limosna perseverante, guirnaldas de flores, vendedores que asedian, la bosta de múltiples procedencias y el oro que ofrecen los vendedores a viva voz, fálicos shivalingams en honor a Shiva, sadhus vegetando a la sombra, vacas, vacas y vacas en un entramado de azoteas y tapias salpicadas por el color de las ropas tendidas.

Al caer la tarde, desciendo por una de las setenta y cuatro gaths que desembocan al río, que es neuralgia de su existencia. Allí la gente lavando sus pecados se mezcla con la que se lava los dientes, la que defeca y la que arroja un cadáver. Por ciento cincuenta rupias doy un recorrido en barca por el Ganges, aquí ya calmo, para apreciar la postal de Varanasi: el gentío en los ghats, abocado a baños, abluciones y cremaciones. Caída la noche, presenciamos desde el agua, como una platea de barquitos, la Ganga aarti en el Dashashwamedh, principal ghat de la ciudad, construido en el siglo XVIII. Durante cuarenta y cinco minutos se agradece a la madre Ganga y se celebra el final de un nuevo día, mientras cinco brahmanes —que representan los cinco elementos: agua, tierra, fuego, cielo y alma— de cara a la diosa, en altares ornamentados con alfombras, flores y lámparas de aceite, realizan el ritual que combina danza, canto, fuego y ofrendas al son de un pequeño grupo de músicos.

De brasas, laberintos y sensaciones

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A las siete y media de la mañana del día siguiente, la emoción perdura. Recorro la ciudad. Paso por los templos Durga (cuya estatua se dice que apareció por sí sola), Tulsi Manas, Sankat Mochan Hanuman y los innumerables afiches anunciando piezas diversas de Bollywood para luego recorrer los siete kilómetros de gaths bajo el sol, durante los cuales veo gente en las múltiples tareas que convoca el río. Las imponentes y apiñadas construcciones costeras con alminares musulmanes que parecen caer en cascada sobre la madre Ganga son fantásticas.

Los crematorios están a pleno y me detengo en el célebre de Manikarnika, rodeado por el barrio musulmán. El cortejo fúnebre se abre paso entre el tintineo de campanillas. Una vez en la dársena, y en un runrún de rezos, el trámite de enviar al espíritu a fusionarse con Brahma apremia: antes de la cremación, deben sumergir el cuerpo en la entidad femenina de este río. La maquinaria de la muerte no se detiene y la inconmensurable cantidad de leña que la rodea es testigo. Entre las llamas de las piras, los envoltorios arden incólumes.

Los doms, servidores hereditarios de los crematorios, no cejan un segundo en su tarea de cremar unos doscientos cuerpos diarios que arriban dentro de las veinticuatro horas del fallecimiento. El procedimiento no es nada económico si tenemos en cuenta que se necesitan entre doscientos y cuatrocientos kilos de leña para cremar a una persona y que de ser con sándalo resulta más caro aún. Es por ello que quienes menos recursos tienen son cremados con fondos y donaciones de los hospicios; caso contrario, se los arroja al río directamente.

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Las mujeres, que son quienes preparan los cuerpos con aceites y les hacen masajes, no pueden participar del ritual, llevado a cabo por los hombres de la familia, para evitar que se arrojen al fuego (tal cual una vieja tradición hindú).

Las fogatas, que se toman del fuego de Shiva que se mantiene vivo todo el tiempo, incorporan el cuerpo a los cinco elementos: el alma, que va al cielo; los huesos que no se consumen, al agua; el resto, al fuego y al aire, y las cenizas, a la tierra. Se permite cremar a las personas casadas, en cambio, sadhus, hombres santos y niños son atados a piedras y tirados al río para banquete de los peces gato, y aquellos que han sido picados por cobra, se van flotando en una balsa. Y un poco más allá, entre la solemnidad, el trámite y el fuerte olor a carne asada, un grupo de hombres pesca la comida para el almuerzo.

Al finalizar, sobre el mediodía, me dejo perder por la sombrita de las callejas laberínticas y alejadas del ruido en los alrededores caóticos del templo Kashi Vishwanath (conocido como templo dorado), cuyas cúpulas se cubren de casi una tonelada de oro.

Allí está la Varanasi que más me gusta, la alejada de la mirada despótica de los turistas. Hermosos recovecos con postales auténticas: niños jugando al críquet, gente dejando pasar el tiempo, manos amasando el chapati, vacas, vacas y vacas. Veo a unos policías abofeteando a un tipo, supuestamente porque tocó en forma inapropiada a una mujer.

Al otro día partiré hacia las ruinas budistas de Sarnath (erigidas en el 250 a.C. por el emperador indio Asoka), donde Buda dio su primer sermón, lo cual convierte a la ciudad en uno de los cuatro lugares santos para el budismo, junto a Lumbini en Nepal, donde nació Siddhārtha Gautama (Buda); Bodh Gaya, donde se iluminó tras cuarenta y nueve días de meditación; y Kushinagar, donde murió. Pese a que el 70% practica el hinduismo, India es interesante porque es una verdadera cuna de religiones. Una cuna que se mece bajo el cuidado de la gran diosa río, la madre Ganga.

Madre Ganga en peligro

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Pese a que beber de sus aguas se considera como ser amamantado por la propia madre, a que está implicado en la subsistencia directa de alrededor de quinientos millones de personas —casi la mitad de la población del país— y a que algunos atesoran vasijas llenas del preciado líquido, considerado néctar de la inmortalidad, para rituales domésticos o en caso de que la muerte se asome lejos de sus orillas, el nivel de bacterias fecales del Ganges es elevadísimo y muy peligroso para la salud humana.

Justamente la sacralidad de la Madre Ganga es la que la pone en peligro, porque los asentamientos a su vera, las ofrendas que se le realizan, los millones de cadáveres y cenizas que se arrojan (se calcula que solo en Varanasi se creman 32.000 cuerpos por año), sumado al desecho de basura, las aguas residuales y los desperdicios de las fábricas, hacen que sus aguas no sean aptas ni siquiera para el riego. En algunos puntos, el nivel de bacterias fecales por cada 100 mililitros asciende a 31 millones, cuando lo máximo recomendable para el baño son 500 y para el consumo es cero. Lo cual, además, redunda en las altísimas posibilidades de contraer cólera, hepatitis A, tifus, enfermedades gastrointestinales o disentería. La polución del río Ganges se ha incrementado de forma alarmante y los diversos intentos de limpiarlo han sido inútiles, como lo prueban los miles de millones de litros diarios de agua sin tratar.

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