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12 de diciembre 2025 - 14:40hs

Durante las últimas décadas se instaló una idea tan atractiva como simplificadora: que la incorporación masiva de tecnología —televisión educativa, computadoras, plataformas digitales— bastaría para transformar la calidad del aprendizaje escolar. Bajo ese supuesto, numerosos sistemas educativos realizaron fuertes inversiones públicas con la expectativa de resultados rápidos y visibles. Hoy, sin embargo, la evidencia acumulada obliga a una conclusión más sobria: la tecnología, por sí sola, no mejora el aprendizaje.

No se trata de una postura ideológica ni de una resistencia al cambio. Se trata de evidencia empírica. Evaluaciones realizadas por el Banco Interamericano de Desarrollo (BID), el Banco Mundial, la OCDE y la UNESCO coinciden en un diagnóstico incómodo pero consistente: los impactos de la tecnología educativa sobre el aprendizaje han sido limitados, desiguales y, en muchos casos, decepcionantes, tanto en América Latina como en Europa.

El BID ha evaluado durante años múltiples programas de tecnología educativa mediante metodologías rigurosas, incluidos ensayos controlados aleatorizados. Sus revisiones muestran que solo una minoría de iniciativas logra mejoras significativas y sostenidas en aprendizajes básicos como lectura y matemática. En la mayoría de los casos, los efectos son modestos, transitorios o inexistentes. En otras palabras: distribuir computadoras o plataformas no garantiza mejores resultados educativos.

Desde otra perspectiva, la UNESCO ha advertido de forma reiterada que el acceso a tecnología no sustituye el proceso pedagógico. Sus informes globales señalan que la tecnología solo produce efectos positivos cuando está integrada a una estrategia educativa clara, con docentes formados, contenidos de calidad y sistemas de evaluación sólidos. Sin estos elementos, la digitalización corre el riesgo de convertirse en una ilusión costosa.

La experiencia europea refuerza este diagnóstico. La OCDE, a partir de los datos de PISA y de evaluaciones nacionales, ha analizado la relación entre el uso intensivo de tecnologías digitales y el desempeño escolar. El caso de Suecia es ilustrativo. Tras una apuesta temprana y ambiciosa por la digitalización, los resultados en comprensión lectora no mostraron mejoras sostenidas. Ello llevó a un debate público profundo y a una revisión de políticas, con mayor énfasis en libros impresos, lectura guiada y fortalecimiento del rol docente.

¿Por qué ocurre esto? Porque la educación no mejora por acumulación de dispositivos, sino por transformación pedagógica. Cuando la tecnología llega a la escuela sin cambios profundos en el currículo, en la formación docente y en las prácticas de enseñanza, suele convertirse en un recurso marginal o incluso en un factor de distracción.

Las evaluaciones coinciden en varios factores críticos. En primer lugar, el docente sigue siendo insustituible. Ninguna plataforma reemplaza la capacidad de un buen maestro para explicar, motivar, acompañar y evaluar. En segundo lugar, la pedagogía importa más que el hardware. Sin objetivos claros de aprendizaje y sin integración curricular, la tecnología pierde sentido. En tercer lugar, las condiciones materiales cuentan: conectividad inestable, falta de mantenimiento y escaso soporte técnico erosionan rápidamente cualquier iniciativa.

Existe además un riesgo que no puede ignorarse: la desigualdad. Cuando el uso educativo de la tecnología depende del entorno familiar o del acceso domiciliario, las brechas sociales tienden a ampliarse. Este punto ha sido señalado de manera consistente por la UNESCO y el Banco Mundial, que advierten que una mala política tecnológica puede profundizar inequidades en lugar de reducirlas.

La educación a distancia y la virtualización masiva enfrentan límites similares. Si bien ofrecen ventajas en términos de alcance y flexibilidad, la evidencia muestra que sin interacción humana significativa, seguimiento pedagógico y evaluación rigurosa, los resultados en aprendizaje son frágiles.

Nada de esto implica rechazar la tecnología. Implica ponerla en su lugar correcto: como herramienta al servicio de la pedagogía, no como solución mágica. La pregunta central no es cuántas computadoras hay en las escuelas, sino qué cambió en la forma de enseñar y qué aprendieron mejor los estudiantes.

La evidencia acumulada converge en una advertencia clara: la tecnología puede potenciar la educación, pero no reemplaza lo esencial. La calidad educativa sigue dependiendo de buenos docentes, buenos contenidos, instituciones sólidas y políticas públicas basadas en evidencia.

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