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El año de la celeste

En capacidad de entretenimiento, la selección uruguaya superó al cine y a la TV
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24 de diciembre de 2017 a las 05:00
Quienes el 6 de junio de 2016 vieron la derrota de Uruguay ante México por 3 a 1, o tres días después ante Venezuela por 1 a 0, ambas por la Copa América Centenario, dos de las expresiones más pobres de fútbol vistas durante la era de Oscar Washington Tabárez como entrenador de la selección uruguaya, seguramente pensaron que Rusia quedaba más lejos que ir caminando a Groenlandia.

El equipo no jugó a nada, fue sobrepasado en todos los aspectos, y lo que pareció un barco a la deriva en medio de un tifón quedó confirmado además por el bajísimo nivel individual de algunos jugadores, como si se hubieran olvidado de que eran profesionales.

La imagen de incredulidad consigo mismo mostrada por Cavani una y otra vez debido a los goles errados sintetizaba aquella penumbra a mitad de la tarde. Estaba en una pizzería en Santiago de Chile viendo el partido contra Venezuela, y el mozo me dijo, con esa soberbia que los chilenos ahora han de estar tragándose: "Me parece que no van al Mundial".

Mi respuesta fue tan corta como su apurado comentario: "No dé por muerto a quien no lo está". La selección celeste levantó un poco su nivel en la segunda parte de 2016, una especie de resurrección a medias, jugando uno de los mejores partidos de las Eliminatorias de visitante contra Colombia, el cual terminó empatado 2-2, aunque merecía haber ganado. Sin embargo, la pronunciada y alarmante pendiente reapareció en partidos siguientes, con tres derrotas consecutivas contra Chile, Brasil (por goleada de locatario) y Perú. El equipo se vino abajo en todos los aspectos.

El comienzo de 2017 lucía ominoso. En conferencia de prensa tras el partido contra los incas, en mi opinión el peor que Uruguay jugó en las eliminatorias, Tabárez mostró una preocupación imposible de maquillar con palabras. Después de tantos años, los uruguayos nos hemos acostumbrado a leer su rostro.

Tenemos un buen matrimonio, un porcentaje mutuo de entendimiento. Aceptando su responsabilidad en el descalabro, el DT dijo algo que sintetiza el ADN del futbolista uruguayo: "Ahora tiene que aparecer la fibra íntima de cada uno". Creo que era minoría la cantidad de compatriotas que pensó que íbamos a quedar fuera de Rusia.

De la misma manera que nadie salió a pedir la cabeza del entrenador tras la desastrosa Copa América del año pasado (esa mesura y ecuanimidad debe ser orgullo de todos, otra de las notas destacadas a incluir en el clásico balance de fin de año), la gran mayoría estaba convencida de que haría llegar el barco a puerto.

No hubo síndrome de Titanic. Faltaban aún cuatro partidos, a todo o nada, y la fibra iba a aparecer, tal como apareció. Así pues, 2017 será recordado por el gran disfrute que el fútbol de la selección trajo a nivel colectivo, coronado por un triunfo en Asunción, donde ganar había sido un plan irrealizable.

También en eso se cambió la historia. No hubo pasatiempo, ni en cine ni en televisión, que aunara en cuotas iguales emoción y apasionamiento al mismo tiempo. Los últimos cuatro partidos fueron partidos sin derrota, y con una victoria por goleada para el entretenimiento. El striptease del entusiasmo fue uno de los corolarios que el país gozó al unísono. Fuimos como queríamos ser en ese momento.
La cadena de sentimientos encontrados y liberados que este año forjó la selección uruguaya en ese nervioso viaje hacia Rusia deja a la memoria complacida y cargada de recuerdos que tienen que ver con la vida, con las cosas más esenciales de esta
Nuevamente, la realidad de los hechos producidos por la selección nacional contradijo la afirmación de Nick Hornby, escritor inglés autor de Fiebre en las gradas y fanático del club Arsenal, respecto a que "el estado natural del hincha de fútbol es amargo".

El hincha uruguayo, acostumbrado a esa palabra nada dulce como su significado, desapacible incluso en su chueca sonoridad, cambió en la amarga época invernal la amargura por el vocablo que viene antes en el diccionario: amar.

Pasamos a amar sin amargura los acontecimientos en la cancha, a partir de los cuales los momentos de felicidad individual y colectiva fueron influidos por los resultados. Si el fútbol es, como todos podemos llegar a estar de acuerdo, un "estado de ánimo", en el último tramo de 2017 el país entero estuvo en la misma sintonía emocional.

El escritor argentino Eduardo Sacheri, el de La vida que pensamos, uno de los mejores libros de historias cortas sobre el principal deporte, dijo no hace mucho: "Hay quienes sostienen que el fútbol no tiene nada que ver con la vida del hombre, con sus cosas más esenciales. Desconozco cuánto sabe esa gente de la vida. Pero de algo estoy seguro: no sabe nada de fútbol".

La cadena de sentimientos encontrados y liberados que a lo largo de este año que concluye forjó la selección uruguaya en ese nervioso viaje en montaña rusa hacia Rusia deja a la memoria complacida y cargada de recuerdos que tienen que ver con la vida, con las cosas más esenciales de esta.

Deidad laica, línea de fuga, obstinado objeto de su hegemonía que pone patas arriba cualquier intento de interpretación comprensiva, el fútbol volvió a exhibir sin pudores su sagrada condición cuando más lo necesitábamos. Influyó al menos, pero al máximo, para que mejorara la percepción generalizada que los uruguayos tenemos de él, como también de las cosas que contamina con sus diversas consecuencias sociales, económicas, emocionales y deportivas.

Mientras la pelota de cuero rodaba, el tiempo se hizo velozmente otro, pero sin dejar de ser el mismo de siempre, situado en esa región inexplicable donde las circunstancias doblan la esquina y adquieren fisonomía nueva.

Hay mucho de bipolar en eso llamado "la condición uruguaya" o "uruguayez". Ese rasgo de bipolaridad colectiva es tal vez una de las principales razones por las cuales somos uno de los pueblos más interesantes del mundo. Pocos pueblos son tan volubles como el nuestro. Para muchas cosas, nuestra forma de ver y entender la realidad tiene filosofía de veleta. Cambia según el viento que sople. Un día alguien es genio, al siguiente un idiota.

Por esas cosas buenas que tiene el haberse muerto hace tiempo, José Gervasio Artigas es uno de los pocos inmunes al péndulo de las emociones volubles de los uruguayos, por lo que todavía –toquemos madera– continúa siendo el prócer, el gran héroe nacional, hoy sí y mañana también.

De ahí para abajo, nadie queda a salvo de la bipolar trituradora uruguaya.
Con su tercer mundial consecutivo, cuarto en total al frente del combinado nacional, Oscar Washington Tabárez resalta en el álbum histórico como una especie de prócer del deporte, salvado por sus logros de la ignominia y de los neuróticos cambios de opinión pública.

Si consideramos todos los grandes momentos de entretenimiento mayor relacionados "con la vida del hombre" que le debemos a Tabárez y a los jugadores por él convocados, podemos concluir que ni siquiera en Hollywood hay talentos así, capaces de generar drama, interés sostenido y un final feliz tan convincente como el que produjo en 2017 la selección uruguaya de fútbol.

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