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Aperturas nuevas, presencias reales y La viga y el filete

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23 de agosto de 2020 a las 05:00

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Aperturas nuevas, presencias reales

Querida Magdalena:

Entre mi smartphone y yo, hay una guerra tácita, pero que no conoce treguas. El objetivo: el dominio y sometimiento del otro. En caso de ganar, seré libre y soberano. Si soy vencido, perderé mi libertad, mi humanidad y mi dignidad. Y seré arrojado, con todo lo que soy, en la Gehenna, mientras mi
smartphone se ríe diabólicamente de mí desde el Pináculo del Templo.

Es bastante habitual que, al llegar la noche, advierta que he sido vencido y he usado las pantallas más tiempo del que habría sido razonable. Experimento entonces un sentimiento de vacío interior -“rien de vraiment précis”, como cantaba Aznavour-, que me lleva a preguntarme: “¿A qué precio he vendido mi alma? ¿Qué he recibido a cambio de mi ser rendidamente entregado? ¿Algo real, o una sombra engañosa como aquellas de La Caverna?

La realidad que produce o entrega la tecnología es evidente cuando hacemos un pedido mediante una aplicación y al día siguiente aparece el Chambertin en la puerta de casa. O cuando hago una videoconferencia con mi madre. Pero la tecnología produce también realidades sólo aparentes. Presencias que no son reales.

El test de una presencia real es que lo que está presente (lo visible) produce cierta revelación de algo invisible. Si lo visible no manifiesta lo invisible o, sencillamente, no lo contiene, estamos ante un espejismo, un engaño y una mentira. La paradoja de los miles de amigos de Facebook que puede tener una persona solitaria es tan patético como revelador.

La tecnología ha radicalizado, con un modo nuevo, la economía cotidiana de la presencia. La presencia es, por un lado, lo contrario de la ausencia, y por el otro, sinónimo de cercanía. La lejanía y la soledad son, entonces, síntomas inequívocos de una mala actuación de la tecnología en un individuo. Y es legítimo que nos preguntemos: ¿Estamos realmente acompañados por la tecnología? O más profundamente: ¿Produce la cercanía aparente de la tecnología aquella epifanía de lo invisible, la  revelación de la verdadera comunión que suele acompañar al arte, la música o la poesía?

La mera presencia física no es presencia real. Si decimos “Hice acto de presencia”, es que nuestra mente estaba en otro lado. No realmente presente. Si la experiencia tecnológica no nos lleva más allá de ella y de nosotros, y no se abre a otro, eventualmente a un Tú (¡es el momento de evocar a Bubber!); si, por así decirlo, es auto-ejecutable y se agota en sí misma… es un bluff, un farol, una mentira. 

La presencia real, por el contrario, lleva no sólo al conocimiento de lo que se conoce, sino al conocimiento de lo que se ignora; es decir, a la percepción de un más allá de lo que se conoce. Percepción no sólo de lo que está, sino de lo que no está. Como sucede en el amor o en la amistad. En ellos, cuanto más conozco, más grande se abre el misterio de lo que desconozco. Como sugiere Levinas con otras imágenes, cuanto más atento es el amante o el amigo que conoce, mayor abismo de ignorancia se abre ante él. Pero no es una ignorancia restrictiva, sino un mapa del tesoro, una invitación al viaje, una nueva apertura. 

Cuando en la universidad nos enseñaban los rudimentos de la Disertación y la Retórica, distinguían tres pasos. En primer lugar, la Apertura, que aconsejaban realizar en forma dialéctica, por oposiciones aparentes. En segundo lugar, los Argumentos, a favor y en contra. Aquí el maestro nos animaba a brillar lo más posible, porque difícilmente podríamos hacerlo en el siguiente paso: el de las Conclusiones. No puedo detenerme en este punto como sería mi deseo pero, ya sea en la Filosofía o en el Cine, es difícil escapar a la decepción de las Conclusiones. Por eso, el maestro de Retórica insisitía en que el Paso Final para Salvar una Disertación 100% Fallida era terminarla siempre con una Nueva Apertura, planteando un nuevo tema y un nuevo misterio - como en Lo que el viento se llevó, o en Casablanca.

Deberíamos ser muy exigentes, cuando nos exponemos a la tecnología y a las pantallas: asegurarnos de que su realizarse maravilloso, luminoso y adorable no esconda una realidad insignificante y pobre. Y que a cambio de caer en su embeleso y entregarle todo, nos dé siempre aperturas nuevas y presencias reales.

La viga y el filete

Estimado Leslie:

Con la tecnología nos sucede lo que advierte San Mateo en su Evangelio: es más fácil ver la paja en el ojo ajeno que la viga en el nuestro.

De cara a la inminente amenaza que supone la disrupción tecnológica (vaticinada, entre otros, por Yuval Noah Harari en sus 21 lecciones para el siglo XXI) cunde una actitud de cínico recelo hacia los dispositivos tecnológicos, acusados de corromper los vínculos sociales y usurpar nuestro libre albedrío.  Al tiempo que andamos con nuestro smartphone en la cartera o en el bolsillo (cuando no en la mano, ¡no sea cosa que pasen más de 30 segundos sin advertir las notificaciones y mensajes recibidos!), lucubramos acerca de su toxicidad y de su poder para engatusarnos con sus seductoras aplicaciones. Como adictos qualunques, consumimos bulímicamente tecnología, expiando nuestra voraz compulsión en la antropomorfización de un artilugio de poco más de 4 pulgadas. Como si el celular estuviera motivado por una pérfida voluntad empeñada en convertirnos en sus hipnotizados esclavos.

Esta actitud de autoengaño (que Sartre inmortalizó con el concepto de“mala fe”), mediante la cual purgamos nuestra responsabilidad achacándosela a un mero objeto inerte, pasa desapercibida gracias a que lo concebimos como un objeto inteligente. De ahí su apelativo; smartphone, que en español se traduce como teléfono inteligente. Y en cierto modo lo es, aunque más no sea porque puede procesar una cantidad ingente de datos a una velocidad muy superior a la de nuestra mente. Pero mientras nuestra vida depende más y más de la eficacia y productividad tecnológica, tenemos el deber de analizar y precisar claramente de qué hablamos cuando hablamos de inteligencia.

Espero sepa disculpar mi manía por la etimología de las palabras; es algo que heredé de mi maestro, Nietzsche, quien sostenía que para descubrir el verdadero significado de un concepto hay que partir de su origen, examinando la evolución de la palabra que lo nombra. Así suelo andar de aquí para allá con mi diccionario etimológico, convencida de que en él siempre puedo hallar una oportunidad para ampliar mi horizonte de significados.

Ahora bien, con respecto a la inteligencia, ésta deriva del latín intelligentia que refiere a la “cualidad del que sabe escoger entre varias opciones”. Así, originalmente, ser inteligente significa tener la capacidad de elegir, cualidad que es, a su vez, exclusiva de seres que gozan de autoconciencia y libre albedrío. 

Es verdad que mi celular posee una capacidad muchísimo mayor que la mía para almacenar información en su memoria. Y es cierto, también, que Siri puede resolver en pocos segundos lo que a mí me llevaría, por lo menos, un par de horas. Sin embargo, a pesar de su asombrosa capacidad para retener y procesar información, mi celular no sabe que tiene memoria. Y, aunque responde a su nombre, Siri no puede preguntarse ¿quién soy?, ni tampoco optar por darme una información “falsa” para burlarse de mí o jugarme una mala pasada.

¿A qué voy con todo esto? A que, etimológicamente, es una falacia conferir la cualidad de inteligente a cualquier ser o cosa que no sea capaz de elegir a consciencia. Pero allende a esta cuestión semántica, más necesaria aún es la toma de consciencia de que la tecnología no tiene el poder de actuar sobre nosotros. Mi celular, per se, no puede condenarme a la soledad y el distanciamiento social; soy yo misma la que decido colocarlo sobre la mesa mientras almuerzo con mis amigas, o interrumpir una conversación en familia para leer mails o responder mensajes de whatsapp.

Claro que sus “encantos” son una tentación para nuestra endeble voluntad que, por default, coquetea con el facilismo y la comodidad.  Pero si, de mala fe, insistimos en adjudicarle a nuestro smartphone cualidades y cometidos que no le competen, corremos el riesgo de sucumbir cínicamente auto-victimizados en una realidad insignificante y pobre, perpetrada, no por la tecnología, sino por nosotros.

La realidad es el espacio condicionado donde podemos ejercitar nuestro libre albedrío. Por eso, estoy de acuerdo con usted, Leslie; debemos ser muy exigentes. Pero con nosotros mismos, para advertir la viga en nuestros propios ojos, y para no abandonarnos a la “reconfortante” ilusión de que podemos determinar a nuestro antojo dónde comer un buen filete.

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