Es cierto que el género se define por sus convenciones, como puede ocurrir con la
ciencia ficción o el policial, pero esto no quiere decir que tamaña repetición de ideas esté bien. Lo que ocurre, en el fondo, es que el terror atrae principalmente a un público joven que disfruta del sobresalto y no suele hacer comparaciones históricas. Ese público, además, se renueva semana a semana y año a año, por lo que los productores tienen constantemente nuevos ojos frente a las pantallas.
Las únicas dos convenciones que mantiene No respires son las de la unidad de lugar y tiempo que de hecho es antiquísima y excede al cine –cosa que le da intensidad de principio a fin–; y la de la heroína inesperada, al estilo de Ripley en Alien. En eso se la podría comparar con El descenso, aunque aquí la trama pega constantes reveses y se sostiene con lógica y sentido sin que el espectador se pregunte "¿por qué siguen en la casa, en lugar de salir corriendo como un ser humano normal?". En la mayoría de las películas de terror, la respuesta a por qué los personajes se meten en los rincones oscuros cuando saben que ahí hay algo malo, es que si hicieran lo contrario se terminaría la película.
Aquí hay película porque los personajes se equivocan y la situación que generan se los lleva puestos. Gracias a eso, Sayagués y Álvarez construyen durante el primer tercio personajes creíbles a quienes después les pasa algo increíble. Eso, aunque suene extraño, da credibilidad a toda la historia, incluso a lo que podría ser inverosímil. Salvando las distancias, ya que No respires no tiene un gramo de fantasía, algo similar pasó con Lost, una serie que sostuvo sus misterios rocambolescos durante años gracias a que invirtió muchísimas horas de sus primeras dos temporadas en desarrollar personajes e historias verosímiles (que no es lo mismo que realistas).
Además de las constantes sorpresas y giros que tiene, No respires también debe su efectividad al trabajo del sonido y a la fotografía de Pedro Luque. Este uruguayo, que tiene años de trabajo en publicidad, casi por casualidad se ha convertido en un fotógrafo especializado en el terror ambientado en lugares cerrados y con atmósferas sucias. La casa muda y Dios local son dos ejemplos de esto, aunque Miss Tacuarembó exhibe otro costado de su capacidad. Su modo de seguir a los personajes por los estrechos pasillos de la casa para mostrar o sugerir lo que quiere y cuándo quiere, es una de las herramientas fundamentales que usó Álvarez para atrapar al espectador.
Tanto en sus apariciones como en sus ausencias, el sonido es casi un personaje más. Precisamente por esto vale la pena disfrutar esta película en una sala bien equipada (hacerlo en un televisor en estéreo es un desperdicio, y en un celular, una atrocidad). Es otro gran logro de la dupla uruguaya: demostrar que hay otras razones por las que ir a una sala de cine, más allá del 3D y de las superproducciones de efectos especiales. l