Espectáculos y Cultura > Visiones para Emma

Daniel Mella revuelve otra vez en su pasado y encuentra uno de los libros del 2020

Mella regresa a la publicación con una novela que sucede a la fundamental El hermano mayor y se adentra aún más en su vida
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27 de octubre de 2020 a las 05:20

La vida de Daniel Mella parece girar en torno a un acto continuo de desprendimiento. O, al menos, eso se saca en limpio cuando se repasa su literatura, sobre todo la etapa más reciente. Entre otras cosas, Mella se quitó de encima la fe de los mormones que le venía por tradición familiar, cortó con su juventud como deportista, prescindió de viejas amistades y de su apellido paterno a la hora de firmar, se apartó del foco que lo iluminó con fuerza al comienzo de su escritura e incluso, llegado el momento, se alejó del propio acto de escribir. Se desprendió de él cuando su carrera se elevaba como un ascensor y el público que había aterrizado en Pogo, Derretimiento y Noviembre pedía, quizás, más. Cuando volvió, siguió soltando pedazos de adentro suyo: los cuentos de Lava parecían estar liberando algo contenido por años y El hermano mayor purgó un episodio que lo atravesó. Con él, y así lo ha dicho, liberó el fantasma de la muerte de su hermano.

Por eso no es extraño encontrarse con la siguiente frase en el comienzo de uno de los capítulos de Visiones para Emma, su vuelta a la publicación después del terremoto que significó su título anterior: “Ridículamente, siempre me había pensado como una especie de stripper existencial. Me había ido desprendiendo de una montaña de ropa a lo largo de mi vida. Había dejado atrás muchas de las cosas que más amaba y estaba orgulloso de eso. Siempre había algo de lo que librarse y, en un lugar de mi mente, temprano, a los 17, cuando perdí el cielo, se produjo la idea de que no iba a parar hasta quedar completamente desnudo”.

Desnudo parece ser una palabra acertada. Y más si tomamos en cuenta que el autor uruguayo nunca estuvo tan desnudo como en este nuevo título (HUM, $550) en el que abandona la ficción de sus primeros cuatro libros, la autoficción del quinto y abraza –hasta donde el pacto lo permite, claro– los episodios autobiográficos encadenados. El motivo o el catalizador de esto aparece ya en los primero párrafos: el encargo por parte de una editora insistente –la Emma del título– de un libro espiritual, un libro de visiones, un libro que funcione entre los lectores. Y que venda.

Ese pedido, ficcional o no, alcanza para que Mella abra la caja de su pecho. Y que de esa caja saque, por lo menos, tres cuartas partes de su vida. O lo que él quiere que nosotros entendamos como su vida. Ahí está, entonces, el comienzo con Pogo, el torrente oscuro de escritura por el que canalizó y desanudó una existencia, hasta el momento, pautada por las prohibiciones. Están los amigos de antes y los de después, está la noche y sus incontables estragos y bendiciones, la juventud mecanografiada por un todoterreno que no paraba de vomitar talento y párrafos a prueba de blandos. También aparece Nueva York, inmensa y confortable, la ciudad a la que escapó cuando el torrente se secó y donde se encontró chocando con otros mundos. La ciudad a la que fue a perderse. Por último, aparecen dos padres. Uno presente, uno más ausente. Uno real, uno que intentó ser literario. El primero es el biológico: si en El hermano mayor su madre estaba pintada con una omnipresencia casi total, en Visiones para Emma es el pater familias quien planea de manera tácita y explícita sobre buena parte del texto. El contrapunto entre ellos alcanza, por momentos, cotas conmovedoras.

El otro padre es Mario Levrero. Y quizás hablar en esos términos sea demasiado, incluso a la hora de comparar estilos, pero el lugar del autor de La novela luminosa –y el lugar de los textos que parió– es preponderante. Levrero fue, además, quien hizo de nexo entre Mella y la editorial Trilce para la publicación de uno de sus primeros títulos, pero eso casi que no importa tanto. En Visiones para Emma, la figura del escritor uruguayo es la de un hombre consumido por su propia obra, una visión casi abyecta que parte al libro –y a su autor– en dos. Aunque el encuentro entre ambos fue uno solo, en la novela entra y sale sin pedir permiso, y su influencia resulta mucho más que puntual.

Y esto sucede porque, al fin y al cabo, Levrero consiguió escribir libros espirituales y, por ende, libros buenos. Porque quizás esa es una de las grandes conclusiones de la novela: que no todos los libros espirituales son buenos, pero todos los libros buenos son espirituales. Así lo define Mella: “Lo espiritual era escribir algo que pulsara, que respirara y que fuera como una música. Era volcarse por entero en lo que escribías hasta desaparecer en eso y que las palabras se convirtieran en tu ADN”.

Si esto es así, Visiones para Emma también se convierte en un libro de ese tipo. Un libro marcado por el pulso de un escritor maduro que sigue sangrando en cada línea, y que parece arrancarse los párrafos de su propio código genético. Un ejercicio de “exploración interior” en el que Mella se piensa dentro y fuera de la ficción, quizás a un nivel todavía más profundo que en El hermano mayor, porque si aquel libro se trataba de sanar, este va sobre caminar sobre las cicatrices ya secas y de aceptarlas. De vivir con ellas y utilizarlas para encontrar un lugar en el mundo. Y a ver: seguramente Daniel Mella podrá tener sus propias opiniones sobre cuál es su lugar en el mundo, pero de este lado de las páginas también está claro. Su lugar es la escritura. Ficción o no ficción, ahí está él.

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