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El abismo urgente de Gustavo Escanlar: ¿por qué hay que seguir leyéndolo en 2020?

A 10 años de su muerte, la obra del provocador escritor y periodista está viva y les pelea los focos a sus demonios más mediáticos
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14 de noviembre de 2020 a las 05:02

Al borde. Esas palabras están al borde. Te podés parar sobre ellas, sobre las mayúsculas y los puntos, y mirar a lo negro. Hacia abajo. Es estremecedor. Es profundo. Podés leer, y cuando lo hacés escuchás los golpes y los teclazos y es probable que hasta notes el sudor que se forma entre los dedos, la presión de los incisivos sobre el labio inferior, el bombeo de la sangre. Y seguramente ese será el momento en que te des cuenta de que en esos latigazos que imprimen párrafos y párrafos en la pantalla hay un final, una despedida, la intención patente de dejar una huella, de pulsar. De supurar. Es un texto o la boca de una herida. Es un navajazo que abre arterias y oxigena la sangre incluso 10 años después, incluso 120 meses o 3.650 días después. Porque, ¿cómo no? ¿Cómo no va a oxigenar si pasó el tiempo y sigue sacudiendo la modorra de una sociedad que sigue amodorrada? Para eso estaba él. Para eso escribía: para sacudir. Lo hizo hasta el final. Hasta el último instante en que se sentó y se puso a escupir palabras. Lo hizo, movió la estantería una vez más. Después se murió.

Las últimas palabras que Gustavo Escanlar escribió se publicaron en el semanario Búsqueda el 11 de noviembre de 2010 y quedaron incrustadas en un especial por los 25 años de la restauración democrática. Para ese especial decidió, en un arranque de urgencia fiel a su modus vivendi, enumerar una lista de los grandes hitos culturales y afines que marcaron al país y la región en ese período. En el artículo titulado 25 se explaya en 25 puntos sobre Jaime Roos, la primera noche de democracia, Alfonso Carbone, el movimiento MacOndo, Arte en la Lona y el Palermo Boxing Club, la culpa de Manu Chao, Dani Umpi como Daniel Umpiérrez, Onetti desquiciado con el revólver en la cama, Boston Legal y la muerte de Luca Prodan. En ese texto, Escanlar habla. Le pasa raya a la temperatura social de una era. Y estremece: es como si estuviera vivo.

“La primera noche formal de la época democrática, aquel primero de marzo, ya estuve obligado a tomar una decisión cultural importantísima. Había dos escenarios para festejar la llegada de la democracia. En uno, instalado en la Intendencia, estaban el Grupo Nacional de Danza de Cuba, Canciones para no dormir la siesta, Carlos y Luis Enrique Mejía Godoy, Silvio Rodríguez y Pablo Milanés, Larbanois-Carrero y Los Olimareños. (…) En el otro escenario, instalado en el Entrevero, estaban Git, José Luis Perales, los Abuelos de la Nada, Charly García. (…) Había que decidir a cuál de los dos escenarios ir. Yo terminé paseándome entre uno y el otro. Yendo de la cama al living. Del pasado al futuro. De la canción de protesta a la canción pop. Así pasamos buena parte de estos 25 años. Entre la conservación y la renovación. Parece no haber cambiado nada”.

Esta semana se cumplieron 10 años de esa publicación. Y 10, también, de su muerte. Es posible que para muchos esos días finales estén empañados por sus demonios y por la coraza mediática con la que combatió a la exposición con más exposición. Por esa reputación que lo trascendió y lo convirtió en uno de los malos, de los malditos. Es posible. Y tiene lógica: el zafado, el gritón, el de la televisión, el que rompía ídolos, que tenía problemas con las drogas, escándalos laborales; todos esos convivieron en Gustavo Escanlar. Así era como se llevaba puesta a la pseudodecencia del medio. Pero, a ver: eso era una segunda piel. Los que lo conocieron bien saben que abajo había otra persona: el Escanlar tímido, el informado, el consciente de su verdadera esencia, el que peleaba contra el doppelgänger malvado y, a veces, llegaba a adiestrarlo y hacer que trabajara para él.

En estos días de recuerdos y aniversarios, cuando la década parece marcar un camino de revisión de su nombre y su persona en distintos medios y artículos y redes sociales, es buena idea sacar la mirada del hombre-espectáculo, olvidar Zona urbana, Bendita TV, Las cosas en su sitio, olvidar al personaje y correr la cortina. Es buena idea mirar al hombre que, a fines de la década de 1980 y mientras Uruguay todavía trataba de levantar la cabeza de la oscuridad de 12 años nefastos, se animó a matar a los padres, a romper con una cultura marrón y popular que le daba sarampión y a gestar un movimiento plural. Fue en esos recovecos que apareció el Escanlar que se animó a escribir, que no tuvo reparos en titular –en el país de Galeano y Benedetti, epítome del enemigo escanlariano– un poemario titulado El pene en la boca (1988) y luego un libro de cuentos que se llamó Oda al niño prostituto (1993). Fue allí que apareció su contracultura, que tuvo mucho de contra y de cultura, y bastante poco de impostura. Fue ahí cuando se animó y miró hacia abajo.

En esa cornisa es donde está parada su escueta pero intensísima obra literaria. Escanlar –que como se sabe nació en el barrio de Palermo– era hijo de una uruguaya y un español, fue estrella y estrellado en los medios por los que pasó, y murió a los 48 años el 12 de noviembre de 2010 después de desplomarse sobre su biblioteca la noche antes– apenas publicó esas dos obras referidas anteriormente, un libro de cuento más (No es falta de cariño, 1997), Crónica roja (2001), una recopilación de artículos periodísticos (Disco duro, 2008) y tres novelas: Dos o tres cosas que sé de Gala (2006), La alemana –una versión de 2009 de la novela anterior– y Estokolmo, que se publicó en 1998 y sigue siendo una de las creaciones más frescas de las últimas décadas.

Pero a diferencia de lo que sucedía en otras épocas, cuando sus libros casi no se conseguían, hoy están a la mano gracias a una serie de reediciones de la editorial Criatura. De hecho, la colección comenzó sumando un título inédito en 2013: Grandes éxitos, un cuento y una despedida, que incluye uno de los mejores textos que Escanlar escribió: el canto de cisne (negro) titulado Mis vidas como ex.

“Antes de comenzar a leer a Escanlar hay que olvidarse de lo que se conoce de él”, escribe el escritor Sergio Olguín en el prólogo de ese libro. “Olvídense del personaje Escanlar, del objeto de odio Escanlar, de la estrella Escanlar. No porque él fuera otra cosa, ni porque fingiera lo que no era, sino porque su obra literaria merece el respeto y la admiración desde otro lugar. Aquí hay un escritor en serio, señores, que también provocaba y escandalizaba a esos seres razonables, moralistas, enfermos de patriotismo y buenas intenciones. Porque si algo tenían en común el Escanlar que estalló en los medios y el que hace implosión en sus escritos es que ambos eran una máquina de detectar idiotas”.

La vida en la cornisa

Las historias del Cabeza tienen un universo compartido: el costado de la sociedad. Sus personajes son marginales por motu proprio o porque el contexto los empuja. En general se pasean por las calles del Palermo del autor, despotrican contra las costumbres vernáculas más arraigadas y quieren vomitar sobre lo establecido; a veces lo hacen literalmente, otras mediante sus actos. O por lo que dicen. Ahí está, por ejemplo, ese golpe a una de las vaquillonas sagradas de la cultura popular que abre a La alemana: “Todos saben en el barrio que Las llamadas no sirven para nada, que son un invento para transar y curtir y robar guita dándoles estampitas a los turistas, a los universitarios, a los ex comunistas que curran de publicistas, a las nenitas de la Católica, a los cantantes populares”.

O ese retazo de Estokolmo en donde el personaje explica cómo pasó de estar en el rebaño de la sociedad a ser uno de sus desechos: “En determinado momento de mi vida de clase media me di cuenta de que todo era mentira. Me había pasado horas estudiando, horas en asambleas discutiendo si a la FEUU había que reivindicarla o legalizarla, horas en los boliches hablando de dictadura del proletariado, de Gramsci y de Focault. Horas cogiendo en nombre de la revolución, del hombre nuevo. He visto a las mejores mentes de mi generación destruidas por la rutina, por la militancia política, por la vejez prematura, por la seriedad estúpida. Sí, también leí a los beatniks y me la creí, aunque las rutas uruguayas fueran una mierda y la rute sixty six fuera solo una serial y no pudiera ver televisión por contrarrevolucionaria y adormecedora de conciencia. Así que cuando terminó la dictadura me zarpé”.

En las historias de Escanlar, la autoficción también es recurrente: hay personajes que se llaman como él o incluso utiliza nombres reales de personalidades “del medio”, algo que alguna vez le generó problemas. Pero eso no importa. Lo que importa es que en todas sus ficciones, en todos los párrafos sueltos o en sus novelas, hay una sensación de desamparo, una melancolía sucia y rebelde que pone al lector en una situación extrañísima: ¿qué me pasa con estos personajes, con este Montevideo embarrado? ¿Es asco o adoración? Ese sentimiento lo recoge el periodista argentino Martín Pérez en una nota que publicó en el suplemento Radar de Página 12 cuando Escanlar murió, y en la que lo citó.

“‘Estoy podrido. Cada vez que un diario o una revista argentina habla de Uruguay, lo hace con una mezcla de paternalismo y ternura, de piedad y buena onda’, escribió en Montevideo Bizarro, una de las pocas notas que publicó de este lado del charco, en la revista La Mano. ‘Primos del otro lado del río, están equivocados. Ese Uruguay de foto sepia y calma chicha que les vendemos y que ustedes, satisfechos y sonrientes, compran, ese Uruguay no existe.’ El que existe en el universo Escanlar, en cambio, es un Uruguay sin discursos progres ni calles empedradas”.

Entonces: en Escanlar la calle se siente real; uno masca su mugre y sus miserias. Sus páginas son jodidas. Es probable que por eso a otros autores que surgieron al mismo tiempo o poco después los hayan puesto bajo su ala temblorosa. Es recurrente encontrar asociaciones con lo primero que publicaron Daniel Mella, Ricardo Henry, Lalo Barrubia y otros escritores denominados, por aquel entonces, como “los crueles”. Pero las asociaciones, también, pueden ser regionales. Y mundiales. El realismo sucio de Carver o Bukowski, por ejemplo, siempre está a la mano para hablar de él.

Esto decía el obituario que Búsqueda le dedicó la semana siguiente a su muerte: “Como novelista Gustavo estaba conectado con los dos mejores autores de su generación en América Latina, representativos de una corriente que, sin estridencia, tomó un camino diferente al realismo mágico de Gabriel García Márquez. Ambos son muy buenos: el peruano Jaime Bayly y el chileno Alberto Fuguet. Con ellos, Gustavo jugaba en la liga grande. Fuguet se fascinó con el primer libro de relatos de Gustavo, Oda al niño prostituto (1993), y lo incorporó como autor de una antología llamada McOndo (1996). También fue memorable la entrevista para Galería que Gustavo hizo a Bayly. Formaban un trío irreverente, dispuesto al desparpajo, ajeno al ‘qué dirán’ y de estilo llano, despojado pero de cuidada calidad al escribir.”

“Hay escritores que pasan como un rayo. Es el caso de Escanlar”, dice Olguín desde Buenos Aires, desde donde recuerda que lo conoció cuando dos amigos, entre ellos el escritor Elvio Gandolfo, lo acercaron a sus textos y, posteriormente, a su persona. Con él, Escanlar colaboraría en las revistas argentinas V de Vian y Lamujerdemivida.  

“Los 90 están marcados por una literatura opaca cuando es realista, aburrida cuando es experimental, ridícula cuando intenta ser provocadora. Escanlar con pocos textos rompió con esos lugares comunes del realismo, de la experimentación y de la provocación a partir de un trabajo literario que capta y genera un ‘habla rioplatense’ de su tiempo, sin temor a recurrir a los sentimientos y generando sensaciones casi físicas en el lector. La de Escanlar es una literatura urbana (o mejor: suburbana, por ese amor por los márgenes) construida desde lo literario, no solo desde la experiencia o desde lo autobiográfico, como muchas veces se remarca al hablar de su obra”, agrega.

Leerlo hoy

Daniel Mella conoció a Escanlar en los salones de la ORT. El primero estaba cursando primer año de la licenciatura en comunicación, y el segundo estaba dando un semestre de taller de redacción. Cuando el segundo entró a dar la clase con una remera en lugar de una camisa, y cuando les puso a Los Rodríguez de fondo, el primero ya levantó una ceja. Cuando, con el pasar de las semanas, el segundo mostró la clase de profesor que era y las enseñanzas que tenía para sus alumnos, el primero se fascinó. Nadie le había contado que se podía escribir de esas cosas y así. Algunos años después, ambos viajaron a Madrid por culpa de textos que habían publicado de manera separada; el primero una novela, el segundo como parte de una antología. Después de ese viaje, no volvieron a tener mucho contacto. Pero el primero siempre siguió esperando la obra del segundo. El primero sigue creyendo que lo que escribió el segundo está por encima de mucho de lo que se hizo por acá.

“Ricardo Henry me prestó Oda al niño prostituto. Ya nomás el título me hizo pirar. Y cuando lo leí, también piré. No tenía nada que ver con nada de lo que había leído. Él escribía de la juventud, las drogas, de una cierta euforia, de la tristeza, del desparpajo. Y no parecía que le interesara escribir bien necesariamente, o lo que se supone que es escribir bien. En ese sentido, fue uno de mis primeros encuentros con ese tipo de acercamiento a la escritura. No sabía que se podía hablar de esas cosas así. Recién estaba empezando a leer y no había llegado todavía al realismo sucio de Bukowski y el resto. Por eso para mí fue primero Escanlar y después ellos”, cuenta Mella.

Así como lo dice el autor de El hermano mayor, de mano en mano pasaban las primeras ediciones de sus textos de ficción, todas independientes. De hecho, Estokolmo se publicó originalmente en España y conseguirlo por acá era casi imposible. Pero lo dijimos: eso hoy cambió. A través de Criatura, ese y otros títulos están disponibles en librerías. No deja de ser una suerte.

“Me acuerdo de que leí Estokolmo y fue como una piña”, cuenta Julia Ortiz, editora de Criatura. “Él tenía tremendo oído para las cosas cercanas, para captar el ritmo del barrio. Vos leés a Escanlar y escuchás a los personajes, escuchás la marginalidad un poco bohemia de los ochenta y los noventa. Le dio mucha vida al realismo y al sentir del lenguaje. De hecho, Estokolmo se acaba de reeditar en una editorial de Miami y a mí me llamó mucho la atención porque ¿cómo viaja ese lenguaje? ¿Se puede realmente traducir su jerga? El editor, por lo pronto, me ha dicho que sí. Y la historia lo vale”.

Para Ortiz, el paso del tiempo ha logrado que aquella figura que explotaba en los medios quede de lado y que empiecen a aparecer lectores que se acercan a él sin conocer esa faceta. Ella cuenta que esos ojos virginales y desprejuiciados le están haciendo mucho bien a su literatura.

“Me ha pasado en las ferias de encontrarme jóvenes que no saben o no conocen a la figura de Escanlar, que no tienen idea de aquel perfil. Lo empiezan a leer con otros ojos. Y es importante porque no hay un gran relato de la generación posdictadura, y estos escritores son los exponentes que tenemos de ese tiempo, donde todo parecía estar, básicamente, perdido. Hay una desesperanza tan tremenda en él, en Lalo Barrubia, que me parece que está bueno rescatar porque es el espíritu de una época. Creo que de Escanlar va a quedar su obra. No los desbordes y las excentricidades”, reflexiona.

Como Ortiz, Mella y Olguín coinciden en que es importante la revalorización que ha tenido en los últimos años el autor y los nuevos ojos que se posan sobre él. Es la prueba de que su frescura generacional fue, sin embargo, transversal al tiempo.

Y así, Olguín dice: “Podríamos hacer una variación del proverbio ‘Pinta tu aldea y pintarás el mundo’ diciendo: ‘Sé un escritor de tu tiempo y serás eterno’. Escanlar es un escritor de su época, con su amor por la cultura pop, sus enojos con la literatura más alabada de aquellos días (que en gran parte sigue siendo la más alabada hoy), su búsqueda de un lenguaje contemporáneo. Todo eso resulta muy atractivo hoy en día, con la ventaja de que ahora tal vez no resulte tan provocador y eso permita disfrutar más de sus virtudes literarias”.

Y así, Mella dice: “En él hay una postura. Eso me resulta necesario, y creo que es una de las cosas que va a hacer que su obra perdure. Siempre me gustó eso de escribir ‘en contra de’. De tener ubicado al enemigo y escribir desde la trinchera. Hay gente que dice que ese enemigo era Benedetti, pero yo creo que es lo que representaba: el bienpensante. Con la mayoría de los que hablo sobre él coincidimos en que es un alivio leer a alguien que zafó”.

Y así, Gustavo Escanlar se atomiza. Está en las páginas. En los párrafos salvajes. En columnas sobre 25 años de democracia, en los provocadores poemas y relatos del principio, en los textos que aparecieron en el medio y que dejaron una cicatriz en el anquilosado ecosistema actual. Escanlar aparece en palabras que se aguantan en la cornisa y que saben enfrentarse al vacío y no caer en la tentación. Pero si se tiran, atención: no nos queda otra que tirarnos atrás. Flotar con ellas. Flotar en el vacío de Escanlar, que es profundo, hondo, montevideano, urgente, asesino, duro, espectacular. El gusto en la boca después del golpe contra el suelo es áspero. La sensación en el pecho después de leerlo es cruda. Siempre es nueva. Siempre es actual. Y estremece: es como si estuviera vivo.

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