Hace unas horas, Donald Trump decidió cerrar el espacio aéreo de Venezuela.
Hace unas horas, Donald Trump decidió cerrar el espacio aéreo de Venezuela.
Es una medida de alto impacto que se suma a otras en la línea de confrontación abierta con el régimen del dictador venezolano Nicolás Maduro.
Además de enviar un mensaje claro, la decisión tiene peso geopolítico: el espacio aéreo venezolano conecta rutas comerciales, militares y energéticas clave. Por eso su restricción se vuelve una herramienta central en cualquier estrategia de presión militar.
La última vez que Estados Unidos se involucró militarmente en la región fue en Panamá, en el ya lejano 1989, cuando expulsó por la fuerza al presidente Manuel Noriega, entonces acusado de ser un jefe del narcotráfico.
Es el mismo argumento que hoy se esgrime contra el tirano venezolano.
Después de eso, Latinoamérica no estuvo en el centro de grandes disputas globales.
Para la Casa Blanca era un área más bien intrascendente, por lo que no ocupaba lugares relevantes en su agenda internacional ni motivaba políticas integrales hacia la región.
A lo sumo, los norteamericanos ponían énfasis en algunas relaciones bilaterales, como con Colombia –como aliado– o con Cuba –como enemigo–. Con el peso de sus embajadas y algunas visitas oficiales, alcanzaba para mantener a la región bajo control.
Posiblemente, la excepción se dio, de forma breve, con el fallido intento de crear una zona de libre comercio hemisférica —el ALCA— durante la administración de George W. Bush, bloqueado entonces por los gobiernos de izquierda encabezados por Hugo Chávez.
Incluso Estados Unidos mantuvo políticas contradictorias hacia la región, según el gobierno de turno en la Casa Blanca. Durante los mandatos de Obama hubo un acercamiento con Cuba y una relación más fluida con los gobiernos kirchneristas en Argentina y con Lula en Brasil.
Ese “dejar hacer” a la izquierda se potenció en los años de Joe Biden. Esa postura implicó, como en los tiempos de Jimmy Carter y la distensión, una pérdida relativa de hegemonía para la gran potencia del norte. Y un consecuente avance de la izquierda regional.
Pero, a diferencia de la época de Carter, la política de Biden se dio en un contexto en el que el propio Partido Demócrata mostraba un giro hacia la izquierda.
La estrategia de “entrismo” del histórico grupo Socialistas Democráticos de América (DSA, por sus siglas en inglés) —más socialistas que democráticos— terminó dando sus frutos.
Eso se vio en figuras del DSA que ya son dirigentes con fuerte predicamento dentro del Partido Demócrata, como Rashida Tlaib y Alexandria Ocasio-Cortez, y también en referentes emergentes como Zohran Mamdani, recientemente electo alcalde de Nueva York.
Los socialistas del DSA no dudan en apoyar públicamente al gobierno cubano y en criticar las políticas agresivas de Trump hacia Venezuela. Por eso también la gestión de Biden fue la que más lejos llegó en ese “dejar hacer” a los gobiernos izquierdistas de la región.
En la práctica, esto implicó una menor presión sobre estructuras estatales señaladas por sus vínculos con redes de corrupción, contrabando o crimen organizado, fenómeno especialmente visible en el caso venezolano.
Tal vez el ejemplo más llamativo de esta nueva orientación demócrata fue haber promovido y respaldado el Acuerdo de Barbados, otorgándole a Maduro la oportunidad de escenificar un proceso electoral y aceptar su palabra como garante de que habría comicios democráticos.
También el apoyo de Kamala Harris a la presidente de Honduras. la izquierdista, Xiomara Castro, quien llevó al país hacia las puertas de otro narco estado, dependiendo de las elecciones que se están realizando en estas horas.
Al mismo tiempo, esta ausencia política de Estados Unidos en América Latina permitió que los gobiernos vinculados al chavismo abrieran las puertas a China, Rusia e Irán como aliados e inversores, proveedores de armas, compradores de materias primas y oferentes de legitimidad internacional para regímenes en crisis.
Brasil fue la joya estratégica de esa relación, no porque “ingresara” a los BRICS —fue miembro fundador— sino porque se convirtió en el punto de anclaje regional de ese bloque, dándole a la alianza una presencia y una proyección continental que antes no tenía.
Mientras que en el primer mandato de Trump no se involucró demasiado en iniciativas regionales más amplias, su regreso a la Casa Blanca implicó un giro: dio de baja el proyecto demócrata y dejó atrás la idea —promovida por Obama— de no ser más “los gendarmes del mundo”.
Trump —como lo hizo en su momento Ronald Reagan— representa a un sector de élites, grupos económicos e intelectuales estadounidenses profundamente crítico de esa política demócrata de aislamiento, porque facilita el avance de sus rivales geopolíticos, incluso dentro del país.
El final de esta historia del chavismo —un derrotero repleto de muertos, exiliados, perseguidos, torturados y ejecutados— no debe ocultar que estamos ante un nuevo fracaso de la izquierda socialista y del modelo cubano.
Este es un punto clave: Venezuela llegó hasta acá gracias al know-how totalitario que le aportaron los cuadros cubanos, que terminaron por transformar a un país que había sido un modelo democrático en una versión caribeña de Corea del Norte. Pero eso no ocurrió de un día para otro.
Fue un proceso largo, iniciado hacia finales del siglo XX y que contó con el apoyo de buena parte de la izquierda latinoamericana y europea. El chavismo —al igual que Evo Morales, Rafael Correa y Cristina Kirchner— fue sostenido por los discursos de las izquierdas socialdemócratas europeas, de las élites académicas de las Ciencias Sociales, del mundo cultural y de la prensa progresista.
Pero en Venezuela fue decisiva la cobertura política del Brasil de Lula y de su entonces asesor Marco Aurelio García. Este fue clave en la estrategia hacer la vista gorda ante la radicalización del chavismo para presentar a Lula ante Estados Unidos como el líder capaz de contenerlo.
Al final del camino de esta experiencia iniciada con el nuevo siglo, no hay rastros de autocrítica y se confirma que la experiencia de los años soviéticos no estimuló cambios en su menú ideológico.
Basta darse una vuelta por las páginas web de CLACSO y del Foro de São Paulo.
La novedad es la vinculación estructural con el crimen organizado y los carteles del narcotráfico en países como Bolivia, Honduras y Colombia, además de Venezuela. Incluso con ramificaciones en Chile y Ecuador.
La fusión de narcotráfico e izquierda es una marca registrada de la Cuba castrista.
Venezuela no es una excepción trágica, sino la confirmación de un modelo agotado: una izquierda que repite los errores del siglo XX, se abraza a regímenes criminales y convierte países enteros en laboratorios del desastre.
El chavismo sólo llevó esa lógica hasta sus últimas consecuencias.