Opinión > COLUMNA/LUIS ROUX

Dadá es nada

Creo que el conocimiento es una ilusión y que los mejores intentos de entender el universo no nos acercan a la verdad sino a la poesía
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01 de septiembre de 2019 a las 05:00

El universo se comporta de manera caprichosa. Los anhelos de predecirlo no hacen más que ahondar el misterio. Esa incertidumbre ha provocado un sinfín de zozobras, entre ellas la religión y la ciencia. Apasionantes las dos y sin embargo prefiero la poesía.

La idea de que somos el producto de un estallido feroz, o mejor dicho, que somos ese estallido todavía en expansión, es sin dudas sublime.

Tampoco me deja de conmover la teoría que explica que Dios dijo luz y la luz se hizo. Pero me asalta la sospecha de que son versos, vale decir: sentencias que solo tienen sentido si se expresan y se entienden en el lenguaje del alma, la poesía.

Suelo pensar que todos los caminos conducen a Roma. Que la lluvia y la muerte y la espera y el amor y el miedo y la geometría y el sueño tienden a la poesía. Y que al final “la fina seda se rompe”, ¿o no es el final?

Me gusta embriagarme con esa ignorancia, tan parecida a la perfección. Emborracharme de duda, de posibilidades mágicas. Y, de entre tantas verdades que me acechan, tengo predilección por las que no ambicionan propósito ni sentido. Es como si dijera: la razón y la fe no son más que instrumentos defectuosos, tal vez dejados astutamente a nuestro alcance para inducirnos al error, para mantenernos ocupados mientras cumplimos un destino insospechado.

Y entonces es hora de confesar mi credo. Creo que Dadá es nada. Así lo profetizó el poeta Tristan Tzara y desde entonces abundan las sospechas. De forma inmediata sonaron las voces de alarma: “No, de ninguna manera, Dadá es algo. Una filosofía, una religión, una energía, un seguro contra incendios. No hay nada que sea nada. Ni siquiera Dadá puede presumir de una cualidad tal que contradiga la máxima que establece para siempre que algo es algo”.

Otros, más profundos, refutaron a los refutadores, diciendo que aquéllos ignoraban una verdad que estaba delante de sus sentidos y de sus mentes. Los acusaron de ciegos, sordos y obtusos. Pero éstos tampoco daban con la solución. Dadá no es el elefante en la sala de espera del dentista. Dadá es, no me canso de repetirlo, nada.

Así se intuye. Así se goza, se festeja, se sufre y se deplora. Dadá es nada. Para los hombres libres de las telarañas de la razón y de la superstición hay una claridad cegadora que inunda cuerpo y alma: Dadá es nada.

Tan convencido estoy de esa condición de Dadá que instauré esa gran verdad como mi dirección de correo electrónico: [email protected]. Es una fe que no mueve montañas pero las montañas saben, en sus entrañas de piedra, que Dadá es nada.

Los seguidores de esta manera de confundir el mundo se han dado en llamar dadaístas pero yo prefiero el término nadaísta, que alude no a Dadá, que es nada, sino a su condición única y sublime.

En este último siglo en el que los artistas plásticos se dicen “conceptuales” y se desvelan no por conmover sino por invitar a pensar a su púbico, mediante artefactos que simbolizan sus ideas, yo los desafío a que ensayen una no idea: la de Dadá, donde se desencuentran la fe y el intelecto.

¿Qué caos será capaz de sugerir esa esencia? ¿Cómo avanzar después de aquellos vernisages de los surrealistas en los cuales los artistas se felicitaban entre ellos con las paredes de la galería vacías?

Ha llegado a surgir una herejía que afirma que Dadá es todo. No, vade retro. Seamos lógicos, seamos honestos. Todo tiene un límite. Dadá es nada y lo será por siempre jamás, como dice la canción. No hay cadáveres exquisitos que induzcan a Dadá a la existencia y mucho menos a la acción (“Dadá no pena, Dadá no ama y quien diga que Dadá rima, lo difama”).

Los nadaístas sabemos que Dadá tampoco escucha plegarias, por sinceras que sean. La indiferencia de Dadá es proverbial, salvo que no es indiferencia y tampoco es otra cosa sino que… 

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