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30 de julio 2025 - 13:41hs

Bajar la violencia no es solo una necesidad urgente, sino una prioridad moral y estratégica para cualquier sociedad que aspire a convivir en libertad.

Uruguay enfrenta hoy el desafío ineludible de reducir los niveles de violencia que afectan, con especial crudeza, a los sectores más vulnerables. No estamos ante una simple cuestión de seguridad o de estadísticas. Lo que está en juego es mucho más profundo, se trata del porvenir de muchos de nuestros niños, y por tanto de la calidad de nuestra convivencia.

Durante décadas fuimos reconocidos como una sociedad cohesionada, sostenida por valores compartidos como el respeto, el esfuerzo, la cultura del trabajo. Sin embargo, esa base moral se ha erosionado. Ya no alcanza con invocar aquel tranquilo pasado. La violencia se ha instalado en sectores concretos del territorio donde organizaciones criminales han logrado sembrar miedo y fidelidad mediante la lógica de la violencia como norma.

¿Somos hoy más violentos como sociedad? Tal vez no en términos absolutos, como sugiere Steven Pinker en “Los ángeles que llevamos dentro”, pero lo que sí es evidente es que ciertos segmentos sociales han naturalizado la violencia como herramienta para resolver disputas, imponer autoridad o establecer jerarquías. Sus mal llamados “códigos”.

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El criminólogo David Weisburd desarrolló lo que llamó “la ley de concentración del crimen”, y Uruguay no es la excepción. Más de la mitad de los homicidios del país se concentran en apenas cuatro seccionales policiales. Esta realidad exige respuestas concretas. No basta con medidas simbólicas. Se requieren políticas focalizadas que actúen donde más duele, de manera contundente, y que se acompañen con estrategias de prevención de mediano y largo plazo.

Reducir la violencia no es solo deseable, es condición previa para cualquier otro avance social. Como afirma Thomas Abt en “Bleeding Out”, sin frenar primero la hemorragia del crimen violento, toda estrategia de prevención se vuelve inútil y estéril. La prevención no puede operar hacia atrás. Primero hay que contener, estabilizar, cortar el círculo de sangre. No hay retroactividad de la prevención.

Además, la violencia no solo destruye vidas. Reproduce la pobreza. El sociólogo Peter Sharkey ha demostrado que los niños que crecen en entornos violentos no solo enfrentan más riesgos inmediatos, sino que ven reducidas sus oportunidades de movilidad social. Por eso combatir el crimen no es solamente proteger el presente, es habilitar un horizonte de futuro. Cuando baja la violencia, crecen las oportunidades. Cuando se debilita al narco, se libera al barrio.

Por todo esto se necesita una estrategia decidida y valiente. Es hora de actuar con firmeza frente a los clanes narco, endurecer las tipificaciones penales, aplicar regímenes de aislamiento carcelario para esos criminales, perseguir su poder económico con inteligencia financiera. No alcanza con detener a un cabecilla si su estructura permanece intacta, hay que ir tras toda la organización.

Frente al crimen organizado solo hay dos caminos. O el Estado reafirma su autoridad, con toda la fuerza que la ley le permite, o cede espacio a un orden paralelo, mafioso, que promete paz a cambio de sumisión. Ese es, precisamente, el rostro real de lo que algunos han teorizado -equivocadamente- como una “pax narca”, un pacto “regulatorio” de la violencia. Eso no es paz.

Lo hemos visto en México, en Ecuador, en Brasil. En esos países, el Estado se retiró de ciertos territorios y dejó hacer. La consecuencia fue que los clanes criminales impusieron una paz sin ley, una tranquilidad que depende del humor del jefe narco de turno. El propio expresidente mexicano Andrés Manuel López Obrador llegó a decir que en Sinaloa “no hay homicidios” porque allí manda una banda fuerte. Pero esa paz tiene dueño, y ese dueño no es el derecho, es el delito.

Uruguay no puede permitirse ese camino. Lo que se necesita es un shock represivo -selectivo y eficaz-. Es imprescindible castigar con severidad a todos los miembros de estas (cerca de sesenta) organizaciones criminales. Ellos no temen perder su libertad ni su dinero, porque saben que en algún momento lo pueden recuperar. Lo que más valoran -y lo que más temen perder- es el control territorial. Allí debe apuntar la estrategia: a quitarles el dominio del espacio, a aislarlos de sus bases de poder, a impedir que sigan operando desde la cárcel. Y para ello se precisan penas más duras y aislamiento en un régimen de máxima seguridad.

Reprimir el delito no es autoritarismo. Es cumplimiento de la ley. Es protección del inocente. Es garantizar el derecho más elemental que tiene todo ciudadano, vivir sin miedo.

Reducir la violencia es una obligación moral del Estado. No hacerlo equivale a una injustificable abdicación de su función esencial. Pero además es una responsabilidad estratégica. Porque cuando el Estado no protege, condena. Condena al niño que deja de estudiar porque no puede cruzar su barrio. Condena a la madre que se encierra temprano para evitar balaceras. Condena a una comunidad que aprende a callar, porque denunciar es peligroso. Condena a vivir con miedo.

Y eso, simplemente, no se puede permitir.

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