El Observador Argentina | Nicolás Bottini

Por  Nicolás Bottini

Analista político, escribe La rosca y la tuerca: una columna política que no corre detrás de la noticia, sino de su sombra
11 de noviembre 2025 - 9:04hs

Frente a un motor detenido, el argentino se inclina, sopesa, improvisa. Usa un Tramontina como destornillador, un alambre como solución momentánea, y ahí, en ese gesto obstinado y a la vez temerario y sagaz, se reconoce algo profundamente argentino. Ese gesto obstinado del mecánico, del padre o del obrero que, sin la herramienta correcta, improvisa con lo que tiene a mano insistiendo: "Todavía sirve". En el fondo, esa escena resume buena parte de nuestra relación con el trabajo, con la economía y con la política. Durante décadas, el sistema laboral fue el motor que mantuvo en marcha la maquinaria argentina. El trabajador, el empresario y el Estado eran sus engranajes principales. Hoy, ese motor está desgastado. Y lo que antes impulsaba, ahora apenas vibra.

La reforma laboral que se discute en estos días intenta volver a calibrar ese motor. Se habla de modernización, de flexibilidad, de competitividad, de adaptarse a un mundo que cambia. Los sindicatos, por su parte, responden con la vieja advertencia de que cada ajuste mal hecho puede fundir la máquina. En el medio, los empresarios piden un sistema menos caro, y el Estado promete equilibrio. Pero debajo de esa superficie técnica late una pregunta más honda: ¿qué es lo que en verdad queremos sostener cuando hablamos de trabajo?

Hace tiempo que el discurso público confunde el trabajo con el salario. Defender el salario no es lo mismo que defender el trabajo. El primero es una cifra, un resultado, un derecho medido en pesos o en paritarias. El segundo es una idea, una práctica, una forma de pertenecer al mundo. Cuando el periodismo, los gremios o los gobiernos hablan de "defender el salario", están defendiendo una función dentro del sistema, pero no necesariamente el sentido del trabajo en la vida de las personas. Esa diferencia semántica, que parece menor, es el eje que se nos está desajustando.

Durante buena parte del siglo XX, la Argentina se pensó a sí misma como una comunidad de trabajadores. El trabajo no solo daba ingreso, daba identidad. El obrero metalúrgico, el docente, el empleado público, el productor agrícola, cada uno era un engranaje de una misma maquinaria colectiva. Hoy, esa maquinaria se fracturó. Ya no hay comunidad laboral, sino archipiélagos de empleo. La mitad del país trabaja sin derechos; la otra mitad los defiende como un botín que se achica. Y el sistema, en vez de reinventarse, gira sobre el eje del poder.

Antes de eso, hay una idea que conviene recordar. El diseño del Estado debería hacer que trabajar sea siempre la opción más simple y lógica para cualquier ciudadano. Si el progreso se vuelve más accesible por atajos, trampas o zonas grises, el motor social empieza a levantar temperatura. Hoy, pareciera que ese principio básico se invirtió y lo más fácil ya no es trabajar.

La reforma laboral aparece entonces como el intento de reparar un motor sin revisar su diseño. Políticamente, cada actor juega su parte. El Gobierno necesita mostrar autoridad técnica, los sindicatos necesitan exhibir resistencia y los empresarios buscan supervivencia. Pero lo interesante no está en el movimiento de esas piezas, sino en el silencio que las rodea. Nadie discute para qué sirve el trabajo en la Argentina del siglo XXI. Hablamos de productividad, de formalidad, de impuestos, pero no de sentido. Como si el trabajo fuera solo una variable económica y no una experiencia vital.

¿Será por esto que las nuevas generaciones miran con distancia ese debate? El freelancer, el programador remoto, el repartidor de apps, el que hace changas no espera que el viejo motor vuelva a arrancar. Vive en un mundo de motores eléctricos, livianos, intermitentes, donde el trabajo es flotante, casi invisible. Y, sin embargo, busca lo mismo que buscaban sus abuelos: reconocimiento, dignidad, una forma de dejar huella. La gran paradoja argentina es que seguimos intentando reparar con las herramientas del siglo pasado una realidad laboral que ya no responde a ese molde.

Mientras tanto, la rosca política hace lo suyo. Convierte la reforma laboral en un campo de negociación simbólica: lo que se gana o se pierde en una mesa de paritarias o en una sesión del Congreso se traduce en titulares, en gestos de fuerza, en cuotas de poder. El motor se transformó en fetiche. Todos lo muestran, pocos lo entienden. El Estado, por suerte, deja ya de presentarse como un mediador magnánimo para intentar ser un vector de transformación. Los gremios se presentan como guardianes de derechos, los empresarios como víctimas del sistema. Y entre tanto ruido mecánico, el trabajo real, ese que sostiene la vida cotidiana, queda vibrando, reverberando, suelto.

Tal vez haya que aceptar que el problema no es solo que el motor esté viejo, sino que la máquina para la que fue construido ya no existe. El mundo cambió. La tecnología, las nuevas formas de producción y el derrumbe de las certezas colectivas exigen otro tipo de ingeniería. Pero para construirla necesitamos algo más que reformas (no porque no sean necesarias). Necesitamos volver a pensar qué significa trabajar. No en términos de costo o eficiencia, sino de valor, de vínculo, de tiempo.

Porque el trabajo, al fin y al cabo, no solo sostiene economías, sostiene narrativas y estas constituyen identidades. Cuando ese relato se gasta, como un motor sin mantenimiento, el sistema entero empieza a temblar. La reforma laboral, hoy intentar calibrar, ajustar o reordenar. Pero si no entendemos para qué sirve ese motor, seguiremos girando sobre el mismo eje gastado, confundiendo movimiento con dirección. Trabajar tiene que ser siempre y en todo lugar la opción más simple y lógica para que todo ciudadano pueda progresar y salir adelante.

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