Los expertos mundiales en predicciones catastróficas están ahora profetizando el desastre de una recesión o depresión económica global de consecuencias impredecibles. Técnicamente tienen asidero. Aunque la crisis nació hace mucho. Hace casi medio siglo, cuando Estados Unidos tuvo su primer déficit de balanza comercial y Richard Nixon decidió salirse del patrón oro y devaluar el dólar de un plumazo.
A partir de ese momento, con nombres diversos, disimulos matemáticos, ecuaciones complejísimas, teorías monetarias sofisticadas, excusas políticas y sociales de todo tipo, engañifas estadísticas, los países centrales decidieron que podían eludir los ciclos económicos naturales y también las consecuencias políticas y sociales de sus propias torpezas o sus propios dispendios. En otras palabras, resucitaron a John Maynard Keynes, cuya gestión económica había fulminado al Imperio Británico hasta llevarlo a su vergonzoso default, del que Argentina fue una de las víctimas principales con la complicidad norteamericana.
El resto solo era una cuestión de tiempo. Estados Unidos fue navegando de déficit en déficit, con una Reserva Federal (Fed) que hasta modificó su carta estatutaria para poder emitir más de lo prudente. Así, su misión pasó de ser la de proteger el valor de la moneda como único mandato, a la doble misión de “defender el empleo y al mismo tiempo el valor de la moneda”. Regan explotó (en su doble sentido) el déficit hasta triplicar la deuda, transformando su supply-side economics en una mentira, solo atenuada por la claudicación de la URSS.
Clinton pareció marcar una recuperación de la sanidad económica, luego de la austeridad impuesta a George Bush (Sr.) por la realidad y por la acción de Alan Greenspan (versión seria) en la Fed, que lo obligó a la buena letra aun a costa de no ser reelecto. Luego papá Bush diría su famosa frase: “I appointed him, he dissapointed me”. El mismo Greenspan llegó a decir sobre el final del mandato de Clinton que la Fed se encontraba ante un dilema, porque no sabía cómo manejar la economía sin deuda, lo que le impediría fijar la tasa de interés como lo había hecho históricamente.
El sueño del superávit duró lo que tardaron las torres gemelas en desplomarse. Bush (Jr.) declaró la guerra al mundo y a la prudencia fiscal con la ayuda del mismo Greenspan (versión no seria esta vez) que había enojado tanto a su papá. Obama duplicó la deuda y la emisión, para no ser menos. La irresponsable tolerancia de la Fed, confesada por su expresidente en su biografía, llevó a la mayor estafa bancaria colectiva de la historia, que, en vez de penarse con muchos años de cárcel para los estafadores, fue licuada con una lluvia de dólares en 2008, lluvia que nunca más paró.
La creación del euro, que con la tutoría alemana prometía ser la moneda del futuro terminó en otro endeudamiento sin límites y en un déficit sistémico, que la burocracia europea convalidó y financió con una doble pinza de deuda y emisión que sigue creciendo.
Las políticas monetaristas demagógicas de ambas potencias llevaron a una tasa de interés negativa o cercana a cero, para evitar la deflación, la kriptonita del keynesianismo, y ayudaron a las grandes empresas en su carrera de autocompra de acciones, una estafa legal, unido al sistema de bonus options,otra estafa. Las grandes corporaciones se endeudaron para repartir bonus y comisiones entre sus ejecutivos, colaborando así a la burbuja del crédito.
AFP
Como si se necesitara un capitán para el Titanic, llegó Trump, cuyos principios centrales son el proteccionismo de una industria obsoleta, un mayor déficit y endeudamiento, la defensa de un sector perimido y precario de trabajadores y una devaluación del dólar que reclama a gritos (sic). Recuerda a la Gran Bretaña de los 40 que terminó en el default.
En ese panorama mundial se insertan el momento y el destino de Uruguay, que corre el riesgo de creer que este estrés global puede justificar y permitir errores y excesos, o el apartarse de la disciplina y reglas de oro de la economía. Tal simplificación no le está concedida. Las excepciones son para los dioses, como en la mitología griega, no para los mortales. Quienes no lo entienden, ignoran el castigo que puede sufrir. También las oportunidades que puede desperdiciar, como lo ha hecho en el pasado. ¿O se volverían a repartir alegremente los efímeros frutos de una devaluación del dólar en el precio de las commodities?
Diego Battiste
2020 es el año de un nuevo gobierno uruguayo. Muchos indicios muestran que deberá perder buena parte de su mandato luchando contra los obstáculos que le serán opuestos ante cualquier cambio, en un país que necesita cambiar y replantear muchas cosas, desde su política exterior a su modelo de crecimiento, peligrosamente basado solo en bienes básicos que no alcanzan para el bienestar sostenible de la población, ni para las exageradas pretensiones de conquistas sociales y laborales no sustentadas en ninguna capacidad, conocimiento ni productividad extraordinarios.
Eso obstáculos no se zanjarán fácilmente. Porque la primera cuestión a resolver es cuál es el papel del Estado en el futuro. Si sigue siendo el redistribuidor de felicidad con bienes ajenos, o si libera las energías de la sociedad para crear, reinventarse, ahorrar, arriesgar e invertir. Los orientales tendrán que hacer una nueva elección: si confían en ellos mismos o esperan algún tipo de centralismo planificador benigno que los ayude.
Nadie puede predecir lo que ocurrirá ni siquiera la semana que viene. Borges, un agnóstico, escribió: “El destino es fatal, como la flecha, pero en las grietas esta Dios, que acecha”. En las grietas.
Feliz 2020. Hasta febrero y que todo sea para bien –decía Wimpy, un talentoso oriental del que ya nadie se acuerda.