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Xi Jinping y Vladimir Putin son los grandes perdedores de esta pandemia

Los autócratas no son inmunes. El coronavirus es un globalista, lo que un ex primer ministro británico llamó un “ciudadano de ningún lugar”

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01 de mayo de 2020 a las 14:44

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Por Philip Stephens

Los autócratas no son inmunes. El coronavirus es un globalista, lo que un ex primer ministro británico llamó un “ciudadano de ningún lugar”. El virus es ciego a las fronteras nacionales y, de la misma manera, ignora la naturaleza de los sistemas políticos. La democracia no representa protección. Tampoco lo es la tiranía.

Una narrativa de moda dice que la pandemia marca otro paso más hacia el autoritarismo. Los déspotas están aprovechando la emergencia mundial para fortalecer la represión en sus países y para promover sus intereses en el extranjero. Se está utilizando la tecnología para vigilar a los ciudadanos. Los líderes de las democracias liberales del mundo se encuentran enfrentando las fracturas sociales y económicas ocasionadas por covid-19.

Tomemos el caso de China bajo esta narrativa. Con el Occidente distraído, el presidente Xi Jinping ha aprovechado la oportunidad para intensificar el control de Pekín sobre las islas en disputa en el mar de China Meridional; para arrestar a los líderes prodemocráticos en Hong Kong; y para intimidar a Taiwán. Un poco más lejos, China ha estado acumulando poder blando brindándoles ayuda a las naciones que están luchando por controlar el coronavirus.

EFE

En el otro extremo del espectro de los “líderes autocráticos”, el primer ministro de Hungría, Viktor Orban, asumió poderes de emergencia para marginar al parlamento. Los líderes de mentalidad autocrática de otros lugares –como Recep Tayyip Erdogan en Turquía y Narendra Modi en India– están pisoteando los derechos civiles. El error es malinterpretar esas apropiaciones de poder como evidencia de que la pandemia naturalmente afianza a los regímenes iliberales. En la mayoría de los casos, es más fácil argumentar lo contrario.

Xi ha recuperado el equilibrio desde que el virus se extendió por primera vez como un incendio descontrolado en la ciudad china de Wuhan. Sin embargo, más sorprendente que su recuperación fue la fragilidad expuesta por las protestas públicas de enfurecidos ciudadanos debido al manejo inicial del brote del coronavirus por parte de las autoridades. Pasaron más de dos meses antes de que el presidente chino tuviera la suficiente confianza para visitar el epicentro del brote. La violenta reacción coincidió con meses de manifestaciones prodemocráticas en Hong Kong y con la arrasadora victoria electoral de los políticos independentistas en Taiwán.

Xi es, a menudo, designado el líder chino más poderoso desde el presidente Mao. Pero, más bien, la respuesta temprana ante la pandemia reveló la fragilidad de su poder. El destino de muchos emperadores chinos a través de los siglos ha mostrado que su autoridad fue absoluta hasta el momento de su caída.

Más allá de Asia, el coronavirus también ha cristalizado un cambio que ha dejado a Pekín corto de amigos en el Occidente. No es necesario creerse la miríada de teorías conspirativas promovidas por los partidarios del presidente estadounidense Donald Trump para considerar que la primera respuesta de China al virus fue el encubrimiento. Su amenazante diplomacia posterior, destinada a absolver al régimen de toda responsabilidad, solo ha servido para reforzar las creencias de un encubrimiento. Australia, al frente de los llamados para una investigación internacional, acusa a China de “coerción económica”.

Las sospechas ‘van con la corriente’. Las depredadoras políticas comerciales y de inversión, y las operaciones militares en el mar de China Meridional, han transformado las actitudes europeas. En palabras de un alto diplomático de la Unión Europea (UE), el punto de partida de la política europea hacia China era, hasta hace muy poco, un afán de interactuar. Ahora comienza con resistencia.

Y en ningún país fue más así que en el Reino Unido. El gobierno de David Cameron elogió una nueva “era dorada” en las relaciones chino-británicas. Actualmente, Boris Johnson se enfrenta a una negativa reacción dentro de su Partido Conservador, el partido gobernante, en contra de la inversión de China en las comunicaciones y en la infraestructura energética.

ALEXEY NIKOLSKY / SPUTNIK / AFP

El aliado de Xi, Vladímir Putin, es un perdedor aún mayor. El revanchista presidente ruso había designado 2020 para solidificar su propia posición y el enorme estado de poder de Rusia. Un plan para extender su presidencia por otra docena de años, hasta más allá de 2024, ganaría un rotundo respaldo en un plebiscito nacional. Moscú organizaría una cumbre de líderes mundiales. El coronavirus ha forzado la cancelación de ambos eventos.

Una fallida guerra de precios con Arabia Saudita ha visto un colapso en el precio del petróleo a niveles muy por debajo de los supuestos US$ 40 por barril que el gobierno ruso había utilizado para establecer su presupuesto anual. El resultado, como admite el Kremlin, ha sido una crisis económica peor que la de 2009. Los conflictos militares de Rusia en Siria y en Ucrania ahora se ven extremadamente costosos.

Mientras tanto, la alianza supuestamente igual entre Pekín y Moscú parece ser más un cerco estratégico. La iniciativa Un Cinturón, Una Ruta ha acentuado el dominio de Pekín sobre Asia central. La ambición a largo plazo de Xi de convertir a China en el preeminente poder eurasiático suplantaría a Rusia en Europa. Hay que preguntarse entonces: ¿Cuánto tiempo se contentará Putin con tan obviamente ser el socio menor en una relación tan desigual? Él no puede esperar ninguna ayuda de su admirador e imitador, Orban. Hungría es un Estado cada vez más menguante, avanzando hacia un declive demográfico inexorable bajo el liderazgo de Orban.

efe

Nada de lo anterior debe interpretarse como garantía de que las democracias liberales saldrán bien y en buena forma de la pandemia. La crisis ha puesto a prueba los límites –y a veces más allá de ellos– los compromisos retóricos del Occidente con el apoyo mutuo y con la colaboración. La respuesta individualista de Alemania ante el virus realmente no ha servido para promover la confianza en la solidaridad europea. Trump ha abandonado toda pretensión de liderazgo estadounidense. Si el equilibrio global de poder entre los déspotas y los demócratas cambia después de la crisis, no será porque la pandemia favorece a los déspotas, sino porque los demócratas han arruinado las cosas. 

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