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Borneo: la isla de la fantasía

Bosques tropicales habitados por tribus legendarias y animales exóticos, ciudades bulliciosas con mercados y mezquitas, orangutanes y antiguos reducidores de cabeza. Todo se conjuga para crear un paraíso insospechado
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27 de octubre de 2016 a las 05:00

La isla de Sandokán es un paraíso salvaje. La tierra que Emilio Salgari imaginó para las aventuras de su héroe de historietas, aquel mítico y legendario príncipe de Borneo que combatía contra ingleses, despechado porque lo habían destronado, está habitada por una treintena de etnias que conservan viejas costumbres y hablan más de 150 dialectos. Pero en Borneo nadie, o casi nadie, conoce al Tigre de Malasia, ni tampoco al autor de sus peripecias, el italiano Salgari. Es más, se dice que el escritor jamás pisó estas remotas tierras,

Texto y fotos Guido Piotrkowski

En el fin del mundo

La isla de Borneo es la tercera más grande del globo, atesora bosques tropicales antiquísimos habitados por tribus legendarias y animales exóticos. Es una jungla virgen en donde también hay espacio para ciudades pequeñas pero ruidosas, donde conviven los pobladores originarios con musulmanes y cristianos, chinos, indios hinduistas e indios islamistas y filipinos entre otros habitantes.

Borneo es un vergel de 743.330 km2, una imperfecta circunferencia que cuenta con 1500 km de costas de arenas blancas, bañadas por las aguas cálidas de los mares de Sulu y Célebes al este, el mar de Java al sur y el mar de la China Meridional al oeste. Aquí no hay verano ni invierno, sino estación seca y estación húmeda. Puede llover mucho, sobre todo en época de monzones de octubre a febrero, pero estos no se comparan con aquellos que hacen estragos en países como la India. En Borneo el rey monzón es benevolente. Trae el agua como para aliviar el calor intenso, pero las lluvias no se prolongan y lo más probable es que el sol brille con fuerza poco después de la tormenta.

Para llegar hasta esta gigantesca isla —que comparten Malasia, Indonesia y Brunéi— hay que atravesar medio mundo y varios husos horarios. En primer lugar, volar veinte horas o más con escalas intermedias hasta Kuala Lumpur, capital de Malasia. Una vez en la pujante urbe, habrá que embarcarse nuevamente hacia alguno de los varios aeropuertos internacionales que existen allí, principalmente en Kota Kinabalu, capital de Sabah o Kuching, capital de Sarawak, dos estados de esta isla que pertenecen a Malasia.

¿Es usted musulmán?

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Walter fuma mucho, como todos los hombres por aquí. Pero también bebe, porque es cristiano; así lo indica su nombre "occidental". De ser musulmán, en cambio, no podría ni siquiera olfatear una cerveza; una Corte Islámica lo juzgaría, con penas de cárcel o latigazos en caso de ser sorprendido tomando alcohol. Aunque en Borneo, según Walter, las cosas son más laxas que en la península malaya, donde los devotos de Alá son mayoría y las reglas más estrictas. A pesar de que la población islámica es menor en la isla que en el continente, ambas ciudades ostentan suntuosas mezquitas, inspiradas en los templos de Medio Oriente.

El domo de la Mezquita del Estado (State Mosque) en Kota Kinabalu es el más grande de todo el país. La mezquita de Kuching, por su parte, sorprende por tener un cementerio construido a su alrededor, en medio de uno de los barrios mas agitados. El horario de visita es restringido y los sacerdotes son inflexibles, sobre todo si el viajero llega durante alguno de los cinco rezos diarios que los devotos del islam practican, pero si uno llega en la hora indicada, puede pasearse a sus anchas y tomar cuantas fotos quiera. Eso sí, es obligatorio cubrirse por debajo de las rodillas y sacarse los zapatos al entrar, y la primera pregunta, inevitablemente, será: "Are you a muslim?" (¿es usted musulmán?).

Tika ringgit, tika ringgit, tika ringgit", ofrecen los vendedores a los gritos por tres ringgits —la moneda local— pescados de toda clase en el Mercado Nocturno (Night Market) de Kota Kinabalu, que se enciende todos los días al caer el sol. Colores, sabores, olores. Gentío. Ruido. Dinero. Comidas familiares y extrañas. Jugos tropicales y brebajes exóticos. Frutas, carnes, verduras, especias, hierbas, plantas y flores. Artesanías. Ropa. Los mercados representan, sin dudas, una de las más intensas y fascinantes experiencias del sudeste asiático.

El orangután

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"Espera lo inesperado, esto es Borneo", desafía una veterana voluntaria del Centro de Rehabilitación de Orangutanes de Sepilok, en medio de un tremendo aguacero. Conocedora del ecléctico clima isleño, lo dice bajo un enorme paraguas y a nosotros, los visitantes, se nos aguó la fiesta justo a las diez de la mañana, el horario en que los exóticos primates —que solo se encuentran en Borneo y en la isla de Sumatra— son alimentados a base de bananas y leche por los guías. Esta es la oportunidad para verlos cara a cara, mientras desayunan y hacen monerías sobre una plataforma de madera.

Ubicado a media hora de la ciudad de Sandakan, al noreste de Borneo, Sepilok es el centro de rehabilitación más grande del mundo del orang hūtan (hombre de los bosque, en malayo). La reserva, abierta en 1964, cuenta con más de 40 km2 de selva protegida.

Una hembra que hace instantes comía dándole la espalda al público, vergonzosa, intenta cubrirse de la enérgica lluvia tropical con una hoja que sostiene sobre su cabeza. Unos pocos resistimos la tormenta y nos rendimos ante la escena. Al advertir que su idea no funciona, trepa con agilidad a una soga para perderse en la maraña de árboles.

Relájate y bucea

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Jacques Cousteau definió a la isla de Sipadan como "una obra de arte intacta, una joya". Sus aguas cristalinas y un riquísimo fondo marino, con más de 3.000 especies de peces multicolor y otras cien variedades de fantásticos corales, ubican a este lugar entre los mejores cinco destinos del mundo para bucear. La minúscula isla flota sobre el mar de Célebes, al sureste de Borneo, cinco grados por encima de la línea del Ecuador.

En 2004, el gobierno malayo resolvió trasladar hacia el vecino islote de Mabul a todos los operadores de buceo con el objetivo de obtener un balanceado equilibrio entre los ecosistemas marino y terrestre de Sipadan y alrededores. Para llegar hasta allí, hay que navegar unos 45 minutos desde la pequeña ciudad de Semporna (al noreste de Borneo). Una vez en esta islita de pescadores, regada de palmeras y casas que a lo lejos parecen flotar, solo resta relajarse. Y bucear. Quienes no lleguen decididos a sumergirse bajo el agua con un tanque de oxígeno en sus espaldas se sentirán perdidos en estas costas de arena blanca y aguas celestiales. O al menos tendrán que animarse al esnórquel. De otra manera, nunca comprenderán la magia de Sipadan.

Mabul es muy pequeña, se le da la vuelta entera en un rato. Hay cuatro aldeas de pescadores que hay que recorrer para entender cómo es la vida local. Es una isla en la que, a diferencia de otros rincones asiáticos, nadie te va a perseguir para que le compres algo. Los niños no piden dinero, solo quieren fotos y posan sin otra intención que la de divertirse frente a la cámara para ver la instantánea en el visor y matarse de risa.

En el hotel, el buceo concentra las charlas y la energía de los visitantes. Algunos estudian para el examen final que los habilitará a sumergirse en cualquier mar del planeta como si fueran a rendir un final en la universidad. Y otros, literalmente, se envician y se sumergen hasta cuatro veces al día, una práctica que no es muy aconsejable.

Sipadan es un lugar privilegiado, plagado de corales y paredes que se extinguen en la profundidad de este mar lejano. Hay tiburones de punta negra, tortugas enormes, caballitos de mar, cardúmenes compactos de barracudas y una fauna macro que, dicen los que saben, es única. Y atesora lugares especiales como la famosa Cueva de las Tortugas, una sorprendente caverna submarina.

Una visita a los antiguos cazadores de cabezas

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"Cuando era niño jugaba al fútbol con los cráneos", comenta jocoso Tiyon Juna, guía local quien, como buen iban —una de las etnias mayoritarias— lleva ambos brazos tatuados. "Los hombres que no se tatúan son mal vistos en nuestra cultura y es posible que nunca contraigan matrimonio", afirma. Los iban fueron guerreros muy temidos. Para certificar la victoria en alguna batalla territorial debían volver a su aldea con el cráneo de su enemigo, prueba fehaciente de que aquella tierra ya no le pertenecía. Al trofeo de guerra se le sacaba la piel, se ahumaba y luego se colgaba en la puerta del hogar o en una habitación donde se realizaban los rituales. Los iban son animistas, creen en las fuerzas de la naturaleza y los espíritus, con quienes dicen comunicarse.

Para conocer su cultura hay que visitar las típicas longhouses, viviendas tradicionales donde conviven varias familias en largos corredores de madera construidos sobre pilotes, con una decena de habitaciones-casa, una al lado de la otra. Antiguamente, dice Tiyon, solían vivir de esta manera para protegerse de sus enemigos. Cuenta también que cada apartamento corresponde a una familia que lleva su vida independientemente del resto, con su propia tierra, sus pollos, sus chanchos. "Dentro del hogar no hay divisiones, aquí todos saben lo que estás haciendo. La única privacidad es la red para mosquitos", bromea.

Viajamos desde Kuching por un camino a cuyos lados se extienden infinitos campos de arroz y plantaciones de aceite de palma (principales cultivos del lugar). Tres horas después, llegamos a orillas del río, donde aguardan dos chicos listos para trasladarnos en una frágil piragua de madera. Uno de ellos tiene los dos brazos tatuados de arriba abajo. Usa anteojos negros, short camuflado y un par de sandalias Crocs de imitación. A pesar de que la temperatura debe rondar los 40ºC, lleva puesto un gorro de lana del Real Madrid. Su compañero usa una camiseta del Manchester United, sombrero de paja y también lentes oscuros, pero no tiene tatuajes a la vista. (¿Se casará?) Navegamos a través de la exuberante selva borneana. El calor y la humedad no dan tregua. El sitio es paradisíaco; la aldea, pequeña y modesta. Al llegar, un gran alivio: no hay cabezas colgando, sino gente amable y niños que se muestran curiosos.

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Un anciano con el torso, los brazos, la espalda y hasta el cuello dibujados teje una red de pesca, lo hace con parsimonia. Los tatuajes están relacionados con la tradición guerrera: los diseños son figuras de animales e indican el rango del guerrero donde el dragón representa la más alta jerarquía. Pero también se grababan en la piel las experiencias que recogían los jóvenes en sus largos viajes iniciáticos por diversas aldeas. "Los dibujos simbolizaban todo aquello que les ocurría y al volver se los respetaba como hombres maduros", explica Tiyon.

Al anochecer, llega el momento de conocer al jefe de la aldea, Jampang. Antiguamente, el cargo se heredaba, pero hoy en día se elige por consenso. El jefe ofrece un sorbo del trago tradicional: el tuak, un vino de arroz hecho en casa. Rechazarlo es descortés y una vez que uno acepte, no podrá decir que no, y entonces llegarán muchos más. Mientras tanto, un anciano y dos jóvenes ataviados en vestimentas tradicionales despiden a las visitas con la danza del guerrero, uno de los bailes tradicionales de los iban. Se nota que está armado para los turistas, pero qué importa, somos solo dos y aseguran que esta aldea no la pisaba un viajero desde hacía un buen tiempo.

Poco después, una familia nos invita a su casa para prolongar la velada. Sentados en el piso, sobre alfombras de paja que tejen las mujeres, los hombres se despachan, entre tuak y tuak, con un sinfín de leyendas que Tiyon intenta traducir. Son, al parecer, cuentos milenarios. Por la mañana, espera el duro trabajo en los campos de arroz, caucho y pimienta en esta isla de la fantasía.

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