22 de noviembre 2025 - 9:53hs

China vive una caída de la inversión que ya no puede esconderse detrás de slogans ni de campañas de ánimo. Invertir significa destinar dinero hoy para ampliar la capacidad de producir mañana: fábricas, máquinas, centros logísticos, rutas o redes eléctricas. Durante dos décadas ese motor funcionó con fuerza.

Hubo urbanización acelerada, migración interna, crédito barato y gobiernos locales que empujaron obras y parques industriales a través de vehículos de financiamiento y mostraron crecimiento. La ecuación era simple: cada yuan adicional colocado en ladrillos y acero generaba más producción, empleo y recaudación. Ese ciclo se apoyó en vivienda masiva, infraestructura de gran escala y manufactura orientada a exportaciones, con un Estado que coordinaba y un sistema financiero que expandía el crédito.

El problema llegó cuando el rendimiento marginal del capital se achicó. Muchas ciudades ya tienen autopistas, aeropuertos y líneas de tren en niveles que no agregan valor adicional. La vivienda mostró señales de saturación con departamentos vacíos y promotores apalancados. La manufactura enfrenta sobrecapacidad en varios rubros, desde acero hasta paneles solares y automóviles. La demografía agrega un freno estructural con la población en contrayéndose y el achicamiento de la fuerza laboral. La demanda externa luce menos dinámica por tensiones geopolíticas y medidas de control tecnológico en segmentos clave.

En ese contexto, los gobiernos locales ya no encuentran proyectos con retornos claros. El flujo de caja futuro luce incierto y la prioridad pasa a la refinanciación de deudas acumuladas en años de crecimiento. Cuando la caja se orienta a pagar intereses y extender vencimientos, la inversión nueva se retrae. El centro del poder, además, exige disciplina y control del gasto improductivo. Las aprobaciones se vuelven más estrictas, los incentivos políticos para inflar cifras se reducen y la iniciativa local se frena por miedo a equivocarse. El resultado es un sistema que se recentraliza y que tolera menos el riesgo, con un sesgo hacia proyectos bajo control estatal directo y con menor multiplicador.

La inteligencia artificial aparece como promesa y también como obstáculo. Requiere chips avanzados, energía abundante, centros de datos y talento innovador. Las restricciones de acceso a semiconductores de última generación, los cuellos de botella en el suministro eléctrico y la concentración del cómputo en pocas manos limitan la velocidad de difusión. Sin clientes finales con poder de compra, sin marcos regulatorios estables y sin seguridad jurídica robusta, el gasto en la inteligencia artificial no se transforma en un ciclo de inversión amplio. La propaganda tecnológica no convierte modelos en utilidades y las utilidades son la condición para que el capital privado vuelva a arriesgar.

La caída de la inversión expresa el agotamiento de un modelo basado en acumulación física, crédito dirigido y señales políticas que premiaban el tamaño del proyecto antes que su retorno. El país ingresa en una fase de ajuste donde se elimina capacidad redundante, se limpian los balances de gobiernos locales y se prioriza el control por sobre velocidad. La historia no es de un bache estadístico sino de una transición estructural con crecimiento más lento, mayor participación estatal y un sector privado cauteloso que espera reglas claras, protección de la propiedad y rentabilidad comprobable antes de encender, otra vez, el motor.

Las cosas como son

Mookie Tenembaum aborda temas internacionales como este todas las semanas junto a Horacio Cabak en su podcast El Observador Internacional, disponible en Spotify, Apple, YouTube y todas las plataformas.

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