Diego Battiste

Condenados a la miseria o a la gloria

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04 de mayo de 2021 a las 05:00

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Especial para El Observador

Como que al final la BCG no servía para frenar el covid. Tampoco la humedad, ni el viento. Ni el robusto despliegue de la fórmula mágica de testeo, rastreo y aislación. La explosión de la pandemia en Uruguay en los últimos meses trajo consigo un estrepitoso derrumbe de todas las hipótesis sobre cómo es que habíamos logrado ser ejemplo del mundo el año pasado.

El hecho de que en los últimos meses el cambio de situación haya sido tan radical trae además un nuevo enigma: por qué es que ahora pasamos a ser, como nos deja en dolorosa evidencia el New York Times, los peores de la clase. Las medidas restrictivas no fueron muy distintas a las del año pasado y los resultados están siendo diametralmente opuestos. Hay un rol evidente de la nueva cepa brasilera, pero el hecho de que en otros países ha tenido efectos menos drásticos indica que no puede ser el factor exclusivo.

Muchos se exprimirán las neuronas con todo tipo de análisis científicos para explicar nuestro transitar por ambos extremos del espectro mundial en materia de resultados pandémicos. Pero les tengo que comunicar que ese tipo de esfuerzos solo podrá lamentablemente llegar hasta cierto punto.

Para poder arrojar mayor claridad sobre este tema hay que entrar en un terreno misterioso y fascinante: existen fuerzas enigmáticas que parecen condenarnos a alternar las posiciones más honrosas con las más infames en el concierto global. Cualquier mínimo análisis de nuestra historia demuestra que éstas definen un rasgo esencial de nuestra aventura colectiva que se repite inexorablemente a lo largo de la misma.

Sin ir muy lejos, veamos en esta misma pandemia cómo fuimos capaces de ser últimos en empezar a vacunar a nivel continental.
Pero, así como de bobera, largamos con una campaña de vacunación que está entre las de mejor ritmo a nivel mundial, sonrojando países supuestamente más avanzados. Yendo a ejemplos bastante más sustanciosos desde el punto de vista de la antropología cultural, es una realidad estadística que nuestra selección de fútbol es de las pocas del mundo que entra a la cancha con similares chances de ganarle a Italia o perder contra Uzbekistán. Somos un país que pasamos de ser entre los más prósperos del mundo y dar el Maracanazo a sumirnos, sólo algo más de una década después, en un catastrófico derrumbe económico, futbolístico e institucional. Y podemos pasar de ganar un solo partido mundialista en 40 años para irrumpir repentinamente en las semifinales del 2010.

Somos capaces de angustiantes contrastes no sólo en nuestro viaje a través del tiempo sino en el mismo momento recorriendo dimensiones distintas del quehacer nacional. Nuestro país muestra una economía con el PBI per cápita más alto del continente, pero a la vez un sistema educativo que está penúltimo en su capacidad de generar graduados liceales.

Según los rankings más respetables, es una de las diez mejores democracias del mundo, civilizada, menos corrupta, pero a su vez el país ha venido ofreciendo de las peores cifras de criminalidad callejera. Ofrece al inversor la mayor seguridad jurídica del continente, pero es de los de mayor dificultad en otras áreas de hacer negocios, como por ejemplo en pagar impuestos (donde, según el Banco Mundial, Uruguay ranquea detrás de Kirguistán).

En todos los países hay contrastes, claro. Pero con matices: hay un mínimo de consistencia en el avance o retroceso en sus diferentes aspectos. Igual que en los colegios, donde hay alumnos con notas generalmente altas (con ciertas variaciones) y otros con notas predominantemente bajas, pero no tenés alumnos que combinen frecuentemente doces con unos. El Uruguay, con sus idas y vueltas entre el saboreo de las mieles de la victoria y el revolcón en el estiércol, es un fenómeno muy excepcional. Si tuviéramos que hacer una representación humana, Uruguay sería una persona con los ojos de Patricia Wolf y los dientes de Luisito Suarez.

Dependiendo qué faceta tenga que utilizar, los resultados de lo que se proponga pueden ser diametralmente opuestos. Es llamativo que no pongamos más frecuentemente sobre la mesa esta extrema irregularidad como uno de los más definitorios rasgos de uruguayismo. Hago un llamado a artistas, periodistas, opinólogos: desenterrémosla desde las profundidades del ocultismo para incrustarla más en las letras de nuestras canciones, nuestra literatura y nuestros tuits. Tenerla más incorporada nos haría más fácil llevarla emocionalmente, sin agrandarse o desesperar.

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